El otro día, después de comer, me puse a zapear por los canales de la televisión digital. Pasé de tigres en celo en la jungla india, a las historias de folletín melodramático de
Belén Esteban, pasando culebrones hispanos y western de serie c tan maltratados por el paso del tiempo que apenas se distinguían los caballos de los comanches. De repente aterrice en un escenario
art deco en blanco y negro en el que
Fred Astaire evolucionaba con elegancia. Ahí me quedé y pasé un rato maravilloso. La película, que he visto varias veces gracias a la versión que conservo como un tesoro en dvd, se titula en su original
Shall we dance, que en español pasó a ser
Ritmo loco. El director de la cinta es
Mark Sandrich (1900-1945), un artesano de los años dorados de Hollywood a quien debemos muchas de las mejores historias de la paraje
Fred Astaire-Ginger Rogers:
La alegre divorciada (1934),
Sombrero de copa (1935), o
Amanda (1938).
Escena final de Ritmo loco ("Shall We Dance"), del director Mark Sandrich (vídeo colgado en YouTube por mutikonka)
La música y las canciones son nada más y nada menos que de los
hermanos Gershwin, y los actores, además de la célebre pareja ya mencionada, son algunos de los más extraordinarios secundarios que uno pueda encontrarse en la historia de la comedia americana. Me refiero sobre todo al genial
Edward Everett Norton, o a otros como
Jerome Cowen, William Brisbane, Eric Blore...
La trama en sí sin duda es lo de menos. Algo disparatado e invesomil que transcurre entre París, Nueva York y un trasatlántico. Una historia plagada de enredos, malentendidos, situaciones de doble y triple lectura, insinuaciones de carácter pícaro y sexual..., todo bien mezclado, bien escrito, bien interpretado, bien bailado..., todo en unos decorados imposibles y fastuosos en estilo
art deco, todo con la banda sonora, insisto, de los Gershwin. Una gozada, una maravilla de diversión y entretenimiento inteligente.
Ritmo loco ("Shall We Dance"), del director Mark Sandrich (vídeo colgado en YouTube por kusifai)
La película se estrenó en 1937, el mismo año, si no recuerdo mal, en el que murió
George Gershwin. Y de repente, tumbado en la cama con la sonrisa puesta mientras Fred y Ginger danzaban en un escenario de brillantez imposible, rodeados de decenas de figurantes vestidos todos de noche, sentados junto a unas mesas elegantísimas y bebiendo supuestamente un excelente champán francés, caí en la cuenta de que lo más probable es que todos lo seres humanos que rebosaban vida y ritmo loco en esas escenas estuvieran ya muertos, que ninguna de las muchas personas que en 1937 hizo posible la efervescente y divertida maravilla que yo estaba disfrutando en una sobremesa de 2011 estuviera ya vivo. Ninguno. Estaba viendo y oyendo a personas que hace años dejaron de respirar, de ver, de sentir... Esta viendo una
película de fantasmas, de auténticos y
verdaderos fantasmas.