Miguel Rubio parece un tipo duro y lúcido, curtido literariamente en la calle. Es de esas personas de mirada cúbica que saben ver con un ojo las tripas de la sociedad y con otro pueden analizarla panorámicamente. Ha mezclado sus conocimientos teóricos como licenciado en Ciencias Políticas y Sociología con la práctica de Diplomado Social por la Universidad Complutense de Madrid y con su afición al boxeo. Su trabajo social le ha facilitado el contacto con cientos de personas, preferentemente de las capas sociales más desfavorecidas, pero lo único que puede explicar sus novelas es su imbricación en la vida, su pasión por vivir con los demás y el dolor que le causan las heridas sociales.
Sus dos novelas
Ahora que estamos muertos (2008) y
Todos los años perdidos (2010), ambas en
Ediciones Carena, tienen como punto de referencia el mítico Madrid de la movida (que el autor, pese a su juventud, debió vivir con fruición) y como consecuencia de aquellos polvos, los lodos del Madrid actual. En la primera lectura de ambas novelas creí encontrar un autor singularísimo, de esos que la mano caprichosa del arte hace surgir sin explicación alguna y sin puntos de referencia. La segunda lectura, sin embargo, me ha llevado a un
Galdós reencarnado, pero un Galdós impresionista, moderno, horro en explicaciones innecesarias, capaz de crear, con dos párrafos, personajes vivísimos que aunque no vuelvan a aparecer en la narración se quedan pululando en el lector como arquetipos fragmentados de la sociedad actual. Claro que el Madrid de
Miguel Rubio, como el de Galdós, es un prototipo aplicable a otras ciudades contemporáneas. En
Ahora que estamos muertos el viacrucis que “de la nada a la nada”, de albergue en comedor, recorre el grupo de desahuciados, los invisibles, los intocables de la sociedad occidental, es el mismo que se recorren día tras día en Barcelona, Ámsterdam o Berlín. De todas maneras, el que Cristina, una de las protagonistas que arrastran su vida por el Madrid contemporáneo con su último bagaje musical como herencia, hubiera sido una estrella de la movida, le confiere un valor simbólico.
Todos los años perdidos también tiene Madrid como personaje principal, desdoblado en dos épocas: la de principio de los ochenta y la actual, y tiene también otro personaje, al igual que la anterior, invisible, pero poderosísimo: el fatum, el azar. Como en el grupo de jóvenes poetas modernistas de
Luces de bohemia, nadie sabía que uno acabaría de ministro y otro muriendo de hambre, en ambas novelas de
Miguel Rubio, las noches festeras de Madrid depararían desigual suerte a quienes las compartían amigablemente sin ningún argumento vital. Una suerte caprichosa, un destino terrible para unos, favorable, al menos aparentemente, para otros, en donde el árbitro parece estar tan borracho como algunos de los protagonistas. El incierto destino es el enigma que se cierne sobre los personajes como una suerte de ruleta rusa movida por el azar y que ahora, en tiempos de crisis, pasa de las páginas a la mente del lector con inquietante facilidad.
Miguel Rubio: Todos los años perdidos (Ediciones Carena, 2010)
Pese a estas similitudes, las dos novelas son totalmente distintas. La primera es coral, sociológica, la segunda es individual, artística. En la primera el autor pone su cámara visual, exterior, y en la segunda entra de lleno en el alma de los personajes. En la primera el foco se orienta hacia los perdedores, en la segunda hacia los “triunfadores”.
No soy propenso a afirmaciones tajantes y menos en el terreno de la literatura, sin embargo creo que
Todos los años perdidos es una obra de arte de la literatura contemporánea. En sus breves 220 páginas palpita toda una colmena de personajes secundarios vivísimos que minimizan incluso la emoción de la trama. En esta novela podría no ocurrir nada reseñable, como en el
Ulises de
Joyce, sin que disminuyera en absoluto su interés, porque gran parte del atractivo está simplemente en dejarse arrastrar o bien a través del túnel del tiempo, por el vivo Madrid de los ochenta, o bien por el descarnado Madrid actual.
El protagonista, Samuel, que tuvo que huir precipitadamente de Madrid después de una noche de movida discotequera, dejó su pandilla de amigos, con los afectos enardecidos por el amanecer. Un incidente oscuro deja el amor, la amistad, la juventud, en un “stand by” congelado que, cuando 22 años después, comienza a descongelarse proporciona unos resultados de lo más inquietante.
Miguel Rubio: Ahora que estamos muertos (Ediciones Carena, 2008)
El drama es que, en muchos planos, incluso los “triunfadores” son seres sin techo. Los edificios afectivos se desploman, la vida, sin quererlo los protagonistas, convierte a los amigos en enemigos, al amor en arma mortal, al ansia de disfrutar en pulsión autodestructiva, la generación de riquezas en degeneración moral.
La lucidez de Miguel Rubio es que no plantea el problema entre buenos y malos, entre corruptos y justicieros. Todos sus personajes inspiran amor, repulsa y compasión. Por eso son tan creíbles. Todos buscan a su manera la felicidad pero cuanto más luchan por ella, más parecen espantarla. Sin embargo, lo más conmovedor no es lo que les va ocurriendo a los personajes, sino a los lectores, porque Miguel, ese boxeador de la pluma, nos va lanzando sus párrafos directos, unos a la mandíbula, otros al estómago, hasta dejarnos en la lona, porque lo que está contando no son historias grandiosas, sino trozos de nuestra historia nuestra, de esos amores que quedaron en suspenso, de ese amigo a quien traicionamos por una mujer, de ese pequeño chanchullo que mandó a la miseria a un ser desconocido.
Lo bueno de esta obra es que no te deja KO total. Siempre, en la cuenta atrás, aunque sea en el último segundo, logras levantarte, con ganas de seguir luchando, lo inquietante es que te deja tan tocado que realmente uno ha de replantearse contra quién dirigir sus guantazos. No basta con ser un boxeador; un luchador con buena voluntad, pero equivocado, se convierte en una pesadilla para sí mismo y para la sociedad. Leyendo su novela da la impresión de que nadie ha acertado con sus derechazos. Y uno queda perplejo, un poco grogui, con ganas enormes de replantearte la vida.
Lo que sí es cierto es que nadie sale indemne después de un combate-lectura contra Miguel Rubio.