Varios anécdotas me han sucedido mientras pasaba los días enfrascado leyendo
Che Guevara. Una vida revolucionaria, de
Jon Lee Anderson, la mejor, más objetiva y completa biografía del mito del siglo XX
Ernesto Guevara de la Serna, más conocido como el
Che, como tituló
Paco Ignacio Taibo II en su nada imparcial
summa vitae en rojo, panfleto ideológico que destiñe al lado de la correcta biografía del gringo interesado en el prototipo del guerrillero latinoamericano.
La primera ha sido tropezarme de frente una vez más con el mito fosilizado y comercial del comandante argentino. Caminaba meditabundo por la calle con el libro bajo el brazo cuando un hombre cruzó la carretera conmigo llevando una camiseta con su rostro férreo y soñador inmortalizado para siempre en la mítica fotografía de
Korda, que recorre el mundo entero bajo la forma de vestimentas a mecheros baratos. Al momento tuve la tentación de acercarme para conocer qué sabía acerca del hombre cuyo rostro llevaba impreso en su ropa. ¿Quería con ello anunciar su intención de abandonar todo posesión, familia incluida, para forjarse como ‘hombre nuevo’ socialista, tal y como el Che hizo, exigía y aseguraba ocurriría? ¿Defendía acaso la lucha armada guerrillera como única vía para cambiar la sociedad? ¿O creía en la destrucción física del poder norteamericano para organizar el mundo desde bases más justas, fraternas y solidarias? Por supuesto ninguna de estas tres preguntas hubieran obtenido respuesta; sin embargo son los pilares sobre los que se organiza el pensamiento guevarista: una visión del mundo teórica, marxista, en blanco y negro, en la que los oprimidos alcanzarán el poder por vías violentas a través de la lucha guerrillera y el surgimiento mediante la educación revolucionaria de la ética superior, del ‘hombre nuevo’, que abandonará sus vicios mundanos para entregarse en cuerpo y alma a la causa del socialismo internacionalista revolucionario. Conceptos complejos como para asumirlos por llevar sólo una camiseta, prueba de que hoy en día el Che se ha convertido más en objeto de consumo ideológico destinado a cubrir la cuota de necesaria rebelión interna que en figura en torno a la que discutir posibilidades politológicas.
La segunda fue el choque entre el concepto que la gente tiene de los hechos, obra y vida del Che, y el personaje real tras el mito y la pose fotográfica. A menudo estas se reducen a una serie de ideas preconcebidas,: Guevara era distinto y mejor que el politiquero
Fidel Castro y acabó teniendo divergencias con el líder de la Revolución cubana; el Che nunca hubiera permitido, de seguir vivo, la posterior deriva del estado cubano; el personaje histórico que más se parece a Ernesto Guevara es
Jesucristo; Fidel hizo todo lo posible por desembarazarse del Che y por ello lo envió a una muerte segura a Bolivia para poder intensificar sus políticas autoritarias.
Jon Lee Anderson: Che Guevara. Una vida revolucionaria (Anagrama)Siento desilusionar a los forjadores de mitos y a los que se arrodillan ante Guevara y echan pestes de todo lo que les huela a revolución. Ante todas estas leyendas urbanas la biografía de Anderson es clara:
-El Che jamás discute las ideas de Fidel, del que es fiel seguidor hasta el punto de preocupar y molestar a su madre,
Celia de la Serna, encarcelada en Argentina durante los años sesenta como sospechosa de ser una quintacolumnista de su hijo. Sólo en la disensión temporal de Sierra Maestra ante la estrategia política con el Movimiento 26 de julio, el Che muestra cierto descontento –del que luego se arrepentirá en su carta de despedida-, pero, al revés de lo pensado, se debe a que Fidel no se muestra lo bastante duro y comprometido con la ideología socialista, como la que ya el ‘radical’ (sic) Guevara profesa.
-De no haber muerto en Bolivia a manos de la CIA, Che Guevara no sólo hubiera aprobado punto por punto la evolución del estado comunista cubano, sino que es de temer que hubiera exigido incluso mayores dosis de doctrina y compromiso, dados sus actos como miembro del Gobierno. Si se juzga a
Raúl Castro como un duro del sistema, como una gerontocracia inmovilista en el poder, hay que creer que el comandante Guevara hubiera estado a su lado exigiendo políticas más radicales y autárquicas con menos deriva capitalista siguiendo el modelo chino. Como prueba, Anderson describe el cerrojazo que las carreras humanísticas sufren a manos del Che tras el triunfo de la Revolución para beneficiar las técnicas. La explicación no puede ser más diáfana: hay que proporcionar ingenieros a la isla para forzar su industrialización en estricta aplicación de la doctrina marxista más rígida.
-De creer que el personaje histórico de Jesucristo es aproximado a como lo describen los evangelios, poco tienen que ver el profeta palestino y el guerrillero latinoamericano. Guevara predica un mensaje de moral de combate, de lucha constante, de la vida entendida como guerrilla, en el cual su cosmovisión final es ver en armas a los desposeídos de la tierra contra la tiranía imperial encarnada en Estados Unidos, y para ello está dispuesto incluso a jugar con la amenaza del holocausto nuclear con tal de derrotar al que el cree el causante de todo el oprobio e injusticia que existen en la tierra. Como ya digo, de tomar por válidos a los poco fiables evangelistas, nada más apartado del afable profeta-curandero que predicaba la mansedumbre de espíritu y el poner la otra mejilla como vía para alcanzar la salvación y el triunfo de los pobres en un utópico reino de los cielos.
-Por último, Lee Anderson sanciona que a Fidel no le interesaba en absoluto desprenderse de su fiable socio y amigo personal, y que no sólo hizo todo lo posible por convencerle de que no iniciara su lucha guerrillera en la verde Bolivia, sino que trató de ayudar a las unidades infiltradas más allá incluso de lo que era prudente para su seguridad internacional: la acusación nada velada de Bolivia a Cuba ante la Organización de Estados Americanos (OEA) de estar invadiendo su país con mercenarios enturbió mucho las relaciones de la isla revolucionaria con sus vecinos y aumentó tanto su aislamiento como su dependencia económica e ideológica de la URSS.
Como en ese programa de televisión en el que se cazan mitos mediante experimentos prácticos, Lee Anderson rescata en su biografía al hombre de la leyenda y del icono comercial que ha perdido todo su sentido para volver a dotar de sangre, nervios y realidad lo que ya parece sólo un rostro más de consumo, tan inexpresivo como el hombre que nos vende los cereales desde una caja de colores. Este Che ríe, duda y se enamora, envía cartas a sus familiares y se confiesa angustiado por la dimensión de sus propias ideas, cierta aura de grandeza y trascendencia que lo embarga como si intuyera el papel relevante que la historia le va a reservar a quien, incluso en medio de la manigua, seguía pareciendo “sólo un muchacho de clase media bonaerense”.