Los terrores de la infancia eran conocidos y mensurables: la oscuridad y los monstruos que la pueblan, la ausencia de la madre, salir solo de casa. Esos miedos se sustituyen por uno más atroz y que nos acompaña ya siempre: el miedo a la muerte. Con la adolescencia, la parca relaja su brazo –todos los jóvenes se creen inmortales- y la inseguridad, desconocer quién eres y el miedo a lo nuevo, tu nuevo cuerpo, tus nuevos sentimientos, tu nueva soledad, desborda todos los demás. Unos adolescentes lo curan con litros de alcohol y pastillas; otros con pajas, polvos y ropa nueva cada sábado; y otros no lo curan nunca, se vuelven raros, asociales y acaban escribiendo libros, escuchando música o yendo mucho al cine.
Es lógico y saludable tener cierto miedo. Uno sabe que hay que temer refugiarse siempre debajo de un árbol en caso de tormenta, y que conducir trompa, en plan diputado del PP, puede costarnos la vida. El miedo nos avisa de qué manera estúpida podemos concluir nuestros días, o dónde se refugian las fieras que acechaban a nuestros antepasados al caer la noche. En puridad, nuestros pánicos más atávicos y naturales son los que también oprimían el pecho de nuestros ancestros: estar al descubierto, pisar en falso, cascarla bajo las garras de algún bicho mal parido, enfermar, alejarnos para siempre de la gente que amamos.
Nuestra biología y psique nunca se preparó para otros terrores que han traído los tiempos modernos: ser despedidos del trabajo, que tu hijo se enganche al jaco, no cobrar pensión de viudedad, que no te respondan en Facebook, no parecerte a
George Clooney. Vivimos aplastados por nuestros terrores mundanos. Los
monstruos de Maurice Sendak no tendrían nada que hacer ante el terror paralizante que siente una madre al ver a su hija salir de casa con un falda demasiado corta o ante la enésima reunión de ejecutivos planeando nuevas dentelladas a lo que nos es más íntimo: nuestro techo, nuestra mesa, la seguridad de quienes todavía dependen de nosotros y tienen miedos lógicos.
Luego hay otra casta de miedos, sociales diríamos. Miedo al rechazo, miedo a la soledad impuesta, miedo a mear contra el viento. Imagino qué diría el jefe del clan del oso cavernario de turno si le explicáramos cómo a veces tenemos auténtico pavor a que nuestras opiniones sean demasiado radicales, demasiado valientes o demasiado sinceras para exponérselas a la conservadora caverna cromañona. Cómo temblamos como una hoja de taparrabo en plena erección pensando quién nos va a dar la espalda por dar nuestra opinión, por expresar nuestras ideas, por decir lo que sentimos. Eso sin pasar a contarle, a él, al Pedro Picapiedra ancestral, nuestros eternos problemas con las relaciones y la vergüenza torera a declararse, mezclado con nuestra patológica necesidad de cariño y comprensión.
Creo que fue un Papa, y puede que fuera
Juan Pablo II, el que le dijo a su grey que no tuviera miedo. Aunque no sigo las enseñanzas de tan respetable y santo varón difunto, voy a decir que tiene razón, que a veces no habría que tenerle miedo al miedo y dar un paso adelante. El filósofo
Slavoj Zizeck dice por ahí que suele ocurrir que los hechos consumados hacen que el hecho sea posible. Esto es, que los milagros sólo ocurren cuando los hacemos nosotros. Nadie debería nunca tener miedo por decir lo que piensa o aquello en lo que cree,
aun sabiendo que miles o millones dicen otra cosa. Nadie debería callar si tiene una opinión distinta que dar, una idea que rebatir o si siente que la verdad le quema en la punta de los dedos y considera poco justo que muera encerrada en un puño.
Nadie tampoco debería temerle a salir de casa y entrar en esos lugares que castas y sectas autoafirmadas nos han hecho creer que son patrimonio exclusivo de los que piensan igual. El miedo al miedo corroe y asesina la libertad. Sobre todo los que tienen algo que contar siempre, los que han visto y saben, los que han leído y comprenden, esos, no deberían, por el bien de todos, callar nunca. Encontrarán en su camino quienes los apoyen y estén dispuestos a ir con ellos al cadalso.
Bravo, Padilla y
Maldonado de nuevo o
Sacco y
Vanzetti. No importa. Nuestros únicos miedos deberían ser a la noche, y a los monstruos que la pueblan.