Desde la portada el hiératico careto de la soberana
Isabel II me observa como una anguila mira el mar salado. El único magnetismo que esta mujer ejerce sobre mí es el de saber que lleva tantos años en el cargo, el de atesorar memoria en forma de té con pastas con personajes de la historia tan dispares como
Winston Churchill, John Kennedy o
Tony Blair. La fascinación que este icono del siglo XX ha ejercido a propios y extraños atraviesa la segunda mitad de la centuria desde el ajetreo punk a la
movida beat, de las artes al cine, pasando por la parodia televisiva, sin contar las incalculables horas de cotilleos que se han invertido comentado su tortuosa relación con aquella moza llamada
Diana de Gales, a la que la jefa de la Commonwealth traía por la calle de la amargura. Un par de selvas de su antiguo Imperio han palidecido ante la voracidad de tabloides y revistas del
quore por sus andanzas. Cómo alguien que podría haber sido una jubilada británica en la isla de Mallorca con sus mismas inquietudes ha acabado suscitando tal atención es una pregunta ciertamente a hacerse. Más si contamos su escaso bagaje cultural.
Una lectora nada común, de
Alan Bennett, la mente tras la que se escondía la obra original de teatro que dio pie a la película
La locura del rey Jorge (
Nicholas Hytner, 1994), trata de desvelar al personaje, de exponerlo a la corrosión de lo humano y, para ello, hace un divertido ejercicio contrafactual proponiendo un argumento divertido. ¿Qué pasaría si la soberana le cogiera gusto a la lectura? Y no sólo ello, ¿qué pasaría si la reina se aficionara a la alta literatura y empezara a cuestionarse su adocenado modo de vida y el sistema que su persona mantiene?
A menudo repito una máxima lorquiana (o que al menos yo atribuyo a
Lorca), por la cual
el poder es intrínsicamente malo y sistemáticamente asesina a la libertad. Uno no puede imaginarse, por tanto, al poderoso convertido en artefacto cultural, comprometido con su tiempo desde un plano humanista. No son muchos los ejemplos de mandamases que se han pasado al otro lado, que han dejado sus ambiciones políticas por un interés inusitado por el conocimiento. La borrachera del poder borra en sus resacas cualquier rasgo de animal humano. Aquí en España tenemos a nuestro mitificado
Alfonso X, que desmentía con la espada lo que ganaba cantando a la Virgen, y puede que en Portugal,
Enrique el Navegante, hermano de Rey y hacedor de mapas y geografías. Baste.
Julio César y
Napoléon Bonaparte quedan descartados por sus bárbaras matanzas. Si hubieran podido, como los gerifaltes nazis, apretar un botón, asesinar y luego irse a la ópera, lo hubieran hecho. No me cabe ninguna duda. Allá por Alemania tienen al emperador
Federico II, ‘stupor mundi’ de la época y, aunque analfabeto, parece que
Carlomagno hizo mucho por el llamado renacimiento altomedieval.
Felipe II leía y luego quemaba herejes.
Alan Bennett: Una lectora nada común (Anagrama)
La Isabel II de Bennett va un paso más allá que todos. Sorprendida a edad avanzada por la lectura gracias a una biblioteca portátil que encuentra debido a sus insoportables perros, empieza a chutarse droga de la de verdad, de la que le hace a uno grande. Empezando por la espesa
Ivy Compton-Burnett y acabando con una pseudoespecialización en
En busca del tiempo perdido, de
Marcel Proust, la soberana toma conciencia de sí misma y de su tiempo, de las incongruencias de gobernar dispersando el mal al paso de la analfabetería general. De antología los pasajes en que el primer ministro se pierde entre sus referencias culturales.
Divertida hasta la irreverencia, curiosamente la reina como personaje concita las mismas animosidades que ha vivido cualquier lector al despertar a los libros de verdad: sus antiguos amigos se le vuelven en contra, su servidumbre le pierden el respeto y su familia la ignora. Su devoción libresca la aparta del mundo y su nacida conciencia le causa más problemas de los que le resuelve, porque una reina, en fin, no debe interesarse por nada y a todos debe, al mismo tiempo, parecer interesante. Pero esta Isabel II, lectora nada común, tiene opiniones, reclama su propia voz y toma la pluma para expresarse como pocos políticos lo hayan hecho alguna vez. Es el resultado de la peste de las letras.
Repaso a un siglo de literatura, inglesa sobre todo, y fábula sobre cómo los libros nos pueden cambiar la vida,
Una lectora nada común es el texto perfecto para los bibliófilos, los amantes de lo irrespetuoso, los que siguen pensando que la literatura es una fiesta pagana que nadie tiene derecho a secuestrar para arrebatarla a extraños fines áureos. Es felicidad, pasión por los libros y una crítica histriónica al poder lo que atesoran sus páginas que, cuidado lector, pueden convertirte a su modo en un compulsivo lector con problemas. Leer no es sonreír.
se podrán leer los textos clasificados tanto por temas (artes, autores, cine, música, sociedad y periodismo) como cronológicamente.