José Membrive
El arte tiene la función de plantear situaciones inéditas, problemas irresueltos; la filosofía, probablemente, la de llevar al campo de la lógica esas cuestiones y esbozar respuestas; la política trataría de adaptar al plano de lo empírico, de la organización social, las intuiciones más acordes a lo posible y mejorable. Sólo hay un género que, legítimamente, puede contener en sí todos estos planos de forma simultánea sin explotar como un cóctel: la novela. Si es buena, por supuesto; como es el caso que ahora nos ocupa.
Lo que ocurre es que, en una época como la nuestra, en que todos los poderes del Estado (legislativo, judicial y ejecutivo) se los hemos transferido, no a las cortes españolas, sino a El Corte Inglés, todo ello ha de pasar por un tamiz: que sea vendible al instante. La ley del consumismo artístico reza tal que así: quien no se vende no vende, quien no vende no existe.
Así que, amigo José Enrique Martínez Lafuente, hemos de presentar tu libro, Un extraño viaje, en El Corte Inglés, aunque tu libro en sus estanterías le siente como a un santo dos pistolas o como un tanga a la Inmaculada de Murillo. Aunque pegue menos en sus escaparates que el rostro de Benedicto XVI en un condón. Y vamos en metro, no se vayan a pensar que abandonamos nuestras convicciones proletarias.
“Que no quiero verla.” Quizá muchos sigamos empecinados en negar la terrible evidencia: todos, en algún momento de nuestra vida, trabajamos para El Corte Inglés. Yo mismo, cuando vine de Andalucía con mi título de licenciado en la solapa, allá por el 78, entrené mi reciente catalanidad trabajando de diez de la noche a las siete de la mañana, y para ello tuve que acreditar mis estudios filológicos en la académica tarea de “fijar, limpiar y dar esplendor” a los escaparates de la institución imperial por excelencia. Fue mi bautismo de fuego. Pasear noche tras noche entre sofisticados trajes, disfrutando (aun en el reducido ámbito de los lavabos) de lucirlos durante unos segundos… libros, discos; quitándole el polvo a maniquíes de las de antes, esas maniquíes capaces de enloquecer, incluso, al bueno de Joan Manuel Serrat…
José Enrique Martínez Lapuente: Un extraño viaje (Ediciones Carena, 2009)
Decía que todos trabajamos para El Corte Inglés porque trabajar para ellos es coger el metro, buscar durante unas cuantas horas entre los millones de objetos la prenda adecuada que no sobrepase nuestro nivel de endeudamiento, y pagar por ella tres veces más de lo que la Institución pagará al productor dentro de unos meses. Eso es trabajar para él.
No obstante íbamos contentos, con los ánimos de asaltar, al menos por unas horas, este particular palacio de invierno. El cóctel molotov adoptaba forma de libro. Un extraño viaje, fiel al género narrativo en el que todo cabe, encierra en sí la historia de la Barcelona de los ochenta-noventa. Sus protagonistas, atletas corriendo por la intensa pista de la pasión vital, se encuentran de la noche a la mañana como esos muñecos de dibujos animados, sin suelo bajo los pies. De pronto su ciudad ha desaparecido y se encuentran con toda una fantasmagoría de cartón piedra sin cimientos. Pero también encierra la lectura filosófica que, a su modo, hace la segunda narradora y, brillando solapadamente, un discurso político que ha de rellenar el lector, porque los personajes sólo tienen tiempo de constatar su caída en picado.
Léase como se lea, Un extraño viaje es una píldora no habitual en la dieta cultural corteinglésica, aunque esta institución tiene un estómago, afortunadamente, a prueba de bombones y bombonas.
Pues bien, allí, sobre la tarima, con el ambiente caldeado por un lúcido Jordi Virallonga, que denunciaba cómo los ganglios de las principales vías de los barrios y de todo el centro de Barcelona, afectados de corteinglesitis, habían extendido sus tentáculos mercantilistas (o tenta culos) expulsando todo lo que oliera a industria productiva para convertirlo en serviles cuchitriles; o cómo la industria del servicio (la degradación del ser/vicio), se ponía al servicio del turismo de cámara y hamburguesa. Entonces fue cuando José Enrique levantó la voz, y, encomendándose a Marx, proclamó:
"Nuestro lema debe ser, pues: reforma de la conciencia, no por medio de dogmas, sino mediante el análisis de la conciencia que no se ve con claridad a sí misma, o se presenta en forma religiosa o política. Se revelará entonces que el mundo tiene desde hace mucho tiempo el sueño de una cosa..."
La chispa que Jordi Virallonga había hecho saltar, convertida en llama por obra de Marx y gracia de José Enrique, prendió entre el público, cuyas lenguas flamígeras, invocando abusos, mundos perdidos, ilusiones euroabortadas, crisis provocadas por quienes se estaban beneficiando de ellas (los grandes capitalistas, y por qué no El Corte)… amenazaba con transformarse en motín, cuya atmósfera ya se mascaba en el ambiente…
En ese preciso instante, del fondo del público una mujer, (¿de dónde sacará El Corte Inglés, institución capitalista por excelencia, este personal tan fantástico, educado, humano…) me hizo un gesto señalando el reloj. Dos o tres minutos tuvieron que transcurrir para que se fueran apagando las imprecaciones contra el consumismo y el mercantilismo que casi todos compartíamos, en las propias entrañas del enemigo. Al final, planté un par de besos de placentero agradecimiento a Eva, la fantástica encargada de gestionar Ámbito Cultural, y deseando que las ventas de Un extraño viaje fueran fabulosas en esta maldita sociedad mercantilista, nos dispersamos por las plantas en busca de ofertas antes de que cerraran las puertas.
Presentación en El Portalón
Pero el “extraño viaje” no había acabado. Días después tocaba la presentación más genuina: no más concesiones al mercantilismo. Presentaríamos el libro en El Portalón, el bar otrora cutre, en donde nace el libro, en donde se desarrolla la primera escena, en donde perviven aún los restos del naufragio que el propio libro relata, pero, sobre todo, en donde público, ambiente, espíritu y obra se hermanan. Allí nos esperaba una tertulia en la que, sin duda, pervivían aquellos personajes que el libro reflejaba antes de que la debacle consumista enloqueciera a nuestros dirigentes políticos y, por ende, a sus rebaños. No me vestí para la ocasión, ni me afeité, y tampoco me peiné. Una hora antes de la presentación me esperaba José Enrique en la editorial. La tarde sería fecunda en sorpresas, no todas agradables. La primera: apenas quedaban seis libros en los anaqueles de la editorial, cuando pensábamos vender veinte o treinta. Problema irresoluble a no ser que… efectivamente, José Enrique tenía unos cuantos en su casa, pero vivía bien lejos de allí. Bueno, la segunda sorpresa era agradable y nos resolvería el problema. José Enrique tenía preparado un coche que nos llevara, y no un coche cualquiera, sino una fantástica limusina, conducida por el hijo de un amigo revolucionario que casualmente tenía unas horas libres y venía con su padre. Viajar en ella fue como ir en avión sobre el asfalto. Jamás había montado en un coche así. Con cámaras, radares que avisan de objetos cercanos, asientos masajeadores y la estrella de Mercedes guiándonos como a tres reyes magos hacia el humilde Portalón en donde antiguos pastores cansados nos esperarían para recibir la buena nueva. Otra extraña contradicción.
La tercera sorpresa fue desagradable. Nos encontramos el reservado vacío de invitados. Se había producido una confusión. Los tertulianos no vendrían ese día. Pero no lo voy a describir yo, el propio José Enrique lo había descrito ya en la primera página de su libro en una premonición maléfica: “Acodados en la barra, indiferentes y sumidos en el dulce ensueño que da el vino, encontré a los habituales parroquianos del lugar enfrascados en el silencio, ignorantes de sí y de todo cuanto les fuera ajeno (incluida la presentación, añado). Un murmullo informe de conversaciones brotaba del fondo, derramándose entre las mesas….”
De nada había servido la limusina, ni la caja de libros rescatada con esfuerzo y prisa, in extremis. La cuna del extraño viaje le negaba el auténtico bautismo laico que habíamos planeado. ¿Qué podíamos hacer? Metimos la caja de los libros debajo de la mesa y decidimos confundirnos con los parroquianos, acodados en la mesa, sumirnos en los dulces ensueños del vino, enfrascarnos en el silencio, para olvidar todo cuanto habíamos soñado unos minutos antes.
Pero nos quedaba una cuarta sorpresa positiva. De pronto fueron apareciendo algunos amigos míos que habían recibido la invitación por correo electrónico y otros suyos. Algunos de los venidos reconocieron a los parroquianos que, desde treinta años atrás, habían persistido con una extraña fidelidad al vino y al lugar a prueba de décadas. Entre unos y otros, no todos de la misma generación biológica, pero sí de la misma ideológica, se fue re-tejiendo una célula de complicidad. El vino esta vez ayudó a recordar y a reconocerse en la cooperación de antiguas batallas, en vivencias comunes, en mitos y amistades compartidas, en pisos francos, en redadas, escapadas milagrosas o tontas caídas. Salió a relucir un piso con bombas que nunca, afortunadamente, llegarían a estallar; se invocaron tiempos gloriosos en los que la pasión y el goce de pequeños fragmentos de libertad conquistada tenían la suficiente fuerza para dar sentido a la vida. Entonces fue cuando tuve la sensación de que la novela nos abducía. De que nos habíamos convertido en los personajes descritos en sus páginas: éramos meras sombras, producto de un extraño viaje al centro de la literatura. Y entonces fue cuando la voz de José Enrique adquirió potencia y, gesticulando, libro en mano, como en los tiempos en que los más lúcidos discursos salían de los rincones de los bares sucios, alzando la voz, concluyó la lectura que desgranaba, con estas palabras, escritas ya en su novela, refiriéndose a tiempos antiguos pero también, como el más prístino arte, a aquel instante: “Este sentimiento de abandono, mezcla también de incomprensión y hastío, me obligaba a insistir constantemente en una escena harto repetida: volver a las mismas calles, visitar nuevamente lugares descubiertos en su compañía, recalar en bares que me devolvieran –siquiera fuese brevemente− un eco fugaz de sus palabras, de su mirada, de su risa. No, ya nada volvería a ser como antes: ni las calles, ni las plazas, ni las gentes; ni siquiera el recuerdo… nada. Pero yo seguía invocándola, anhelando todavía un improbable regreso que, dentro de mí bien se sabía, jamás se produciría.”
No sé por qué me afectó tanto. En realidad, toda esa época que ahora vibraba en el tuétano de mis huesos, la había vivido en Granada. Pero era igual, exactamente igual. Los bares eran idénticos, el tejido amistoso el mismo, los miedos e ilusiones idénticos… desembocando en el argumento de la novela: una historia de amor devastado, una sociedad destejida, una camaradería moribunda por el plaguicida de la droga o de la ambición ciega, una ciudad demacrada… o simplemente un momento tonto. El caso es que no pude contener las lágrimas. Lo que no sé es si lloraba de pena por lo perdido, de alegría por lo reencontrado o de esperanza… o de emoción porque todo aquello estaba latente en los libros que comenzaron a venderse. Fue una extraña presentación que da sentido y alas al libro… y a la vida.
NOTA: En el blog titulado Besos.com se pueden leer los anteriores artículos de José Membrive, clasificados tanto por temas (vivencias, creación, sociedad, labor editorial, autores) como cronológicamente.