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"El futuro ya está aquí y lo pretérito no acaba de consumirse, de consumarse" (Justo Serna)

"El futuro ya está aquí y lo pretérito no acaba de consumirse, de consumarse" (Justo Serna)



Julián Casanova

Julián Casanova

José Luis Ibáñez Salas Fuente de la foto: curioria.blogspot.com)

José Luis Ibáñez Salas Fuente de la foto: curioria.blogspot.com)


Tribuna/Tribuna libre
La historia: caos, orden, proceso y contexto
Por Justo Serna, jueves, 17 de octubre de 2013
La historia es una disciplina de conocimiento y es a la vez el objeto que investigan sus oficiantes: esos practicantes del pasado que precisamente llamamos historiadores. El mismo rótulo designa el nombre y la cosa, el conocimiento y el objeto de conocimiento, de modo que el historiador estudia la historia. O, en otros términos, el pasado es la historia y ésta es la profesión de quienes investigan el tiempo pretérito. ¿Sirven para algo los historiadores? ¿Producen algún rendimiento social o colectivo? Acabo de leer las obras de dos historiadores: Julián Casanova (España partida en dos. Breve historia de la guerra civil española) y José Luis Ibáñez Salas (El franquismo). Y he salido bien parado como lector: entretenido, angustiado y con abundantes conocimientos. Esos conocimientos son de épocas pasadas, de la Guerra Civil y del Franquismo. ¿Algo remoto, completamente olvidado? Por supuesto que no: la esfera pública de hoy sigue remitiendo a dichos fenómenos históricos, que aún están en los discursos políticos. Pero el interés de ambos libros no se limita a su actualidad. La historia nos ensancha la perspectiva. Saber más de ese tiempo pretérito o de otro nos permite gobernarnos mejor, conducirnos con mayor sensatez y juicio. Si sabes lo que hicieron los antepasados, es probable que sus errores o aciertos te sirvan de enseñanza. Eso no te libra de elegir, de errar o de atinar. Pero el estudio desapasionado del pasado te proporciona información y raciocinio. Desapasionado no es desinteresado: yo leo sobre el pasado con mucho interés, por puro interés, por interés propio. Pero procuro guardarme mis rencores a la hora de aprender. Las obras de Casanova e Ibáñez tratan del General Franco, de sus andanzas guerreras y de la institucionalización de su dictadura en España. Son volúmenes muy distintos, pero ambos me procuran placer intelectual y conocimiento, no venganzas o reparaciones. Tampoco resignaciones.

El primer libro lleva por título España partida en dos. Breve historia de la guerra civil española, cuyo autor --como digo-- es Julián Casanova. Es una síntesis sencillamente espléndida, una obra bien resuelta, pensada para el lector, con una prosa persuasiva y con un ritmo trepidante. El segundo libro tiene un rótulo más descriptivo: El franquismo, de José Luis Ibáñez Salas. También es una síntesis histórica del régimen del Generalísimo, muy armada, eficazmente resuelta y concebida para servicio de los lectores. El primer autor es catedrático de historia contemporánea, con numerosas investigaciones en su haber en las que ha probado su valía y habilidad; el segundo aparte de ser historiador es editor, y este libro es su primera obra, un texto erudito y maduro. Ambas obras, muy diferentes ente sí, son perfectamente válidas para entender la función social de la historia y para captar el papel que desempeñan quienes se dedican profesionalmente al estudio del pasado.

 

El futuro ya está aquí y lo pretérito no acaba de consumirse, de consumarse. Vivimos en un presente continuo en el que las cosas no parecen ocurrir sucesivamente, sino simultáneamente, algo asfixiante para nuestra capacidad, tan limitada. Carecemos de una racionalidad olímpica, según señaló una y otra vez Herbert A. Simon. No somos agentes que puedan tomar decisiones sin obstáculo o limitación. Ésa es una incertidumbre que nos angustia hoy más que nunca. Es tal el cúmulo de informaciones, de datos, de rumores, muchos de ellos absolutamente contradictorios, que podemos renunciar al tiempo y al saber, al orden que fija los conocimientos y la jerarquía de los hechos. Todo puede resultar equivalente y lo nuevo desplaza a lo viejo sin que lo viejo haya dado su fruto. Un charlista parece tener el mismo estatus que un investigador, y un historiador parece tener el mismo derecho que un amateur. Nuestra discordia actual tiene diferentes causas, pero una de ellas procede del éxito del pseudohistoria en España, esos ensayos que son panfletos y que perturban más que educan. Arrastramos una carencia ilustrada. Parece como si el público premiara a quienes con estrépito confunden. Confunden para provecho ideológico. Pero los historiadores tienen parte de responsabilidad. Si se desatiende la divulgación, la alta divulgación, otros vendrán para suplir esa necesidad. Si la buena prosa no es obligación de los historiadores, entonces cualquier superchería aceptablemente entretenida puede pasar como historia y realidad. Todo se alía y se confunde, pero la disciplina pone orden en el pasado y en el presente.

 

¿Qué sucede, qué es lo real? ¿Lo que ocurre o lo que nos muestran? La pregunta es ociosa en un sociedad mediática: nos plantea un falso dilema. ¿Qué es un objeto real? ¿Qué es un hecho real?, se preguntaba Clément Rosset. Todo lo que tiene una existencia real es aquello que captamos singularmente, sin representación, sin mediación, sin espejo, admite Rosset. Pero, por ello mismo, “el objeto real es en efecto invisible, o más exactamente incognoscible e inapreciable, precisamente en la medida en que es singular, esto es, en la medida en que ninguna representación puede sugerir su conocimiento o apreciación mediante la réplica”. Pero vivimos en un mundo de réplicas, de espejos que se reflejan mutuamente sin que sepamos cuál es el referente original. Toda recreación de lo real falsea propiamente lo real representado o reproducido, lo vela con un significado añadido, resaltado o sesgado (según los casos),  haciendo de su duplicación una metáfora. Si lo real es la identidad absoluta, la singularidad, entonces no puede haber lo mismo duplicado: sólo será una ilusión. Alto, que no todo es equiparable...

 

¿Entonces? Vivimos, insisto, en un irremediable mundo de réplicas, de espejos, sin que sea posible desprenderse de esa duplicación exponencial. Lo que pasa es lo que pasa en las pantallas: lo real duplicado en esas pantallas que reúnen a públicos diversos, a espectadores diseminados que comparten unas mismas imágenes o vivencias, unas mismas ilusiones. Salvo que te desconectes o salvo que te alejes de tu entorno personal, no hay modo de escapar de esa red audiovisual. ¿Algo que lamentar? No es posible una vuelta atrás: no es sensato creer que podemos prescindir de lo real mediático, de lo real duplicado. Lo que unos ven es objeto de comentario, y eso de lo que se habla sirve para establecer lo real hablado, el temario de lo contemporáneo, de lo actual: de lo comentado. Más que proponerse una robinsonada imposible (solo, sin asideros, sin contacto), es preferible aprender a conducirse en un universo noticiero que está hecho de lo relevante y de lo irrelevante, de lo real y de su réplica, del pasado y del presente, de su mezcla delirante.

 

Como admite Gilles Lipovetsky, “el papel de la escuela será primordial para aprender a situarse en la hipertrofia informativa”, para aprender a discernir. El papel de la escuela, el papel del maestro, del profesor, del sabio incluso. Debemos manejarnos con noticias muy variadas que se hacen públicas con intenciones muy diversas. No hay un mundo del que se informe, sino que hay una información a la que se le busca confirmación real, corroborando lo ya sabido de antemano. Debemos interpretar simultáneamente lo distinto, lo previsto o lo imprevisto. Desde luego, estos aprendizajes son retos imprescindibles.

 

“Uno de los grandes desafíos del siglo XXI”, añade Lipovetsky en La sociedad de la decepción, ”será inventar nuevos sistemas de formación intelectual”. Lo distinto no es lo distante, sino lo conexo, lo vecino. Vivimos, en efecto, en la suma de las noticias: cosas varias se adicionan aturdiéndonos. El resultado es un caos informativo de datos heterogéneos que, yuxtapuestos, provocan un efecto, un estado de ánimo, una impresión: rehacen lo real, sin que sepamos muy bien qué es eso que llamamos lo real.

 

¿Qué es la cultura? Abreviaré: la cultura es un esquema general de funcionamiento o, si prefieren la metáfora, una falsilla con la que escribir recto. La cultura es una suma de códigos de intervención, un repertorio de modelos de percepción, de significación, de imaginación, de acción con los que afrontamos el mundo, un mundo real o virtual, auténtico o inventado.

 

Con la cultura aprendemos las reglas que nos vienen dadas, las normas que otros adoptaron y los valores que otros idearon o aceptaron, las prescripciones y prohibiciones que se revelaron eficaces y cuya aplicación ahora, en el tiempo presente, nos será útil para desenvolvernos. Unos y otros nos observamos y, gracias a indicios múltiples, muchos de nuestros actos son previsibles. En efecto, la cultura es un conjunto de expectativas que hemos ido aprendiendo y que nos sirven para reducir la incertidumbre. Cultura es, así, suma de tradiciones: esos esquemas de percepción, de significación, de imaginación, de acción. La religión cumple un papel fundamental en el orden cultural y, por tanto, durante siglos –qué digo siglos: durante milenios– ha proporcionado claves de conducta para el creyente, esquemas operativos e indiscutibles. La religión instituye una comunidad moral que obliga a sus miembros. Pero la religión también dispensa sentido: el catolicismo, por ejemplo, ordena las cosas, encaja los hechos, traza parentescos entre cosas del pasado y del presente y hace vivir con la esperanza escatológica del Juicio Final. Cada uno recibirá su merecido y Dios examinará el pecado y las faltas. Eso es cultura o, en términos de Sigmund Freud, un delirio colectivo.

 

Pero regresemos a la cultura. Ésta se inserta en el proceso histórico, que es cambiante: no todo se transforma, desde luego. Hay rasgos de la naturaleza humana que perduran y hay hechos propiamente históricos que son de larga duración, que permanecen casi inmóviles por debajo de la espuma de los acontecimientos, que diría Fernand Braudel. Ahora bien, hay aspectos que mudan profundamente, que sufren un trastorno manifiesto. Es entonces cuando ciertas prescripciones o prohibiciones culturales pueden quedar obsoletas. Si el cambio es repentino o se consuma en poco tiempo, los individuos nos vemos forzados a reinventar parte de las reglas, normas y valores de que nos habíamos servido, esas convenciones que ordenaban los actos posibles en cada una de las esferas en que nos movíamos. La educación –es decir, la transmisión cultural-- nos ayuda a identificar y a aprender la naturaleza de dichos espacios, permitiéndonos reconocer cuáles son las conductas correctas en cada una de dicha esferas.  Vivimos transitando entre marcos de acción, decía Erving Goffman, que son lugares con códigos de conducta reglamentaria o aceptable, fijados de antemano. Sin embargo, hay momentos en la vida y en la historia en que casi todo deja de funcionar según lo supuesto. Un cataclismo, una revolución, una guerra o, simplemente, un profundo cambio tecnológico alteran la marcha ordinaria de las cosas: ya no parece haber previsión que razonablemente anticipe ni expectativa que se cumpla exactamente. Entonces, es frecuente que se viva con azoro o con angustia lo que es un presente ingobernable o un futuro incierto.

 

En los años treinta del siglo XX, España vive un trastorno, no muy diferente del que se padecía en otras economías y sociedades. El viejo mundo burgués se derrumba, las clases populares ocupan el espacio, las ideologías encuadran, alientan y, en los peores casos, intoxican. La vida urbana se impone, las masas hacen acto de presencia y las convulsiones son constantes. En esas circunstancias, los individuos necesitan referencias que ordenen. Entonces y ahora. Entonces con una violencia política muy extendida y ahora con un desconcierto creciente. El Franquismo será, entre otras cosas, un dique de contención de inspiración fascista, tradicionalista y nacionalcatólica, un freno antiliberal, antidemocrático, antisocialista, anticomunista. Gracias a la Guerra Fría, gracias al contexto internacional, esa anormalidad se perpetúa durante décadas. Saber estas cosas no es baladí. Todavía somos deudores de ese pasado, que se mezcla con las políticas del presente.

 

Es por eso por lo que debemos orientarnos en una realidad que nos sobrepasa, de flujo incesante y caótico. Necesitamos criterios de distinción para discernir, para separar lo destacado de lo irrelevante, para averiguar qué pasado ha de conocerse. Y necesitamos la experiencia informada, el tanteo de quién se documenta y con mano firme nos guía. No hay moral que todo lo abarque,  como tampoco hay ciencia que todo lo alcance. Los expertos nos auxilian en sus campos limitados y de su conocimiento técnico sacamos provecho. Uno puede ser conocedor de una minucia sin consecuencias, aunque quizá válida para el desarrollo humano. Y uno puede ser especialista en materias que aún laten, que todavía se nos imponen colectivamente. Ésos son los casos de la Guerra Civil y del Franquismo. En dicha circunstancia, el experto contrae una grave responsabilidad. Ha de acotar su objeto, ha de abastecerse con las mejores informaciones y ha de repartir el saber a manos llenas, anticipando las consecuencias del conocimiento social, los efectos de la divulgación.

 

“Un hombre está de pie, sin sombrero y con un abrigo negro, sobre una roca alta, de espaldas a nosotros y se apoya en un bastón para resistir el viento que le agita y le enmaraña el pelo. Ante él se extiende un paisaje envuelto en niebla, en el que apenas se divisan parcialmente formas fantásticas de promontorios más lejanos”, dice John Lewis Gaddis en El paisaje de la historia. Describe breve, parcialmente, El caminante ante un mar de niebla (1818), de Caspar David Friedrich. Que en 1818 David pintara lo concreto frente a lo indeterminado, casi abstracto –lo finito frente a lo infinito–, era una manera de expresar lo sublime: el yo se extiende nebulosamente sin que sepamos con precisión qué contiene y dónde acaba. Que en 2013 repitamos el motivo del observador ante la naturaleza embravecida  o indeterminada sólo es una concesión al tópico, un lugar común... útil, pues detalla la zozobra de tantos y tantos ante la incertidumbre: un hombre rodeado de lo indómito parece hablar de la soledad y de la determinación. De lo que ha ocurrido y no vislumbra bien.

 

Estamos rodeados de lo que parece indescifrable, de ese pasado que aún está sin cerrarse. ¿Qué pueden hacer los historiadores para aliviar esa incertidumbre y sobre todo para proporcionar respuestas racionales? No es cuestión secundaria, pero antes deberíamos preguntarnos qué es un historiador. Permítanme esta pedantería etimológica. El origen de la palabra ya lo dice todo: 'histor', en griego clásico, significa el que sabe, el que ve, el que investiga.

 

Un 'histor' es alguien que observa y justamente porque observa está en disposición de relacionar hechos humanos. Es alguien que procura documentarse para tal fin. Es alguien que busca testimonios para obtener versiones de esos acontecimientos.

 

El 'histor' sabe que no todos saben lo mismo, que no todos dicen lo mismo, que no todos conciben lo mismo. Es por eso por lo que ha de recopilar datos y relatos. ¿Para qué? Para poner en orden las informaciones y para contar las cosas con la mayor imparcialidad posible, con la mayor erudición posible. Con el máximo de rigor, vaya.

 

Tener una visión fundamentada del pasado te ayuda a sobrevivir, a soportar mejor lo que pasa. Tener un relato documentado de lo pretérito te alivia y te complica. Te alivia porque te hace ver que muchos de tus problemas son equivalentes o parecidos a los de los antecesores. Eso no significa que te consueles. Significa que tu crisis o tu dolor no son novedades jamás vistas. Los antepasados tuvieron que soportar ultrajes mayores, estrecheces inconcebibles, persecuciones sin cuento.

 

Conocer todo eso no te hace resignarte, pues te hace ver los problemas en contexto y en proceso. Pero conocer todo eso, según decía más arriba, te complica. Cuando crees saber por qué pasa lo que pasa, cuando crees saber cuál es el proceso y el contexto de lo que ocurre, entonces –justamente entonces— descubres que la realidad humana, la realidad histórica, está sometida a factores diversos; descubres que no hay una causa que todo lo explique; descubres que hay una parte previsible en el comportamiento individual y colectivo y que hay un lado azaroso, impredecible, en los actos humanos. Hacemos cosas con un fin, con una meta. ¿Y…? Como hay otros que también las hacen, la composición o el resultado no siempre pueden profetizarse.

 

¿Tienen algo que decir los historiadores? O en otros términos: ¿pueden los historiadores anticipar lo que nos va a ocurrir? Si saben tanto del pasado, algo podrán predecir, ¿no es cierto? Los investigadores que han acumulado datos e informes de los hechos pretéritos aventuran un discurrir posible, pero a la vez sospechan el fracaso de sus predicciones. Lo que los humanos hagan dependerá de lo que quieran hacer y sobre todo de la composición y de los efectos imprevisibles que tengan sus actos sumados. En realidad, los historiadores no predicen nada. Cuando reúnen información contrastada, datos fidedignos, fuentes fiables, los investigadores únicamente se atreven a aventurar el pasado.

 

Eso es precisamente lo que ocurre con las obras de Julián Casanova y José Luis Ibáñez Salas. Por mucho que uno esté informado, con sus libros tenemos la impresión de estar aprendiendo, de estar reviviendo lo que nuestros antepasados o nosotros mismos experimentamos al final de la dictadura. Tenemos la certidumbre de sus páginas nos sirven para orientarnos, más allá de estrépitos o predicciones. La prosa de Casanova atrapa desde la primera línea. Se nota su habilidad y se aprecia su contacto con los mass media. Hay en él el gusto de la narración, aprendido aquí, con la literatura a la que el autor no le hace ascos, y aprendido en Gran Bretaña, en donde un historiador es sobre todo alguien que cuenta convincentemente una historia. Los acontecimientos avanzan con la angustia del que sabe lo que va a suceder. Entretanto, Casanova examina, estudia, expone, aventura. La prosa de Ibáñez Salas es chispeante e incluso se permite ciertos coloquialismos, generalmente bienvenidos. Recapitula periódicamente y le pone orden cronológico a su crónica del Franquismo. Uno quiere saber más, adentrarse más, averiguar más. Buena señal: eso quiere decir que Ibáñez Salas ha provocado nuestro interés, nuestra atención.

 

Pero lo más importante es la seriedad de la divulgación, la pertinencia de suministrar datos ordenados, con significado, en su proceso más amplio. Tenemos a dos observadores aupados a una colina desde la que divisan con claridad y dificultad lo que ocurrió y lo que nos ocurre. Estos libros nos auxilian en el presente, este presente duplicado, reflejado, multiplicado: este presente que tiene el pasado como su doble. Nos auxilia, sí, pero no sólo porque nos aclaren trayectorias remotas, sino porque nos precisan los cargos, los lastres de la actualidad. Todo se entrevera, todo se mezcla, y ciertos pseudohistoriadores nos aturden. Es posible salir de la confusión. Con buenas síntesis, con ensayos precisos, con prosa convincente podremos superar los malos modos, las malas maneras del pasado-ficción. Justamente sabremos lo que hacemos con la historia. Tendremos criterio, nuevos criterios de formación intelectual.
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