El
primer libro lleva por título España partida en
dos. Breve historia de la guerra civil española,
cuyo autor --como digo-- es Julián Casanova. Es una síntesis sencillamente
espléndida, una obra bien resuelta, pensada para el lector, con una prosa
persuasiva y con un ritmo trepidante. El segundo libro tiene un rótulo más
descriptivo: El
franquismo, de José Luis Ibáñez Salas. También es
una síntesis histórica del régimen del Generalísimo, muy armada, eficazmente
resuelta y concebida para servicio de los lectores. El primer autor es
catedrático de historia contemporánea, con numerosas investigaciones en su haber
en las que ha probado su valía y habilidad; el segundo aparte de ser historiador
es editor, y este libro es su primera obra, un texto erudito y maduro. Ambas
obras, muy diferentes ente sí, son perfectamente válidas para entender la
función social de la historia y para captar el papel que desempeñan quienes se
dedican profesionalmente al estudio del pasado.
El
futuro ya está aquí y lo pretérito no acaba de consumirse, de consumarse.
Vivimos en un presente continuo en el que las cosas no parecen ocurrir
sucesivamente, sino simultáneamente, algo asfixiante para nuestra capacidad, tan
limitada. Carecemos de una racionalidad olímpica, según señaló una y otra vez
Herbert A. Simon. No somos agentes que puedan tomar decisiones sin obstáculo o
limitación. Ésa es una incertidumbre que nos angustia hoy más que nunca. Es tal
el cúmulo de informaciones, de datos, de rumores, muchos de ellos absolutamente
contradictorios, que podemos renunciar al tiempo y al saber, al orden que fija
los conocimientos y la jerarquía de los hechos. Todo puede resultar equivalente
y lo nuevo desplaza a lo viejo sin que lo viejo haya dado su fruto. Un charlista
parece tener el mismo estatus que un investigador, y un historiador parece tener
el mismo derecho que un amateur. Nuestra discordia actual tiene diferentes
causas, pero una de ellas procede del éxito del pseudohistoria en España, esos
ensayos que son panfletos y que perturban más que educan. Arrastramos una
carencia ilustrada. Parece como si el público premiara a quienes con estrépito
confunden. Confunden para provecho ideológico. Pero los historiadores tienen
parte de responsabilidad. Si se desatiende la divulgación, la alta divulgación,
otros vendrán para suplir esa necesidad. Si la buena prosa no es obligación de
los historiadores, entonces cualquier superchería aceptablemente entretenida
puede pasar como historia y realidad. Todo se alía y se confunde, pero la
disciplina pone orden en el pasado y en el presente.
¿Qué
sucede, qué es lo real? ¿Lo que ocurre o lo que nos muestran? La pregunta es
ociosa en un sociedad mediática: nos plantea un falso dilema. ¿Qué es un objeto
real? ¿Qué es un hecho real?, se preguntaba Clément Rosset. Todo lo que tiene
una existencia real es aquello que captamos singularmente, sin representación,
sin mediación, sin espejo, admite Rosset. Pero, por ello mismo, “el objeto real
es en efecto invisible, o más exactamente incognoscible e inapreciable,
precisamente en la medida en que es singular, esto es, en la medida en que
ninguna representación puede sugerir su conocimiento o apreciación mediante la
réplica”. Pero vivimos en un mundo de réplicas, de espejos que se reflejan
mutuamente sin que sepamos cuál es el referente original. Toda recreación de lo
real falsea propiamente lo real representado o reproducido, lo vela con un
significado añadido, resaltado o sesgado (según los casos), haciendo de su duplicación una metáfora.
Si lo real es la identidad absoluta, la singularidad, entonces no puede haber lo
mismo duplicado: sólo será una ilusión. Alto, que no todo es
equiparable...
¿Entonces?
Vivimos, insisto, en un irremediable mundo de réplicas, de espejos, sin que sea
posible desprenderse de esa duplicación exponencial. Lo que pasa es lo que pasa
en las pantallas: lo real duplicado en esas pantallas que reúnen a públicos
diversos, a espectadores diseminados que comparten unas mismas imágenes o
vivencias, unas mismas ilusiones. Salvo que te desconectes o salvo que te alejes
de tu entorno personal, no hay modo de escapar de esa red audiovisual. ¿Algo que
lamentar? No es posible una vuelta atrás: no es sensato creer que podemos
prescindir de lo real mediático, de lo real duplicado. Lo que unos ven es objeto
de comentario, y eso de lo que se habla sirve para establecer lo real hablado,
el temario de lo contemporáneo, de lo actual: de lo comentado. Más que
proponerse una robinsonada imposible (solo, sin asideros, sin contacto), es
preferible aprender a conducirse en un universo noticiero que está hecho de lo
relevante y de lo irrelevante, de lo real y de su réplica, del pasado y del
presente, de su mezcla delirante.
Como
admite Gilles Lipovetsky, “el papel de la escuela será primordial para aprender
a situarse en la hipertrofia informativa”, para aprender a discernir. El papel
de la escuela, el papel del maestro, del profesor, del sabio incluso. Debemos
manejarnos con noticias muy variadas que se hacen públicas con intenciones muy
diversas. No hay un mundo del que se informe, sino que hay una información a la
que se le busca confirmación real, corroborando lo ya sabido de antemano.
Debemos interpretar simultáneamente lo distinto, lo previsto o lo imprevisto.
Desde luego, estos aprendizajes son retos imprescindibles.
“Uno
de los grandes desafíos del siglo XXI”, añade Lipovetsky en La sociedad de la decepción, ”será
inventar nuevos sistemas de formación intelectual”. Lo distinto no es lo
distante, sino lo conexo, lo vecino. Vivimos, en efecto, en la suma de las
noticias: cosas varias se adicionan aturdiéndonos. El resultado es un caos
informativo de datos heterogéneos que, yuxtapuestos, provocan un efecto, un
estado de ánimo, una impresión: rehacen lo real, sin que sepamos muy bien qué es
eso que llamamos lo real.
¿Qué
es la cultura? Abreviaré: la cultura es un esquema general de funcionamiento o,
si prefieren la metáfora, una falsilla con la que escribir recto. La cultura es
una suma de códigos de intervención, un repertorio de modelos de percepción, de
significación, de imaginación, de acción con los que afrontamos el mundo, un
mundo real o virtual, auténtico o inventado.
Con
la cultura aprendemos las reglas que nos vienen dadas, las normas que otros
adoptaron y los valores que otros idearon o aceptaron, las prescripciones y
prohibiciones que se revelaron eficaces y cuya aplicación ahora, en el tiempo
presente, nos será útil para desenvolvernos. Unos y otros nos observamos y,
gracias a indicios múltiples, muchos de nuestros actos son previsibles. En
efecto, la cultura es un conjunto de expectativas que hemos ido aprendiendo y
que nos sirven para reducir la incertidumbre. Cultura es, así, suma de
tradiciones: esos esquemas de percepción, de significación, de imaginación, de
acción. La religión cumple un papel fundamental en el orden cultural y, por
tanto, durante siglos –qué digo siglos: durante milenios– ha proporcionado
claves de conducta para el creyente, esquemas operativos e indiscutibles. La
religión instituye una comunidad moral que obliga a sus miembros. Pero la
religión también dispensa sentido: el catolicismo, por ejemplo, ordena las
cosas, encaja los hechos, traza parentescos entre cosas del pasado y del
presente y hace vivir con la esperanza escatológica del Juicio Final. Cada uno
recibirá su merecido y Dios examinará el pecado y las faltas. Eso es cultura o,
en términos de Sigmund Freud, un delirio colectivo.
Pero
regresemos a la cultura. Ésta se inserta en el proceso histórico, que es
cambiante: no todo se transforma, desde luego. Hay rasgos de la naturaleza
humana que perduran y hay hechos propiamente históricos que son de larga
duración, que permanecen casi inmóviles por debajo de la espuma de los
acontecimientos, que diría Fernand Braudel. Ahora bien, hay aspectos que mudan
profundamente, que sufren un trastorno manifiesto. Es entonces cuando ciertas
prescripciones o prohibiciones culturales pueden quedar obsoletas. Si el cambio
es repentino o se consuma en poco tiempo, los individuos nos vemos forzados a
reinventar parte de las reglas, normas y valores de que nos habíamos servido,
esas convenciones que ordenaban los actos posibles en cada una de las esferas en
que nos movíamos. La educación –es decir, la transmisión cultural-- nos ayuda a
identificar y a aprender la naturaleza de dichos espacios, permitiéndonos
reconocer cuáles son las conductas correctas en cada una de dicha esferas. Vivimos transitando entre marcos de
acción, decía Erving Goffman, que son lugares con códigos de conducta
reglamentaria o aceptable, fijados de antemano. Sin embargo, hay momentos en la
vida y en la historia en que casi todo deja de funcionar según lo supuesto. Un
cataclismo, una revolución, una guerra o, simplemente, un profundo cambio
tecnológico alteran la marcha ordinaria de las cosas: ya no parece haber
previsión que razonablemente anticipe ni expectativa que se cumpla exactamente.
Entonces, es frecuente que se viva con azoro o con angustia lo que es un
presente ingobernable o un futuro incierto.
En
los años treinta del siglo XX, España vive un trastorno, no muy diferente del
que se padecía en otras economías y sociedades. El viejo mundo burgués se
derrumba, las clases populares ocupan el espacio, las ideologías encuadran,
alientan y, en los peores casos, intoxican. La vida urbana se impone, las masas
hacen acto de presencia y las convulsiones son constantes. En esas
circunstancias, los individuos necesitan referencias que ordenen. Entonces y
ahora. Entonces con una violencia política muy extendida y ahora con un
desconcierto creciente. El Franquismo será, entre otras cosas, un dique de
contención de inspiración fascista, tradicionalista y nacionalcatólica, un freno
antiliberal, antidemocrático, antisocialista, anticomunista. Gracias a la Guerra
Fría, gracias al contexto internacional, esa anormalidad se perpetúa durante
décadas. Saber estas cosas no es baladí. Todavía somos deudores de ese pasado,
que se mezcla con las políticas del presente.
Es
por eso por lo que debemos orientarnos en una realidad que nos sobrepasa, de
flujo incesante y caótico. Necesitamos criterios de distinción para discernir,
para separar lo destacado de lo irrelevante, para averiguar qué pasado ha de
conocerse. Y necesitamos la experiencia informada, el tanteo de quién se
documenta y con mano firme nos guía. No hay moral que todo lo abarque, como tampoco hay ciencia que todo lo
alcance. Los expertos nos auxilian en sus campos limitados y de su conocimiento
técnico sacamos provecho. Uno puede ser conocedor de una minucia sin
consecuencias, aunque quizá válida para el desarrollo humano. Y uno puede ser
especialista en materias que aún laten, que todavía se nos imponen
colectivamente. Ésos son los casos de la Guerra Civil y del Franquismo. En dicha
circunstancia, el experto contrae una grave responsabilidad. Ha de acotar su
objeto, ha de abastecerse con las mejores informaciones y ha de repartir el
saber a manos llenas, anticipando las consecuencias del conocimiento social, los
efectos de la divulgación.
“Un
hombre está de pie, sin sombrero y con un abrigo negro, sobre una roca alta, de
espaldas a nosotros y se apoya en un bastón para resistir el viento que le agita
y le enmaraña el pelo. Ante él se extiende un paisaje envuelto en niebla, en el
que apenas se divisan parcialmente formas fantásticas de promontorios más
lejanos”, dice John Lewis Gaddis en El
paisaje de la historia. Describe breve, parcialmente, El caminante ante
un mar de niebla (1818), de Caspar David
Friedrich. Que en 1818 David pintara lo concreto frente a lo indeterminado, casi
abstracto –lo finito frente a lo infinito–, era una manera de expresar lo
sublime: el yo se extiende nebulosamente sin que sepamos con precisión qué
contiene y dónde acaba. Que en 2013 repitamos el motivo del observador ante la
naturaleza embravecida o
indeterminada sólo es una concesión al tópico, un lugar común... útil, pues
detalla la zozobra de tantos y tantos ante la incertidumbre: un hombre rodeado
de lo indómito parece hablar de la soledad y de la determinación. De lo que ha
ocurrido y no vislumbra bien.
Estamos
rodeados de lo que parece indescifrable, de ese pasado que aún está sin
cerrarse. ¿Qué pueden hacer los historiadores para aliviar esa incertidumbre y
sobre todo para proporcionar respuestas racionales? No es cuestión secundaria,
pero antes deberíamos preguntarnos qué es un historiador. Permítanme esta
pedantería etimológica. El origen de la palabra ya lo dice todo: 'histor', en
griego clásico, significa el que sabe, el que ve, el que
investiga.
Un
'histor' es alguien que observa y justamente porque observa está en disposición
de relacionar hechos humanos. Es alguien que procura documentarse para tal fin.
Es alguien que busca testimonios para obtener versiones de esos
acontecimientos.
El
'histor' sabe que no todos saben lo mismo, que no todos dicen lo mismo, que no
todos conciben lo mismo. Es por eso por lo que ha de recopilar datos y relatos.
¿Para qué? Para poner en orden las informaciones y para contar las cosas con la
mayor imparcialidad posible, con la mayor erudición posible. Con el máximo de
rigor, vaya.
Tener
una visión fundamentada del pasado te ayuda a sobrevivir, a soportar mejor lo
que pasa. Tener un relato documentado de lo pretérito te alivia y te complica.
Te alivia porque te hace ver que muchos de tus problemas son equivalentes o
parecidos a los de los antecesores. Eso no significa que te consueles. Significa
que tu crisis o tu dolor no son novedades jamás vistas. Los antepasados tuvieron
que soportar ultrajes mayores, estrecheces inconcebibles, persecuciones sin
cuento.
Conocer
todo eso no te hace resignarte, pues te hace ver los problemas en contexto y en
proceso. Pero conocer todo eso, según decía más arriba, te complica. Cuando
crees saber por qué pasa lo que pasa, cuando crees saber cuál es el proceso y el
contexto de lo que ocurre, entonces –justamente entonces— descubres que la
realidad humana, la realidad histórica, está sometida a factores diversos;
descubres que no hay una causa que todo lo explique; descubres que hay una parte
previsible en el comportamiento individual y colectivo y que hay un lado
azaroso, impredecible, en los actos humanos. Hacemos cosas con un fin, con una
meta. ¿Y…? Como hay otros que también las hacen, la composición o el resultado
no siempre pueden profetizarse.
¿Tienen
algo que decir los historiadores? O en otros términos: ¿pueden los historiadores
anticipar lo que nos va a ocurrir? Si saben tanto del pasado, algo podrán
predecir, ¿no es cierto? Los investigadores que han acumulado datos e informes
de los hechos pretéritos aventuran un discurrir posible, pero a la vez sospechan
el fracaso de sus predicciones. Lo que los humanos hagan dependerá de lo que
quieran hacer y sobre todo de la composición y de los efectos imprevisibles que
tengan sus actos sumados. En realidad, los historiadores no predicen nada.
Cuando reúnen información contrastada, datos fidedignos, fuentes fiables, los
investigadores únicamente se atreven a aventurar el
pasado.
Eso
es precisamente lo que ocurre con las obras de Julián Casanova y José Luis
Ibáñez Salas. Por mucho que uno esté informado, con sus libros tenemos la
impresión de estar aprendiendo, de estar reviviendo lo que nuestros antepasados
o nosotros mismos experimentamos al final de la dictadura. Tenemos la
certidumbre de sus páginas nos sirven para orientarnos, más allá de estrépitos o
predicciones. La prosa de Casanova atrapa desde la primera línea. Se nota su
habilidad y se aprecia su contacto con los mass media. Hay en él el gusto de la
narración, aprendido aquí, con la literatura a la que el autor no le hace ascos,
y aprendido en Gran Bretaña, en donde un historiador es sobre todo alguien que
cuenta convincentemente una historia. Los acontecimientos avanzan con la
angustia del que sabe lo que va a suceder. Entretanto, Casanova examina,
estudia, expone, aventura. La prosa de Ibáñez Salas es chispeante e incluso se
permite ciertos coloquialismos, generalmente bienvenidos. Recapitula
periódicamente y le pone orden cronológico a su crónica del Franquismo. Uno
quiere saber más, adentrarse más, averiguar más. Buena señal: eso quiere decir
que Ibáñez Salas ha provocado nuestro interés, nuestra atención.
Pero
lo más importante es la seriedad de la divulgación, la pertinencia de
suministrar datos ordenados, con significado, en su proceso más amplio. Tenemos
a dos observadores aupados a una colina desde la que divisan con claridad y
dificultad lo que ocurrió y lo que nos ocurre. Estos libros nos auxilian en el
presente, este presente duplicado, reflejado, multiplicado: este presente que
tiene el pasado como su doble. Nos auxilia, sí, pero no sólo porque nos aclaren
trayectorias remotas, sino porque nos precisan los cargos, los lastres de la
actualidad. Todo se entrevera, todo se mezcla, y ciertos pseudohistoriadores nos
aturden. Es posible salir de la confusión. Con buenas síntesis, con ensayos
precisos, con prosa convincente podremos superar los malos modos, las malas
maneras del pasado-ficción. Justamente sabremos lo que hacemos con la historia.
Tendremos criterio, nuevos criterios de formación
intelectual.