I
Un padre y una hija, ahí están: él
rubio, bello, sonriente; ella desmañada, pecosa, asustada. Él elegante y
descuidado, con las medias caídas y la peluca encajada de lado; ella encerrada
en un jubón amaranto que hace resaltar su cutis color
cera.
La niña sigue a través del espejo al
padre que, agachado, se ajusta sobre las pantorrillas las medias blancas. La
boca está en movimiento, pero el sonido de las palabras no la alcanza, se pierde
antes de llegar a sus oídos, casi como si la distancia visible que los separa
fuese tan sólo un tropiezo de la mirada. Parecen cercanos, pero están a mil
leguas de distancia.
La niña escruta los labios del padre
que ahora se mueven más deprisa para saludar a la señora madre, que baje con él
al patio, que suba a la carroza porque, como de costumbre, llevan
retraso.
Mientras tanto Raffaele Cuffa, que
camina, cuando está en la casa rural, como un zorro, con pasos ligeros y
cautelosos, se ha acercado al duque Signoretto y le tiende una ancha canasta de
mimbre trenzado sobre la que se destaca una cruz blanca.
El duque abre la tapa con un leve
movimiento de la muñeca que la hija reconoce como uno de sus gestos más
habituales: es el ademán de fastidio con que echa a un lado las cosas que lo
aburren. Esa mano indolente y sensual se mete entre los paños bien planchados,
se estremece al contacto del gélido crucifijo de plata, da un apretón a la
bolsita llena de monedas y luego se desliza afuera veloz. A un gesto, Raffaele
Cuffa se apresura a volver a cerrar la cesta. Ahora se trata sólo de hacer
correr los caballos hasta Palermo.Marianna, mientras tanto, se ha lanzado hacia
el dormitorio de sus padres donde encuentra a la madre recostada entre las
sábanas, henchida de puntillas la camisa que se le desliza sobre un hombro, los
dedos de la mano cerrados alrededor de la tabaquera de
esmalte.
La madre estrecha contra sí a la hija
con un gesto de perezosa ternura. Marianna ve los labios que se mueven, pero no
quiere hacer el esfuerzo de adivinar las palabras. Sabe que le está diciendo que
no cruce sola la calle, porque tan sorda como es podría acabar atropellada por
una carroza que no ha oído acercarse. ¡Y los perros! Grandes o pequeños, que se
mantenga alejada de los perros. Sus colas, bien lo sabe, se alargan hasta
envolver la cintura de las personas, como hacen las quimeras, y después zas, te
ensartan con esa punta bífida que ya estás muerta y ni siquiera te das
cuenta...
Por un instante la niña mira
fijamente la barbilla gordezuela de su señora madre, la boca hermosísima de
líneas puras, las mejillas lisas y sonrosadas, los ojos ingenuos, dóciles y
lejanos: nunca seré como ella, dice para sus adentros, jamás, ni
muerta.
La señora madre le está hablando
todavía de los perros quimera que se estiran como serpientes, que te cosquillean
con los bigotes, que te hechizan con sus ojos maliciosos, pero ella sale
corriendo tras haberle dado un beso presuroso.
El señor padre ya está en el coche.
Pero en vez de rezongar, canta. Lo nota por cómo hincha los carrillos, por cómo
levanta las cejas. Apenas ella apoya un pie en el estribo siente que la atrapan
desde adentro y la acomodan en el asiento. La portezuela se cierra desde el
interior con un golpe seco. Los caballos parten al galope, fustigados por
Peppino Cannarota.
La niña se abandona en el asiento
mullido y cierra los ojos. A veces los dos sentidos con que más cuenta están tan
alerta que riñen entre sí lastimosamente. Los ojos tienen la ambición de poseer
las formas completas en su integridad y el olfato, a su vez, se empecina en la
pretensión de hacer pasar el mundo entero a través de esos dos minúsculos
agujeros de carne que hay al final de la nariz.
Ahora ha cerrado los párpados para
que las pupilas descansen un momento y las narices se han dado a sorber el aire
reconociendo y catalogando los olores con meticulosidad: ¡qué intensa es la
loción de lechuga que impregna el chaleco del señor padre! Debajo, se adivina la
fragancia de los polvos de arroz que se mezcla con la untuosidad de los
asientos, la acidez de los piojos aplastados, el picor del polvo de la carretera
que entra por las junturas de las portezuelas, aparte de un leve aroma a
hierbabuena que sube desde los prados de villa Palagonia.
Pero una sacudida más brusca que las
otras la obliga a abrir los ojos. Ve al padre durmiendo en el asiento opuesto,
el tricornio caído sobre un hombro, la peluca cruzada sobre la bella frente
sudorosa, las pestañas rubias posadas con gracia sobre las mejillas recién
afeitadas.
Marianna aparta las cortinas color
vino con águilas doradas en relieve. Ve un trecho de carretera polvorienta y
unos gansos que huyen ante las ruedas desplegando las alas. En el silencio de su
cabeza se entrometen las imágenes de la campiña de Bagheria: los alcornoques
retorcidos de tronco desnudo y rojizo, los olivos con las ramas agobiadas de
pequeñas aceitunas verdes, las zarzas que tienden a invadir el camino, los
campos labrados, los nopales, los penachos de cañas y detrás, al fondo, las
colinas ventosas del Aspra.
La carroza ahora rebasa los dos
pilares de la verja de villa Butera y se encamina hacia Ogliastro y Villabate.
La pequeña mano aferrada a la cortina se mantiene pegada a la tela, sin hacer
caso del calor que despide el tejido de lana rústica. En su mantenerse
rígidamente quieta hay también la voluntad de no despertar al señor padre con
ruidos involuntarios. Pero, ¡qué tonta! ¿Y los ruidos del coche que rueda por la
carretera llena de baches, y los alaridos de Peppino Cannarota que incita a los
caballos? ¿Y el restallar del látigo? ¿Y los ladridos de los perros? Aunque para
ella tan sólo sean ruidos imaginarios, para él son verdaderos. Sin embargo, a
ella la perturban y a él no. ¡Qué bromas gasta la inteligencia a los sentidos
mutilados!
Por las cañas que se yerguen
doloridas, movidas apenas por el viento africano, Marianna entiende que han
llegado a las proximidades de Ficarazzi. Ya se ve al fondo, a la izquierda, el
caserón amarillo que llaman a fabbrica du
zuccaru, la fábrica del azúcar. Por entre las ranuras de la portezuela
cerrada se insinúa un olor denso, acídulo. Es el olor de la caña cortada,
macerada, molida, transformada en melaza. Hoy los caballos vuelan. El señor
padre sigue durmiendo a pesar de los trompicones. Le gusta que esté allí
abandonado, en sus manos. De vez en cuando se echa hacia adelante y le acomoda
el tricornio, le espanta alguna mosca demasiado
insistente.
El silencio es un agua estancada en
el cuerpo mutilado de la niña que hace poco ha cumplido siete años. En esa agua
quieta y clara flotan la carroza, las terrazas con ropas tendidas, las gallinas
que corren, el mar que se atisba desde lejos, el señor padre dormido. Todo pesa
poco y fácilmente cambia de sitio, pero cada cosa está unida a la otra por ese
fluido que empasta los colores, que diluye las formas.
Cuando Marianna vuelve a mirar fuera
del cristal se encuentra de golpe ante el mar. El agua es cristalina y salta
ligera sobre los grandes guijarros grises. Sobre la línea del horizonte un gran
barco de velas amainadas se dirige de derecha a izquierda.
Una rama de morera choca contra el
cristal. Unas moras purpúreas se aplastan con fuerza sobre la ventanilla.
Marianna se aparta, pero tarde: el choque le ha hecho golpearse la cabeza contra
la jamba. La señora madre tiene razón: sus oídos no sirven como centinelas y los
perros pueden aferrarla en cualquier momento por la cintura. Por eso su nariz se
ha vuelto tan fina y los ojos velocísimos en advertir cualquier objeto que esté
en movimiento.
El señor padre ha abierto los ojos un
instante y luego ha vuelto a sumergirse en el sueño. ¿Y si le diera un beso? Esa
mejilla fresca con indicios de una impaciente navaja le da ganas de abrazarlo.
Pero se contiene porque sabe que a él no le gustan las zalamerías. Además, por
qué despertarlo mientras duerme tan a gusto, por qué traerlo de vuelta a otra
jornada llena de complicaciones, como él dice: hasta se lo ha escrito en una
hojita con su bella caligrafía toda redonda y pulida. Por las sacudidas
regulares que agitan el coche la niña presiente que han llegado a Palermo. Las
ruedas han empezado a deslizarse sobre el adoquinado y le parece escuchar su
cadencioso estrépito.
Dentro de poco girarán hacia Porta
Felice, luego enfilarán por Cassaro Morto, ¿y después? El señor padre no le ha
dicho adónde la está llevando, pero por la cesta que Raffaele Cuffa le ha
entregado puede adivinarlo. ¿A la cárcel de la Vicaría?
II
La niña se encuentra justo enfrente
de la fachada de la Vicaría cuando baja del coche ayudada por el brazo de su
padre. Unos gestos que la han hecho reír: el despertar de sobresalto, un
encajarse hasta las orejas la peluca empolvada, un manotazo al tricornio y un
salto desde el estribo con un movimiento que quería ser desenvuelto pero resultó
desmañado; poco faltó para que cayese cuan larga era, de tanto que le
hormigueaban las piernas.
Las ventanas de la Vicaría son todas
iguales, erizadas de rejas de barrotes retorcidos que terminan en puntas
amenazadoras. El portón acribillado de roblones herrumbrosos, un aldabón en
forma de cabeza de lobo con las fauces abiertas. Cuando la gente pasa delante de
la cárcel, con todas sus fealdades, gira la cabeza hacia el otro lado para no
verla.
El duque hace el gesto de llamar pero
antes le abren de par en par las puertas y él entra como si fuera en casa.
Marianna lo sigue entre las reverencias de guardias y sirvientes. Uno le sonríe
sorprendido, otro la mira con gesto adusto, otro intenta detenerla cogiéndola
del brazo. Pero ella se suelta y corre tras el padre.
Un pasillo estrecho y largo: la hija
fatigosamente sigue la marcha del padre que avanza a largas zancadas hacia la
galería. Ella anda a saltos con sus escarpines de raso, pero no consigue
alcanzarlo. De pronto cree haberlo perdido de vista, pero ahí está esperándola
tras un ángulo.
Padre e hija se encuentran juntos
dentro de una habitación triangular malamente iluminada a través de una sola
ventana en lo alto, bajo el techo abovedado. Allí un sirviente ayuda al señor
padre a quitarse el gabán y el tricornio, le coge la peluca y la cuelga de un
gancho que asoma en la pared. Lo ayuda a ponerse el largo sayo de tela blanca
que había en la cesta junto con el rosario, una cruz y una bolsita llena de
monedas.
Ahora el jefe de la Capilla de la
Noble Familia de los Blancos está preparado. Mientras tanto, sin que la niña se
dé cuenta, han llegado otros gentilhombres, también vistiendo sayos blancos.
Cuatro fantasmas con la capucha suelta sobre el cuello.
Marianna mira hacia arriba mientras
los sirvientes se atarean con manos expertas alrededor de los Hermanos Blancos
como si fuesen actores que se preparan para salir a escena: los pliegues de los
sayos bien rectos, que caigan sin dobleces y recatados sobre los pies calzados
con sandalias, las capuchas caladas hasta el cuello con las blancas puntas hacia
arriba.
Ahora los cinco hombres son iguales,
no se distinguen el uno del otro: blanco sobre blanco, piedad sobre piedad;
solamente las manos al asomarse entre los pliegues y lo poco que se atisba en la
negrura tras los agujeros de las capuchas dejan adivinar de quién se
trata.
El más bajo de los fantasmas se
inclina sobre la niña, agita las manos dirigiéndose al señor padre. Está
indignado, se comprende por cómo golpea el suelo con un pie. Otro Hermano Blanco
interviene adelantándose un paso. Parece que estén por acogotarse. Pero el señor
padre los acalla con un gesto autoritario.
Marianna siente la tela fría y blanda
del sayo paterno caer sobre su muñeca. La mano derecha del padre se cierra sobre
los dedos de la hija. La nariz le dice que está a punto de ocurrir algo
terrible, pero ¿qué? El señor padre la arrastra hacia otro pasillo y ella camina
sin mirar dónde pone los pies, presa de una curiosidad lívida y
excitada.
En el fondo del pasillo encuentran
las empinadas escaleras de piedra resbaladiza. Las manos de los gentilhombres se
aferran a los sayos como hacen las damas con sus faldas amplias, levantando las
orlas para no tropezar. Los escalones de piedra rezuman humedad y se ven mal, a
pesar de que un guardia les abre camino levantando una antorcha
encendida.
No hay ventanas, ni altas ni bajas.
Repentinamente ha caído una noche que sabe a aceite quemado, a excrementos de
ratas, a grasa de cerdo. El capitán de justicia entrega las llaves del calabozo
al duque Ucrìa, que avanza hasta llegar ante un portoncito de madera con los
tablones reforzados. Allí, con la ayuda de un muchacho descalzo, abre el
pestillo asegurado y quita una gruesa barra de hierro.
La puerta se abre. La llama humosa
ilumina un trozo del suelo en el que unos escarabajos emprenden enloquecida
carrera. El guardia levanta la antorcha y arroja algún relumbrón sobre dos
cuerpos semidesnudos que yacen a lo largo de la pared, con los tobillos
aprisionados por gruesas cadenas.
El maestro herrero, que no se sabe de
dónde ha salido, se inclina ahora para romper los hierros de uno de los
prisioneros, un muchacho de ojos legañosos que se impacienta con la lentitud de
la operación: levanta el pie hasta casi cosquillear con el dedo gordo la nariz
del herrero. Y se ríe mostrando una boca grande,
desdentada.
La niña se esconde detrás del padre,
que de vez en cuando se inclina hacia ella y la acaricia pero bruscamente, más
para controlar que realmente está mirando que para
tranquilizarla.
Liberado por fin, el muchacho se pone
de pie y Marianna descubre que es casi un niño: podrá tener poco más o menos la
edad del hijo de Cannarota, muerto de fiebres palúdicas pocos meses atrás, a los
trece años.
Los demás prisioneros se han quedado
callados, mirando. Apenas el muchachillo se pone a caminar de un lado a otro con
los tobillos libres, vuelven al juego que habían suspendido, contentos de
disponer por una vez de tanta luz.
El juego consiste en matar piojos: el
que aplasta más, y más velozmente, entre los pulgares, gana. Los piojos muertos
se colocan delicadamente sobre una monedita de cobre. El que gana se lleva la
monedita de un grano de oro.
La niña está absorta mirando a los
tres que juegan, cuyas bocas se abren a la risa, que gritan palabras para ella
mudas. Ha perdido el miedo, ahora piensa con tranquilidad que el señor padre
quiere llevarla consigo al infierno: habrá alguna razón secreta, un «porque
blablablá» que comprenderá más tarde.
La llevará a ver condenados a
hundirse en el fango, a los que caminan con grandes rocas a cuestas, a los que
se transforman en árboles, a los que echan humo por la boca habiendo comido
tizones ardientes, a los que se arrastran como serpientes, a los que se ven
convertidos en perros que estiran la cola hasta convertirla en un arpón que
enganche a los que pasan para llevárselos a la boca, como dice la señora
madre.
Pero el señor padre está allí también
para eso, para salvarla de las celadas. Además el infierno, si lo visitan los
vivos, como hacía el señor Dante, puede ser también visión hermosa: ellos allá
sufriendo, y nosotros de este lado mirando. ¿Acaso no es esto lo que sugieren
esos encapuchados blancos que se pasan el rosario de mano en
mano?
III
El muchacho la observa extraviado y
Marianna le devuelve la mirada, decidida a no dejarse intimidar. Pero los
párpados de él están hinchados y supuran; probablemente no distingue bien, se
dice la niña. Vaya uno a saber cómo la ve: si grande y gordota como se percibe
en el espejo deformante de tía Manina, o bien pequeña y descarnada. En ese
momento, ante una mueca de ella, el chico suelta una risa oscura y
torcida.
Con la ayuda de un Hermano Blanco
encapuchado, el señor padre lo coge de los brazos y lo arrastra hacia la puerta.
Los jugadores vuelven a la espesa penumbra de todos los días. Dos manos secas
levantan en vilo a la niña y la dejan delicadamente sobre el primer peldaño de
la escalera.
Se reanuda la procesión: el guardia
con la antorcha encendida, el señor duque Ucrìa con el prisionero cogido del
brazo, los demás Hermanos Blancos, el maestro herrero y dos sirvientes con
jubones negros detrás. De nuevo se hallan en la habitación triangular entre un
ir y venir de guardias y lacayos que sostienen hachones, acercan sillas,
acarrean palanganas de agua tibia, toallas de lino, bandejas con pan tierno y
fruta confitada.
El señor padre se inclina hacia el
chico con ademanes cariñosos. Nunca lo ha visto tan tierno y considerado, se
dice Marianna. En el hueco de una mano coge agua de la palangana, la derrama
sobre las mejillas embadurnadas de mocos del muchacho; después lo limpia con la
toalla recién lavada que le tiende el lacayo. Inmediatamente coge entre los
dedos un trozo de pan blanco y esponjoso, y, sonriendo, se lo ofrece al
prisionero como si fuese el más amado de sus hijos.
El chico se deja cuidar, limpiar, dar
de comer en la boca sin decir palabra. Unas veces sonríe, otras veces llora.
Alguien le pone en la mano un rosario con gruesas cuentas de nácar. Él lo palpa
con las yemas de los dedos y luego lo deja caer al suelo. El señor padre hace un
gesto de impaciencia. Marianna se agacha para recoger el rosario y vuelve a
dejarlo en manos del muchacho. Durante un instante nota el contacto de dos dedos
callosos, helados.
El prisionero estira los labios de la
boca a medias desprovista de dientes. Le han lavado los ojos enrojecidos con un
pañuelo empapado en agua de lechuga. Bajo la mirada indulgente de los Hermanos
Blancos, el condenado extiende una mano hacia la bandeja, mira atemorizado a su
alrededor un instante, luego se mete en la boca una ciruela color miel de costra
azucarada.
Los cinco gentilhombres se han
arrodillado y rezan el rosario. Empujan suavemente al chico, con los carrillos
hinchados de fruta confitada, para que se arrodille y rece
también.
Las horas más calurosas de la tarde
pasan así entre soñolientas plegarias. De vez en cuando un lacayo se aproxima
sosteniendo una bandeja repleta de copas de agua y anís. Los Blancos beben y
vuelven a rezar. Alguno se seca el sudor, otros se adormecen para despertar
sobresaltados y volver al rosario. El chico también se duerme tras haber
engullido tres albaricoques escarchados. Y nadie se atreve a
despertarlo.
Marianna observa al padre que reza.
Pero, ¿será aquel encapuchado el señor duque Signoretto, o será aquel otro con
la cabeza que se balancea? Le parece oír su voz recitando lentamente el
Avemaría.
En la caracola del oído, ahora
silenciosa, conserva algún jirón de voz familiar: la borboteante, ronca, de la
señora madre, la atiplada de la cocinera Innocenza, la sonora y bonachona del
señor padre que, también de vez en cuando, se trababa y quebraba
desagradablemente.
Acaso había incluso aprendido a
hablar. Pero ¿cuántos años tenía? ¿Cuatro, cinco? Una niña retrasada, silenciosa
y absorta, que todos tendían a olvidar en algún rincón hasta que se acordaban de
ella de repente e iban a regañarla como si se hubiera
escondido.
Un día, sin razón alguna, enmudeció.
El silencio se había adueñado de ella como una enfermedad o tal vez como una
vocación. Ya no oír la voz festiva del señor padre le había parecido tristísimo.
Pero después se había acostumbrado. Ahora experimentaba una sensación de alegría
al mirarlo hablar sin captar las palabras, casi una maliciosa
satisfacción.
«Tú has nacido así, sordomuda», le
había escrito en el cuaderno en cierta ocasión su padre, y ella había tenido que
convencerse de haber inventado aquellas voces lejanas. No pudiendo admitir que
el señor padre dulcísimo que tanto la quiere diga mentiras, tiene que acusarse
de ser una visionaria. La imaginación no le falta y tampoco el gusto por la
palabra, por eso:
e pí e pì e pì
sette fimmini p’un
tarì
e pí e pì e pì
un tarì è troppu pocu…
sette fimmini p’un
varcuocu…
[pin,
pin, pin
siete hembras por un tarín
pin, pin, pin
un tarín es un
disloque...
siete hembras por un albarique...]
Pero interrumpe los pensamientos de
la niña un Blanco que sale y regresa con un gran libro en cuya cubierta está
escrito, con letras de oro, DESCARGOS DE CONCIENCIA. El señor padre despierta al
muchacho con un golpecillo amable, y juntos se apartan en un rincón de la sala
donde la pared forma como una hornacina y hay una laja de piedra encajada a
manera de asiento.
Allí el duque Ucrìa di Fontanasalsa
se inclina hacia el oído del condenado instándolo a confesarse. El chico
masculla algunas palabras con la joven boca desdentada. El señor padre insiste
afectuoso instigándolo. El muchacho finalmente sonríe. Ahora parecen un padre y
su hijo hablando desenvueltos de asuntos de familia.
Marianna los observa asustada: qué es
lo que se cree ese lorito acurrucado junto a su padre, como si lo conociera
desde siempre, como si hubiera tenido entre sus dedos las manos impacientes de
él, como si le conociera de memoria los perfiles, como si hubiese tenido siempre
desde que vino al mundo los olores de él en las narices, como si mil veces
hubiera sido cogido por la cintura entre dos brazos robustos que lo hacían
brincar desde una carroza, desde un cochecillo, desde la cuna, desde las
escaleras, con ese ímpetu que sólo un padre carnal puede sentir hacia su propia
hija. ¿Qué se cree que está haciendo?
Un ardiente deseo de asesinato le
sube por la garganta, le invade el paladar, le enciende la lengua. Le tirará una
bandeja por la cabeza, le clavará un cuchillo en el pecho, le arrancará todos
los pelos de la cabeza. El señor padre no le pertenece a él, sino a ella, a esa
desventurada mudita que sólo tiene un bien en el mundo, y ese bien es el señor
padre.
Los pensamientos homicidas
desaparecen ante un brusco movimiento del aire. La puerta se ha abierto de par
en par y en el umbral ha aparecido un hombre con la barriga en forma de sandía.
Está vestido como un bufón, mitad rojo y mitad amarillo: joven y corpulento,
tiene piernas cortas, hombros fuertes, brazos de luchador, ojos pequeños y
torcidos. Mastica pipas de calabaza y escupe alegremente las cáscaras al
aire.
Al verlo el chico palidece. Las
sonrisas que le ha arrancado el señor padre se le disipan en la cara; empiezan a
temblarle los labios y a supurarle los ojos. El bufón se le acerca, siempre
escupiendo al aire las cáscaras de las pipas. Cuando lo ve desmadejarse en el
suelo como un trapo mojado, hace un gesto a los dos ayudantes, que lo levantan
por las axilas y lo arrastran hacia la salida.
Alteran el aire vibraciones sombrías
como el batir de alas gigantescas de un ave nunca vista. Marianna mira
alrededor. Los Hermanos Blancos se están dirigiendo hacia la puerta de entrada
con paso ceremonioso. El portón se abre de golpe y ese batir de alas se vuelve
tan cercano y fuerte que la aturde. Son los tambores del virrey y con ellos la
muchedumbre que grita, agita los brazos, se regocija.
La
plaza Marina, que antes estaba vacía, ahora está repleta: un mar de cabezas que
ondean, cuellos que se estiran, bocas que se abren, estandartes que se elevan,
caballos que piafan, una batahola de cuerpos que se apretujan, se empujan,
invaden la plaza rectangular.
Nota de la Redacción: agradecemos a los responsables del sello
Galaxia
Gutenberg su amabilidad por ceder el derecho a publicar
este fragmento de la novela de Dacia
Maraini, La
larga vida de Marianna Ucrìa, en Ojos de
Papel.