No sé si puedo convenir con Daniel: opone las gravosas exigencias del
periodista a las comodidades del historiador. Mientras el reportero se las
tendría que ver con hechos inmediatos, con un presente convulso que no acaba de
pasar, el investigador podría demorar su respuesta gracias al tiempo
transcurrido: miraría de lejos. ¿Pero cuándo creemos tener perspectiva? ¿Cuándo
creemos disponer de suficiente tiempo para analizar los hechos con prudencia,
con relativismo, con sangre fría?
Hay una célebre fotografía de Albert Camus. Es una de las imágenes más
famosas que de él se han difundido: pertenece a la Hulton-Deutsch
Collection/Corbis.
Milagrosamente, Camus no está fumando, pero –como siempre– le vemos
agitando sus manos inquietas. Las tiene abiertas, con el gesto característico de
quien argumenta, de quien se expresa, de quien razona para preguntarse o
persuadir. La mirada –que no se centra en el objetivo-- revela que hay un
tercero, alguien fuera de campo a quien se dirige con firmeza, con convicción.
Los de Camus no son los ojos de un fanático, sino los de un tipo inquisitivo,
torrencial. El literato está sentado, espera –pues lleva el abrigo puesto–, pero
no aparece relajado, sino en guardia, a la expectativa, en combate: esa palabra
que tanto empleó para oponerse al espíritu del tiempo, de su tiempo. Está
dispuesto a saltar en cualquier instante para enfrentarse al sentido común y a
la pereza.
Ahora, cincuenta y tantos años después de la muerte de Camus, Jean Daniel
cree disponer ya de suficiente perspectiva para analizar sus actitudes y sus
posiciones, las de su viejo amigo. ¿Cómo obra? ¿Cómo periodista, como
historiador, como biógrafo? En realidad, lo que Jean Daniel hace es una
autobiografía, el examen del periodista que aún es (tras ochenta y tantos años
de vida activa), la rendición de cuentas de quien fundó Le Nouvel Observateur. Toma a Camus como
el espejo que le devuelve la imagen del reportero irreprochable que Daniel aún
quiere ser. Por eso nos recuerda las obligaciones del periodismo, obligaciones
que copia de Camus: “1. Reconocer el totalitarismo y denunciarlo. 2. No mentir,
y saber confesar lo que se ignora. 3. Negarse a dominar. 4. Negarse siempre y
eludiendo cualquier pretexto a toda clase de despotismo, incluso
provisional”.
Esta lección, ¿es fruto de la perspectiva, de esa distancia que el
historiador ya tiene? No. El historiador puede no reconocer el totalitarismo y,
por tanto, puede no denunciarlo; es capaz de mentir y, por tanto, es capaz de
ocultar lo que ignora. De hecho, puede contribuir a la dominación y puede
facilitar el despotismo. No son pocas las ocasiones en que los periodistas
facilitan el desastre: en busca de una exclusiva han cometido errores, cierto,
pero sobre todo han llegado a falsear una información. Asimismo, los
historiadores no han sido menos
calamitosos: en busca de una verdad urgente han dejado de consultar documentos,
cierto, pero sobre todo han llegado a manipular su
sentido.
La deontología del periodista y la del historiador se asemejan: ambos han
de obrar con lucidez instantánea buscando siempre precaria pero honestamente el
significado de las cosas. Hemos de estar dispuestos a enfrentarnos a la
corrupción del tiempo, al espíritu del tiempo. ¿Diciendo siempre la verdad? No,
no. Camus no esperaba tanto de nosotros. En realidad, los periodistas o los
historiadores deberíamos ser menos pretenciosos: no somos caballeros de la
verdad, sino oficiantes de la pequeña exactitud. Aspiramos al rigor humano. Hemos de proponernos algo modesto: no
mentir, no confundir conscientemente, no justificar. Documentarnos. Pero también
hemos de evitar la vanidad de quien llega al lugar de los hechos sabiéndolo
todo: esa arrogancia tan frecuente del periodista informado o del historiador
que se cree dueño del tiempo; esa jactancia de quien ha vivido más tarde
sintiéndose capaz de juzgar los errores y los empecinamientos de sus
contemporáneos o de sus antepasados. No somos dioses. ¿Qué
hacemos?
Albert Camus se toma en serio la advertencia de Friedrich Nietzsche: Dios
ha muerto y, por tanto, somos seres privados de Eternidad. De entrada, todo es
absurdo, pero a la vez puede ser doblegado… ¿Es posible aspirar a la santidad
sin un ser trascendente que nos vigile? Camus se toma en serio la conclusión a
la que llega Fiódor Dostoievski. ¿Si Dios ha muerto, todo está permitido?
Evidentemente no, se responde Camus. Hay un empeño por ser, por ser feliz, por
ser humano, tratando de averiguar en qué consiste esa condición ahora y aquí.
Hay un esfuerzo por vivir el presente sin fantasías reparadoras, sin esperanzas
ni compensaciones ni fatalidades. Hay un propósito, el de no refugiarse en un
pasado consolador. ¿Qué queda? ¿El nihilismo de un presente inacabable?
Meursault, el protagonista de El
extranjero (1942) admite de manera instintiva que la vida transcurre en un
instante: sin porvenir que salve, sin esperanza que
alivie.
Es
posible apechugar con la existencia viviéndola dignamente, asumiendo la contingencia y la finitud. El
historiador y el periodista han de luchar contra la mentira, contra esas
fantasías reparadoras. ¿Y por qué ellos en particular? Porque manejan la
información del presente y del pasado, porque convierten el puro dato de la
existencia en sentido concreto y exhumación de contexto. Las circunstancias de
un hecho dan significado: nadie como ellos – los periodistas o los
historiadores– puede hacer más daño. Si se proponen mistificar valiéndose de
contextos aberrantes o de religiones secularizadas, los periodistas y los
historiadores no tienen igual. ¿Frente a ello, qué cabe? Como antes señalaba, la
meta no es decir siempre la verdad, la arrogancia absoluta de decirla: aquello
de lo que no siempre podemos estar seguros. El objetivo es más modesto: tantear
lo que creemos que es cierto, proponernos no mentir expresa y deliberadamente.
En fin, la meta que nos dignifica después de la muerte de Dios es no agravar el
estado del mundo, no incrementar sus desdichas. No es poca cosa. No es poca cosa
leer a Camus a contracorriente: “…purgado del mal, vaciado de esperanza, ante
esta noche cargada de signos y de estrellas me abría por vez primera a la tierna
indiferencia del mundo”.