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Albert Camus: <i>El extranjero</i> (1942)

Albert Camus: El extranjero (1942)




Tribuna/Tribuna libre
La historia y la fatalidad. Lecciones breves de Albert Camus
Por Justo Serna, jueves, 1 de agosto de 2013
«Su mirada no vacilaba. Tampoco su voz cuando me dijo: “¿No tiene, pues, ninguna esperanza y vive con el pensamiento de que va a morir totalmente?”. “Sí”, respondí.»
Albert Camus, El extranjero (1942).

“El periodista es, de entrada, un hombre a quien se atribuyen ideas; luego, alguien encargado de informar al público sobre los acontecimientos de la víspera. Un historiador de la realidad diaria cuya primera preocupación es la verdad”, dice Albert Camus con palabras mil veces repetidas. “Pero no hay nada más difícil”, apostilla Jean Daniel en su libro Camus. A contracorriente (2008), “pues los historiadores tienen la ventaja de la perspectiva, de la que carece el periodista: además, si quiere ser objetivo, se le imponen, más que a cualquier otro, ciertas exigencias penosas, pues carecen de brillantez: la prudencia, el relativismo, la sangre fría”, concluye resignadamente Jean Daniel.

No sé si puedo convenir con Daniel: opone las gravosas exigencias del periodista a las comodidades del historiador. Mientras el reportero se las tendría que ver con hechos inmediatos, con un presente convulso que no acaba de pasar, el investigador podría demorar su respuesta gracias al tiempo transcurrido: miraría de lejos. ¿Pero cuándo creemos tener perspectiva? ¿Cuándo creemos disponer de suficiente tiempo para analizar los hechos con prudencia, con relativismo, con sangre fría?

 

Hay una célebre fotografía de Albert Camus. Es una de las imágenes más famosas que de él se han difundido: pertenece a la Hulton-Deutsch Collection/Corbis.

 

 

Milagrosamente, Camus no está fumando, pero –como siempre– le vemos agitando sus manos inquietas. Las tiene abiertas, con el gesto característico de quien argumenta, de quien se expresa, de quien razona para preguntarse o persuadir. La mirada –que no se centra en el objetivo-- revela que hay un tercero, alguien fuera de campo a quien se dirige con firmeza, con convicción. Los de Camus no son los ojos de un fanático, sino los de un tipo inquisitivo, torrencial. El literato está sentado, espera –pues lleva el abrigo puesto–, pero no aparece relajado, sino en guardia, a la expectativa, en combate: esa palabra que tanto empleó para oponerse al espíritu del tiempo, de su tiempo. Está dispuesto a saltar en cualquier instante para enfrentarse al sentido común y a la pereza.

 

Ahora, cincuenta y tantos años después de la muerte de Camus, Jean Daniel cree disponer ya de suficiente perspectiva para analizar sus actitudes y sus posiciones, las de su viejo amigo. ¿Cómo obra? ¿Cómo periodista, como historiador, como biógrafo? En realidad, lo que Jean Daniel hace es una autobiografía, el examen del periodista que aún es (tras ochenta y tantos años de vida activa), la rendición de cuentas de quien fundó Le Nouvel Observateur. Toma a Camus como el espejo que le devuelve la imagen del reportero irreprochable que Daniel aún quiere ser. Por eso nos recuerda las obligaciones del periodismo, obligaciones que copia de Camus: “1. Reconocer el totalitarismo y denunciarlo. 2. No mentir, y saber confesar lo que se ignora. 3. Negarse a dominar. 4. Negarse siempre y eludiendo cualquier pretexto a toda clase de despotismo, incluso provisional”.

 

Esta lección, ¿es fruto de la perspectiva, de esa distancia que el historiador ya tiene? No. El historiador puede no reconocer el totalitarismo y, por tanto, puede no denunciarlo; es capaz de mentir y, por tanto, es capaz de ocultar lo que ignora. De hecho, puede contribuir a la dominación y puede facilitar el despotismo. No son pocas las ocasiones en que los periodistas facilitan el desastre: en busca de una exclusiva han cometido errores, cierto, pero sobre todo han llegado a falsear una información. Asimismo, los historiadores  no han sido menos calamitosos: en busca de una verdad urgente han dejado de consultar documentos, cierto, pero sobre todo han llegado a manipular su sentido.

 

La deontología del periodista y la del historiador se asemejan: ambos han de obrar con lucidez instantánea buscando siempre precaria pero honestamente el significado de las cosas. Hemos de estar dispuestos a enfrentarnos a la corrupción del tiempo, al espíritu del tiempo. ¿Diciendo siempre la verdad? No, no. Camus no esperaba tanto de nosotros. En realidad, los periodistas o los historiadores deberíamos ser menos pretenciosos: no somos caballeros de la verdad, sino oficiantes de la pequeña exactitud. Aspiramos al rigor humano.  Hemos de proponernos algo modesto: no mentir, no confundir conscientemente, no justificar. Documentarnos. Pero también hemos de evitar la vanidad de quien llega al lugar de los hechos sabiéndolo todo: esa arrogancia tan frecuente del periodista informado o del historiador que se cree dueño del tiempo; esa jactancia de quien ha vivido más tarde sintiéndose capaz de juzgar los errores y los empecinamientos de sus contemporáneos o de sus antepasados. No somos dioses. ¿Qué hacemos?

 

Albert Camus se toma en serio la advertencia de Friedrich Nietzsche: Dios ha muerto y, por tanto, somos seres privados de Eternidad. De entrada, todo es absurdo, pero a la vez puede ser doblegado… ¿Es posible aspirar a la santidad sin un ser trascendente que nos vigile? Camus se toma en serio la conclusión a la que llega Fiódor Dostoievski. ¿Si Dios ha muerto, todo está permitido? Evidentemente no, se responde Camus. Hay un empeño por ser, por ser feliz, por ser humano, tratando de averiguar en qué consiste esa condición ahora y aquí. Hay un esfuerzo por vivir el presente sin fantasías reparadoras, sin esperanzas ni compensaciones ni fatalidades. Hay un propósito, el de no refugiarse en un pasado consolador. ¿Qué queda? ¿El nihilismo de un presente inacabable? Meursault, el protagonista de El extranjero (1942) admite de manera instintiva que la vida transcurre en un instante: sin porvenir que salve, sin esperanza que alivie.

 

Es posible apechugar con la existencia viviéndola dignamente, asumiendo  la contingencia y la finitud. El historiador y el periodista han de luchar contra la mentira, contra esas fantasías reparadoras. ¿Y por qué ellos en particular? Porque manejan la información del presente y del pasado, porque convierten el puro dato de la existencia en sentido concreto y exhumación de contexto. Las circunstancias de un hecho dan significado: nadie como ellos – los periodistas o los historiadores– puede hacer más daño. Si se proponen mistificar valiéndose de contextos aberrantes o de religiones secularizadas, los periodistas y los historiadores no tienen igual. ¿Frente a ello, qué cabe? Como antes señalaba, la meta no es decir siempre la verdad, la arrogancia absoluta de decirla: aquello de lo que no siempre podemos estar seguros. El objetivo es más modesto: tantear lo que creemos que es cierto, proponernos no mentir expresa y deliberadamente. En fin, la meta que nos dignifica después de la muerte de Dios es no agravar el estado del mundo, no incrementar sus desdichas. No es poca cosa. No es poca cosa leer a Camus a contracorriente: “…purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas me abría por vez primera a la tierna indiferencia del mundo”.
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