¿Qué puedo hacer a
partir de ahora? El calor aún atiza porque septiembre es así en Madrid. El
trabajo empieza a pesar – informes, actos oficiales, Lucas quisquilloso y
megalómano - y la cotidianeidad se empieza a notar – vida rutinaria, cuyas
caligrafías conozco al dedillo y de las que no espero más que destellos
afincados en el asombro del mejor y común amor. ¿No basta? Adiós fulgores
irresponsables del verano, adiós.
Pero –
asquerosa mente indomeñable - experimentaba como una puñalada trapera la
historia frustrada de Lucía, y notaba que sangraban mis costados, sin cura
aparente posible, y cavilaba y cavilaba, en mis interminables horas
ministeriales, para ver qué solución encontrar a mi sangría, hasta que, de
repente, como suelen pasar estas y tantas cosas, se me vino a la cabeza Patricia, un viejo amor, que no hacía
mucho me había dejado su tarjeta (otra tarjeta) en un encontronazo casual en las
calles de Madrid, y yo le había prometido llamarla, en cuanto pudiera.
- Te he
visto de refilón desde el coche. Iba con
mi marido y unos amigos a cenar. “Para, frena, detén el coche”, le he
dicho. Quería saludarte. Hace tanto tiempo que no te veía.
- Oh, sí,
hace tanto tiempo, ¿cuánto tiempo? – respondí mientras sus ojos se habían
clavado en mí y los míos en ella, y la luz de las farolas nos iluminaba sin
querer, con una luz ambarina y mate, casi de escenario cinematográfico, o de
bombillas extenuadas y exánimes por
los repentinos bajones de tensión en la red eléctrica (¿recuerdos míos de
infancia?). Sí, esa clase de luz crepuscular, de penumbra que duerme en
cualquier remoto desván de la memoria…Calle Marqués de Riscal, otoño, casi
invierno, esas hojas errantes en el suelo, ese ligero viento que las transporta,
esos poetas…
Qué difícil es medir
el tiempo en esas circunstancias y qué raro es retroceder y recordar brevemente,
fugazmente. ¿Qué es lo primero que se viene a la cabeza? ¿Qué imagen? ¿Qué imágenes? ¿En qué
circunstancias? Mucho tiempo, qué belleza, ¿verdad? Un acceso de entusiasmo y
melancolía mientras examino el rostro de Patricia y observo que sus ojos son muy negros y chispeantes, y
que sus labios son redondos, muy brillantes por el carmín, y que su voz resulta
juguetona y graciosa, con algo de picante inocente en su sonoridad, como si
siguiera siendo una niña. ¿Emerge del pasado
alguna imagen en ese momento del anochecer de un día otoñal? ¿Aquella vez en
que, en aquella casa, te pedí que te pusieras sobre un sofá, y luego te pedí, y
más tarde te pedí, y luego gemiste, y aún te oigo? ¿Aquella imagen? ¿Es posible?
¿Aún es posible? ¿Es también tu imagen? ¿Qué recuerdas exactamente tú? Un cierto
aturdimiento, un sentimiento enrevesado y complejo, no saber qué hacer, casi
suplicarle que se quede y deje a su marido con sus amigos, que se vaya él a cenar con ellos y tú te
vienes conmigo, yo qué sé adónde, a
cualquier bar cercano y charlamos, ¿qué puede pasar? Miro hacia el coche,
aquellos son, un coche parado entre dos calles – Marqués de Riscal y Zurbano,
creo recordar -, faros encendidos, rostros desconocidos que nos miran, ella
viste con un abrigo de piel - ¿tanto frío? – que no me gusta, demasiado señora
rica, ¿demasiado inútil lujo? En fin, melancolía, sorpresa, nos veremos, claro
que nos veremos. Me da su tarjeta (otra tarjeta, otra Lucía), con su nombre y el
de su marido impresos en ella. ¿Por qué también el de su marido? ¿Por qué no una
sola tarjeta para ella? ¿Por qué los matrimonios se funden tanto en una sola
persona y aspiran a tanta unión? ¿Se protegen así de algo? ¿Me protegía yo
también con Susana de algo? Pero mi tarjeta era solo mía y la de Susana solo
suya…
“Llámame, me
encantaría que nos viéramos”.
“Te llamaré, claro que
te llamaré, a mí también me gustaría hablar contigo”.
Tal vez pensara algo más, no
estoy seguro pero tal vez lo pensara, no es fácil estar seguro de lo que se
piensa en un momento dado, el pensamiento es muy rápido y suelen ser muchos los
pensamientos en un mismo segundo, una inextricable madeja de pensamientos
fugaces. Tal vez piense en el cuerpo de Patricia, cómo será ahora, ¿será como
entonces?, ¿cómo será tu cuerpo?; y tal vez la recuerde desnuda sobre el sofá,
abierta de piernas, y casi suplicándome que... ¿Así la recuerdo? Un beso de
despedida, no en los labios, aunque hubiera querido besarla en ellos, el carmín
brillante me atrajo, pero nos besamos en la mejilla, y me quedé con la tarjeta y
no me volví para ver cómo regresaba hacia el coche, tal vez con un sentimiento
de melancolía que procedía de la sospecha de que, en el fondo, no la volvería a
ver nunca más porque, realmente, no habría ninguna razón de peso para hacerlo.
Además, me conocía y sabía que muchas veces me desentendía desdeñosamente de
cualquier nostalgia que supusiera un intento por recuperar inútilmente el tiempo
perdido, pues – a pesar de mi admirado Marcel Proust – sabía que ese tiempo, por
experiencia propia, nunca se recupera, porque lo que se recupera es otra cosa
distinta, una especie de cruel imposibilidad de volver a revivir lo que se vivió
en otro tiempo, con huella señera en el espíritu desde entonces, pero, al mismo
tiempo, con la enseña de la muerte en sus doradas insignias. Por tanto, lo mejor
en esos casos en los que la casualidad depara esa clase de trampas es dejarlas
pasar, no hacer caso de ellas, desentenderse de ellas, para, precisamente, no
caer en ellas y no sufrir después las consecuencias, que siempre son,
inexcusablemente, las heridas de la decepción y quizás de algo más: las heridas,
sin más, de la vida humana entendida en toda su crueldad, sin escapatoria
posible, sin paliativos, sin paños calientes, sin ideales escenarios que no sean
los del perfecto y absoluto acabamiento, que es en lo que consiste todo tiempo pasado
feliz.
Reanudé el
camino con ese pensamiento, más bien
fatalista y oscuro, dando vueltas a las imágenes que querían regresar y, al
mismo tiempo – para ser coherente con mi miedo a las pegajosas ensoñaciones de
la nostalgia – queriéndome desprender de ellas, como si fueran remotas
ocurrencias del más remoto pasado, con puro fulgor en sus entretelas, sí, pero a
la vez con las telarañas de lo definitiva e irreversiblemente envejecido o de lo
irreversiblemente terminado, sin posibilidad de volver a ser de ninguna otra
manera. Por qué existirá la memoria, me pregunté, como si fuera un filósofo, o
incluso un poeta atormentado por el paso del tiempo y sus extraños embrujos y
encrucijadas pero, a la vez – oh insensato y contradictorio corazón humano –
agradecí que regresaran, casi en tropel, algunas de aquellas imágenes, como
cuando Patricia, en aquella casa que invadimos mientras su hermana pasaba fuera
unas vacaciones con su marido, se desnudó y, ni corta ni perezosa, como si
estuviera imbuida de imágenes captadas en películas porno, se sentó en el sofá,
se abrió de piernas y permaneció así, mirándome casi cándidamente, en espera de
que yo me decidiera a hacer algo. Y me decidí, claro que me decidí, y las
imágenes volvían, con aquel embrujo del atardecer, y la soleada iridiscencia del
sol en las cortinas que velaban la ventana y permitían adivinar frondas a punto
de oscurecer, como la de la alameda de Nimes, pienso ahora. ¿Para qué más?
Cuando llegué a casa,
con todo ese revoltijo en la cabeza, casi estuve a punto de contarle a Susana
que me había encontrado con una vieja amiga - ¿un viejo amor? – porque así –
pensé – aliviaría la presión, cada vez más sombría, que ejercía sobre mí la
memoria – vívida actualidad de las imágenes, sobrecargadas de grávidas y densas
emociones y, al mismo tiempo, absoluta imposibilidad de revivirlas como el deseo
quisiera (y lo quería) -, en una
maquinación gravosa y dañina cuya única confortación hubiera sido poder hablar
de ella con alguien, aunque solo fuera para salir de la propia memoria,
convertida en lo más parecido a un espejismo salvajemente placentero y, por ello
mismo, salvajemente carcelario, por encerrar a la mente en sus ensoñaciones y no
poder salir de ninguna manera (eso parecía) de esa prisión. Aire libre,
realidad, presente, solo eso quiero.
¿Pero cómo desahogarme con Susana? La besé ligeramente en los labios, y
enseguida fui a ver a los niños, quizás mi única y auténtico consuelo en ese
caso, puesto que me sugerían que la vida podría ser también esa efervescencia
del presente sin extraños filos cortantes en ninguna de sus caras (y el presente
también puede tener multitud de caras, como todo tiempo humano, capaces de hacer
sangre muchas de ellas).
Como un relámpago
cegador, como un trallazo restallante y aturdidor, surgió la pregunta, mientras
parecía hacer algo con los papeles que atiborraban la mesa de mi despacho, a
cierta distancia del ministro Lucas, mi aparente benefactor pero también mi
perro sabueso: ¿dónde tengo esa tarjeta? Revolví en los cajones, entre los
libros, en mi agenda, y no la encontraba. Me empezó a obsesionar esa tarjeta, y
seguí buscándola como un obseso, hasta que no era una tarjeta lo que encontré,
sino su número escrito en un cuaderno de los que usaba para que no se me
olvidaran tareas y obligaciones – una especie de diario para andar por casa -,
en una especie de recóndita esquina (cautela, por si acaso, nunca se sabe),
precedido por una inicial, P. (cautela, por si acaso, nunca se
sabe).
En cuanto encontré el
número, todo fue un impetuoso abrirse paso en mí de la necesidad de llamarla,
como si me jugara la vida en ello. Imposible de comprender semejante reacción,
al menos yo no puedo comprenderla, ni entonces pude ni siquiera ahora puedo
hacerlo. Mucho tiempo un número dormido en un cuaderno, a punto de hundirse para
siempre en el olvido - ¿cuántas veces no pasa eso con múltiples números que
anotamos dios sabe por qué y para qué? – y, de pronto, ese número adquiere una
actualidad casi obsesiva, y limita con urgencias inaplazables e inextirpables, y
empieza a comprometer del todo la plácida existencia, como lo hizo la aparición
de Lucía en Milán, exactamente igual.
Por supuesto, Susana no notaba nada especial en mí, porque mi vida no
había cambiado en absoluto. Rutinas y sobresaltos ministeriales, vida
matrimonial y familiar perfectamente regularizada por la costumbre, sin
sobresaltos, todo igual que
siempre, la vida que cualquiera anhelaría y desearía preservar con el máximo
candado de seguridad imaginable. Pero, pero…
Siguió ardiendo
el número en el cuaderno, siguieron sus
llamaradas cada vez más insoportables, siguió la intriga desatada por
aquel encuentro otoñal, siguieron aquellas luces de la penumbra horadando mi
mente, siguió aquel encuentro y desencuentro persiguiéndome, hasta,
hasta…que decidí llamarla, sin
intentar computar al menos el tiempo que había pasado desde aquella escena hasta
el momento en que decidí arrojarme a la piscina, casi sin saber nadar, como
quien se ve obligado a un acto de arrojo sin poder calcular previamente las
consecuencias de su gesto.
Me había quedado solo
en casa y decidí acercarme a la zona del teléfono y tomar mis precauciones – no
viene nadie – y examinar mi interior a fondo: ¿debo hacerlo?, ¿lo haré?, ¿pasará
algo si lo hago?, ¿qué puede pasar? ¿Estará seca y cortante por haber tardado
tanto en llamarla?, ¿por qué la llamo ahora y no antes?, ¿cómo se lo explicaré
si me lo pide? Pero a veces la obcecación es más fuerte que las precauciones
previsoras y me lancé sin haber preparado una respuesta adecuada por si acaso
(también por el gusto de la improvisación, por el placer de tirarse sin red a un precipicio).
Empezó a latirme el corazón
y más aún cuando marqué el número y mucho más aún una vez que pegué el auricular
a la oreja y oí los temibles ruidos telefónicos que significan: “Está
comunicando”, “no lo coge”, “tendré que esperar”, “tendré que intentarlo otra
vez”…. Latía el corazón, no sabría cómo explicar a Patricia que había tardado
tanto en llamarla... ¿Cómo justificarlo? Tal vez por eso latía el corazón, y
también porque temía la voz de su marido - ¿qué decirle? – y porque no sabría qué decir, no lo
había premeditado porque nunca lo hago a pesar de que sé que sería bueno
hacerlo. Latía el corazón, oía el bombeo de la sangre, el dichoso ruido del
teléfono, esa inseguridad que
se abre tras él, ¿estarán, no
estarán? Por fin, descuelgan.
-
¿Sí?
Voz de mujer, un triunfo, y me lanzo,
seguro y radiante:
-
¿Patricia?
Sí afirmativo, felicidad
total, no se ha puesto su marido, no he tenido que dar explicaciones, o no he
tenido que pensar que las tendría que dar. Me identifico y oigo un saltarín y
repetitivo “¡Hola!”, con un eco que colma todas mis aspiraciones. Sin duda he
sido bien recibido. Está claro que bendice sin reparos mi reaparición
telefónica. No obstante, amago una disculpa, pero ¿qué digo? No me da tiempo, no
me lo consiente:
- ¿Dónde
te has metido? -, me dice, como si no hubiera nadie en casa. Porque, si
estuviera su marido, y la estuviera escuchando, ¿qué le diría? ¿Cómo le
explicaría que estaba hablando con un antiguo amigo que fue un antiguo amor con
el que tuvo grandes encuentros en inolvidables camas? ¿Cómo le iba a explicar lo
que ocurrió en aquella ocasión en que follamos mientras la televisión estaba
encendida, y la mirábamos los dos sin que nos importara mirarla porque no nos
distraía y, si lo hacía, recuperábamos de nuevo la excitación y nos reíamos por ello y
después seguíamos mirándola, una vez agotados, reconciliados con el mundo y el
universo por nuestro placer satisfecho y nuestro deseo aplacado?
-
Discúlpame, suelo estar muy ocupado (nada de Lucas y el ministerio, qué horror
esas intromisiones).
Siempre la misma
excusa para justificar mi tardanza en llamar a la gente más o menos amiga. Si le
hubiera contado la verdad, es muy probable que me hubiera cortado y me hubiera
mandado a paseo.
“Patricia, me cuesta
mucho retomar el contacto. A veces me entra una pereza espantosa. Me desentiendo
de las tarjetas y direcciones hasta que se mueren de asco y me olvido de ellas,
y no sé por qué lo hago. Tardo y tardo en llamar, y no sé muy bien por qué tardo
tanto, no lo puedo entender. A veces tardo tanto que no vuelvo a llamar nunca
más porque, al haber pasado tanto tiempo, me da una vergüenza espantosa llamar porque ya no sabría qué decir ni
cómo justificarme”.
Patricia se muestra
comprensiva.
- No es
ningún problema que hayas tardado en llamar, no importa – dice -. A veces
tardabas en llamar, me acostumbré a tus tardanzas.
- ¿Cómo? - digo.
Patricia se ríe.
- Siempre desaparecías y tardabas en reaparecer.
- ¿De veras? - digo yo, incapaz de
reconocerme en sus palabras, hasta tal punto nos olvidamos de nosotros
mismos, de lo que hemos sido alguna vez en nuestra vida, o hasta tal punto no
hemos sabido nunca que hemos sido así, como nos dicen que hemos sido.
- Sí, sí - asegura Patricia -. No me extraña que hayas tardado tanto,
incluso ya había dado por supuesto que nunca llamarías.
Me volví a disculpar y
al final, después de muchos circunloquios telefónicos que no llevaban a ninguna
parte, excepto a recordar viejas y tal vez periclitadas formas de ser, quedamos,
que era lo que yo pretendía, quedar con ella.
Nota de la
Redacción: agradecemos a Izana Editores en la
persona de su director, Javier Gil Carmona, la gentileza por
permitir la publicación del extracto del libro de Ángel
Rupérez, Sensación
de vértigo (Izana Editores, 2012), en Ojos de
Papel.