Si la
literatura occidental empieza con el enfrentamiento entre Agamenón y Aquiles por
una doncella llamada Criseida, la novela realista se inaugura con las andanzas
de un cornudo. Si la Ilíada canta las
gestas de héroes legendarios para evitar que sus hazañas caigan en el olvido,
el Lazarillo de Tormes, uno de los
puntos de arranque de la narrativa moderna, relata las desventuras de un
desdichado, de un embaucador. Aquiles es prácticamente invulnerable; Lázaro, en
cambio, ha recibido más palos y capirotazos de los que puede recordar. Héctor
está dispuesto a dejarse la vida por perpetuar su gloria y defender la ciudad de
Troya contra viento y marea, pero el pregonero de Toledo es un tipo que las ha
pasado canutas, que ha tenido que engañar, robar y malvivir para continuar con
vida, para subsistir. Bastante tiene con llevarse un mendrugo de pan a la boca y
pasar las noches bajo techo, aunque sea en un establo. Y si para conseguirlo
debe fastidiar a un tercero, descienda sobre el infortunado la piedad del Señor
y toda Su misericordia, pero Lázaro de ahí no se
mueve.
Es
precisamente del Lazarillo, novela epistolar narrada en primera
persona por un individuo del que no podemos fiarnos, donde Justo Serna
--catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia— ubica uno
de los puntos de partida de La
imaginación histórica. Galardonado con el Premio Manuel Alvar de Estudios
Humanísticos 2012, el ensayo está dividido en dos secciones: la primera de ellas
consiste en una reflexión sobre los vínculos que existen entre el oficio de
historiador y el de novelista, mientras que la segunda, que ocupa dos terceras
partes del volumen, se centra en el análisis de la producción literaria de
algunos de los más importantes escritores españoles contemporáneos; y aunque el
número de novelas consideradas supera el medio centenar, Justo Serna profundiza
en aquellas ficciones que se ocupan de nuestro pasado más inmediato y doloroso,
de ese pasado que no logramos dejar atrás:
Las
obras recientes de Mendoza, de Landero, de Pérez-Reverte, de Muñoz Molina o de
Cercas, esas que vamos a examinar, tratan del belicismo español, de la violencia
contemporánea. Y tratan de la fuerza bruta masculina. Tratan del conflicto que
no acaba en esta o en aquella guerra, en este o en aquel roce. Y tratan de la
larga posguerra y de las miserias que llegan hasta ahora mismo.
Como el
pregonero de Toledo, los protagonistas de muchas de estas novelas, son testigos
parciales e interesados de la historia que nos cuentan. Se trata de individuos
que relatan lo que ven o lo que quieren ver, lo que recuerdan o lo que quieren
recordar. Sujetos aprovechados o despistados, desorientados, errados o
angustiados, que nos transmiten sus propias impresiones, su particular versión
de los hechos y del pasado. Personajes, pues, de los que uno no puede fiarse, o
al menos de los que no puede fiarse del todo. Es lo que sucede, por ejemplo, con
el narrador y protagonista de El dueño
del secreto (1994), obra de Antonio Muñoz Molina. Se trata de un tipo que
confunde la realidad, un ser “apocado, apesadumbrado, adaptado, un pobre hombre
que recuerda cosas que realmente no vivió porque no las vio tal como eran; un
émulo del Lazarillo”.
Soldados de Salamina,
Anatomía de un instante, Retrato de un hombre inmaduro, Un día de cólera, El asombroso viaje de Pomponio Flato, Riña
de gatos. Madrid, 1936, El viento de
la Luna o La noche de los
tiempos, son sólo algunas de las obras que Justo Serna disecciona en La imaginación histórica. Pero no lo
hace a la manera que nos tiene acostumbrados la crítica literaria: el autor se
aproxima a estas producciones desde su especialidad académica, la historia
cultural. ¿Qué quiere decir eso? Pues que aborda dichas creaciones como
productos culturales nacidos en una época determinada y dotados de unas
características e intenciones particulares. No sólo estudia el contenido de
todas esas novelas, sino también aquellos elementos que rodean al texto y que
contribuyen a darle un sentido, unas connotaciones concretas: las solapas, las
contraportadas, las citas, los mapas y demás elementos que no forman parte de la
narración propiamente dicha pero que condicionan la impresión que vamos a
formarnos de ella. Lo que a Justo Serna le atrae de esas obras es “su
materialidad, su existencia, su funcionamiento, sus consecuencias (…) tratando
de averiguar quién lo ha producido, en qué circunstancia y con qué efectos”.
Entre otras cosas, La imaginación
histórica explica el uso que se hace de la historia en todas esas novelas.
Pero no hay que confundirse. Serna no trata de discernir qué hay de “verdad
histórica” en dichas ficciones, sino cómo abordan el pasado los mencionados
autores: qué uso hacen de él, cómo lo incorporan, con qué propósitos lo emplean,
qué tipo de memoria edifican así.
En este
sentido, uno de los capítulos más brillantes de La imaginación histórica es el dedicado
Arturo Pérez-Reverte y al estudio de Un
día de cólera (2007), novela que relata los sucesos del 2 de mayo de 1808 en
Madrid. A través del análisis de la forma que adopta el libro y del contenido de
la ficción, Serna desvela, con elegancia y fina ironía, las intenciones de ese
artefacto cultural. Rastrea distintos indicios que pueblan la narración para
descubrirnos, siguiendo una lógica aplastante, la posición ideológica de su
autor, las líneas maestras de su pensamiento, los mecanismos que facilitan su
popularidad y su éxito. En un auténtico ejercicio de microhistoria, los motivos,
intereses y posibles efectos del conjunto de la producción del escritor
cartagenero son destripados y puestos sobre la mesa, al alcance de quien quiera
verlos. Y es que, como Serna escribe en las primeras páginas del ensayo, “desde
cualquier ángulo se puede observar el todo”.
Así van
pasando los autores y las obras, y así nos vamos solazando capítulo tras
capítulo. Porque más allá del conocimiento y del placer que puedan procurarnos
sus páginas, el ensayo del historiador valenciano es una invitación a la
lectura, ya sea para descubrir a ciertos autores y sus últimas creaciones, ya
sea para releer desde una nueva óptica antiguas novelas. Un libro, pues,
sugerente y enriquecedor, que deleita e instruye, pero que también aborda
cuestiones más complejas, aspectos polémicos relacionados con la realidad
y la ficción, con la historia y la
novela.
El propio
título del volumen, La imaginación
histórica, ya es significativo, con su puntito de provocación. Comparten
enunciado la palabra “imaginación”, un vocablo que enseguida se asocia con la
ficción y la fantasía, e “historia”, una disciplina académica que, en principio,
ha de atenerse a lo probado, a lo real. Esta combinación sugiere entonces que
las diferencias entre ambas expresiones no son tan tajantes como podría
suponerse, que imaginación e historia no son conceptos reñidos. Aunque existen
diferencias obvias, quizá la historia y la ficción tengan más elementos en común
de lo que en un principio pueda parecer.
De hecho,
para hacer historia resulta indispensable recurrir a la imaginación, hay que
imaginar. No sólo por la necesidad de colocarse en el lugar del otro, de ese
sujeto histórico al que el investigador se esfuerza por aprehender, sino también
para rellenar los espacios en blanco de la investigación con lo posible o lo
probable, con aquello que pudo suceder pero de lo que no tenemos pruebas
fehacientes. O como afirma Justo Serna: “Imaginar aquí no significa inventar
temerariamente, sino postular por dónde ha de trazarse esa línea de puntos con
el fin de llegar al siguiente trozo, es decir, al siguiente documento”.
La
historia no es sólo una disciplina que produce un determinado tipo de
conocimiento y una determinada verdad, sino que también es un arte. En este
sentido, los historiadores tenemos cosas que aprender de los literatos. En
primer lugar, sus técnicas narrativas: así, el historiador, respetando los
hechos ciertos y probados y siendo riguroso con los datos y evidencias
históricas, podría construir un relato que resultase atractivo y convincente;
que argumentase, probase y persuadiese; que satisficiera a sus lectores
dosificando la información al modo de los novelistas. ¿Y los escritores? ¿Qué
podrían asimilar de los estudiosos del pasado? En primer lugar a emplear la
historia con responsabilidad y, en segundo término, a evitar “hacer copias
retrospectivas de una identidad actual”. Es decir, aprovecharse de sus
conocimientos presentes para juzgar o interpretar acontecimientos pasados que no
eran percibidos de ese modo por sus protagonistas.
Así como la historia dialoga con otras ramas de las
ciencias sociales y de las humanidades, la historia cultural, de cuya tradición
es buena muestra La imaginación
histórica, ha hecho suyos algunos de los métodos de la antropología y de la
crítica literaria. ¿Debería la historia atreverse a adoptar ciertos recursos que
emplean los escritores? Parece que desde determinados ámbitos de esta disciplina
existen reparos a la hora de acercarse a la ficción, siquiera como mero
documento histórico. No digamos ya como un ámbito del que extraer conocimiento o
provecho. Es como si temiéramos que se nos fuera a contagiar lo que forzosamente
distancia nuestro oficio del de los novelistas, y como si renunciáramos, por
tanto, a aprender aquello de lo que podemos beneficiarnos sin traicionar los
principios metodológicos de nuestra disciplina. Hablo, por ejemplo, de la
capacidad de emocionar. Las novelas que permanecen en nuestra retina, aquellas
que entran a formar parte de nuestra existencia, son las que nos traspasan, las
que nos emocionan e impactan. Frente a la fuerza de los sentimientos, la
frialdad y la desaparición del autor en la argumentación histórica tradicional
parece haber alejado el discurso académico de la ciudadanía. En un momento
además, en el que los vínculos sociales deberían estrecharse, en el que se
necesita más que nunca un diálogo, una colaboración fluida y solidaria entre las
distintas instancias de la sociedad civil.
Mientras esto sucede, mientras los historiadores y
demás académicos dialogan entre ellos y avanzan en sus conocimientos, son otros
discursos, otras formas de entender la historia y la sociedad, las que difunden
sus ideas y puntos de vista, las que llegan al gran público. Justo Serna, en La imaginación histórica, nos habla de
muchas cosas: nos entretiene y nos contagia su pasión por la lectura, nos
descubre los vínculos que existen entre ficción y realidad, analiza un conjunto
de obras literarias de primer orden, que están, además, al alcance de todos.
Pero también, a un nivel más profundo, reivindica el papel del autor, del
sujeto, de ese “yo narrador” que analiza el pasado desde un espacio y un tiempo
concretos. Y de algún modo –así al menos lo entiendo yo— reclama al literato el
respeto por la historia, la sabia y responsable utilización del pasado en las
construcción de sus ficciones.
¿Y al historiador? ¿Qué se le puede pedir al
historiador? El cuidado por las formas, el uso de técnicas narrativas para
dosificar la información, para no aburrir al lector, e incluso para conmoverle.
Tal como enunciara Alison Landsberg, sin emoción no hay recuerdo. Quizá así,
emocionando en nuestras narraciones históricas, logremos conservar viva la
memoria de las cosas.