Tras
una serie de exitosas obras que sustentaban parte de su encanto en la comicidad
de sus situaciones [(Soy un gato
(1905), Botchan (1906)], Sōseki,
ya consagrado como uno de los más importantes narradores del Japón de su época,
comenzó a interesarse por narraciones que abordaran historias más reflexivas y exigentes,
con el fin de enfrentarse a argumentos de mayor complejidad en los que se
examinasen aspectos amargos de la
sociedad y del individuo como la búsqueda de la identidad, la brecha entre
modernidad y tradición o las relaciones conyugales.
Publicada
por entregas en el diario Asahi
durante 1910, La puerta es una
narración de gran riqueza descriptiva, en la que los detalles más sutiles
caracterizan a sus personajes. Mediante un tono que oscila entre lo agridulce y
lo conmovedor, Sōseki, como sucede en muchas de sus obras, construye una
historia mínima en la que los pensamientos, las emociones, las angustias e
incluso los silencios de los personajes se plantean como el armazón de un tipo
de novela en la que el lector no puede permitirse ser un mero espectador pasivo.
El
difícil equilibrio de las relaciones conyugales en La puerta
La
Puerta narra
la historia de Sōsuke y Oyone, un matrimonio de mediana edad que vive de manera
sencilla y austera en el Tokio de principios de siglo XX. Los exiguos ingresos
de Sōsuke, un humilde oficinista, apenas les alcanzan para llegar a fin de mes,
si bien ambos sobrellevan su
situación con una callada resignación. La falta de hijos y las estrecheces
económicas no hacen mella en su armónica relación, aunque el paso del tiempo y
las vicisitudes de la vida se han llevado su alegría. La llegada de Koroku, el
hermano menor de Sōsuke, introduce un nuevo elemento de tensión en sus aburridas
y monótonas existencias, al que se une el frágil estado de salud de Oyone y una
inesperada visita del pasado que golpeará los cimientos de Sōsuke y le obligará
a refugiarse en un templo zen para encontrar una salida a su crisis
personal.
La
puerta tiene
como tema principal uno de los habituales intereses de Sōseki, especialmente en
sus últimos años de producción literaria: las relaciones conyugales. En este caso,
aborda un aburrido matrimonio en el que los esposos basan su felicidad en una
obstinada voluntad de darle la espalda al mundo y a su propio pasado. Oyone y
Sōsuke se tienen el uno al otro y con eso les basta. Sin embargo, el lector
descubre hacia la mitad de la novela la naturaleza de su relación, basada en un
frágil equilibrio en donde la culpa y la penitencia ensombrecen sus existencias.
Para
potenciar la tensión narrativa, Sōseki introduce un flujo de acontecimientos que
marcan las emociones de los protagonistas, pasando del pecado a la culpa y de
ésta a la redención. Así, el papel del narrador en La puerta es el de un cirujano que
irrumpe en la aparente calma de un solitario matrimonio y levanta la piel para
mostrar ese vacío y tristeza que impregna muchos de los matrimonios de su
producción literaria. Pese a esa mirada pesimista y distante hacia las
relaciones conyugales, la de Oyone y Sōsuke es una relación (aparentemente) más
feliz que la de, por ejemplo, el matrimonio de Las hierbas del
camino o el
de El
caminante.
En
este sentido, Kayoko Takagi, autor
del postfacio en la edición de Impedimenta, advierte un hecho
esencial: La puerta habla
fundamentalmente de las vicisitudes y trabas a las que se enfrenta esta pareja
(problemas económicos, enfermedades, desconfianza, imposibilidad de tener
hijos…) y de los obstáculos que debe sortear cada ser humano en su trayectoria
vital. El protagonista, Sōsuke, se enfrenta a una crisis personal que le hace
examinar su matrimonio y su relación con su esposa, una relación que se ido
consumiendo poco a poco y que Sōsuke evoca en términos
lumínicos:
“…la
llama que los había consumido en un principio había cambiado de color debido a
un mero proceso natural, y en cierto modo se había ennegrecido. Su vida en común
los había ido sumergiendo gradualmente en la oscuridad” (p.
191).
La
puerta y la
búsqueda de la identidad
Sorprende
en esta historia el giro que introduce el autor en la trama cuando el
protagonista, acuciado por una serie de acontecimientos que le hacen sentirse
acorralado, decide marcharse al tempo de Kamakura. Sorprende no sólo por la
brecha que supone en el hilo narrativo, sino también por el viraje hacia la
religión del personaje protagonista, que en ningún momento se había
caracterizado como un personaje espiritual. Este giro, para el que Sōseki no ha
preparado al lector, sitúa a Sōsuke en una búsqueda de respuestas en la religión
zen, “uno de los caminos más severos y
rigurosos”. Este punto de inflexión en la trama tiene su antecedente en la
vida del propio autor, quien también llamó a las puertas del templo de Kamakura
y cuya visita, como la de Sōsuke, también terminó en
fracaso.
Sōsuke
busca respuestas en la religión para salir adelante, pero no es capaz de
encontrarlas por sí mismo. La religión zen es exigente: debe ser él quien
encuentre esas respuestas. Un personaje tan inactivo como él no consigue pasar
la prueba y la novela se cierra con la misma sensación de vacío y desesperanza
que Sōseki ha ido construyendo a lo largo de las páginas de manera sutil pero
implacable. Y esa sensación de desesperanza viene en parte motivada
porque no se produce cambio ni evolución en la vida de Sōsuke: tanto él como su
matrimonio siguen estancados en un sentimiento de penitencia y culpabilidad por
lo que ellos entienden que fue el pecado que los unió en el
pasado.
La
puerta es,
en definitiva, una nueva oportunidad de acercarse a uno de los narradores más
interesantes y necesarios del siglo XX, con el añadido de hacerlo a través una
preciosa edición como es la de Impedimenta. Pero, cuidado. Que nadie espere
fuegos de artificio narrativos a lo Haruki Murakami. Estamos ante literatura
japonesa pata negra. No compren
sucedáneos.