Sospechamos que la cultura masiva
norteamericana ha ganado eficacia en el nuevo orden mundial gracias a la fácil
legibilidad de sus productos, pero también debemos aprender a establecer cables
conductores entre fenómenos que hasta hoy hemos contemplado como aislados, de
ahí que no hayamos entendido su verdadera trascendencia: el monstruo de
Bollywood, los culebrones hispanoamericanos, el boom de Miami como centro de
distribución de una pujante cultura latina, la batalla entre televisiones más y
menos pro-islámicas en el mundo árabe, las sit com que Hong Kong intenta
popularizar en toda China... No podemos seguir ciegos ante la evidencia: al
mismo tiempo que los EEUU afianzan su ya legendaria hegemonía cultural, las
naciones emergentes van aprendiendo a competir con productos que en unos casos
imitan a los yanquis y en otros parten de los referentes propios para hacerlos
accesibles a otros pueblos, creando así flujos nuevos de información y
entretenimiento.
La maestría norteamericana para
elaborar productos masivos es incuestionable. Y ello debe reconocerse incluso
cuando despectivamente llamamos mainstream a la cultura barata,
monocorde y de consumo fácil. Esta convicción no debe sin embargo hacernos
eludir el fenómeno de redistribución de los focos de emisión de contenidos que
se está produciendo a nivel global. Así, naciones emergentes en lo económico y
lo demográfico como China, Brasil, México, Egipto o China no son simples
víctimas propiciatorias para que los EEUU coloquen Friends, Spiderman o Madonna; son, eso
sí, mercados opíparos, pero también son nuevos gigantes con capacidad para
producir información y entretenimiento.
El encuentro de esta
argumentación con la factoría mainstream
por excelencia, Hollywood, es inevitable. Hollywood no es un simple centro
de producción de películas, también es el eje de una gran maquinaria comercial
que determina cómo han de ser consumidas dichas películas en Norteamérica y en
el mundo. Martel explica cómo los multicines han heredado la cultura del viejo
drive in, sustituyendo aquel estilo
desenfadado y juvenil asociado al automóvil por el modelo pop & corn, que encuentra su
condición de posibilidad en los exurb,
es decir, en todas esas metástasis de la ciudad original –y ahora
definitivamente abandonada por las clases medias- que han convertido los centros
comerciales en epicentro del actual american way of life. El autor nos
recuerda que, pese a la hostilidad de las élites intelectuales europeas hacia el
modelo pop & corn, que supuestamente
banaliza y degrada la calidad del producto artístico, los multicines se han
internacionalizado, modificando de forma muy significativa los hábitos de ocio
de miles de millones de personas.
En la segunda parte del texto nos
enteramos de que los grupos mediáticos norteamericanos, empezando por el célebre
Murdoch, llevan años intentando insertarse, por lo visto sin el éxito previsto,
en el laberinto chino. No es extraño que, una vez algunos renuncian
descorazonados a un mercado de 1300 millones de habitantes, apuesten por uno
similar, el indio, donde es esencial entender el fenómeno Bollywood si uno
quiere saber cómo son actualmente las cosas en la segunda nación más poblada del
planeta. Perfectamente profesionalizada y adaptada al modelo industrial
norteamericano, la factoría mainstream
más exitosa tras Hollywood basa su producción en un principio muy sencillo:
los indios quieren huir de la realidad en la que viven. La consecuencia es que
en sus películas el bien debe prevalecer sin ambigüedades, lo cual se consigue
en relatos estructurados en torno a claves narrativas muy pueriles y previsibles
donde la danza es imprescindible. La sencillez de la fórmula y el escaso precio
que se paga por verlas explica por qué hay cientos de millones de espectadores
para estas películas. El problema –y en esto el modelo yanqui sigue siendo
envidiable- es que el carácter fuertemente localista determina que la factoría
de Bombay no haya producido todavía un solo global hit.
El caso Bollywood nos pone sobre
la pista del gran conflicto desde el que podemos descifrar el sentido de la
situación actual. Por una parte, los países emergentes están demostrando
capacidad para producir sus propios contenidos, un fenómeno desde el que asoma
la amenaza para las naciones culturalmente hegemónicas de perder gran parte de
su peso cultural tradicional. Por otra, el sueño de crear un lenguaje con
capacidad de difusión universal y alternativo al norteamericano tropieza
sistemáticamente con la dificultad de superar los contextos regionales.
El análisis pormenorizado de esta
nueva geopolítica del soft power
requiere más ejemplos. Así tropezamos con Latinoamérica, que trata de
identificar a más de cuatrocientos millones de personas a través de referentes
con valor extranacional como el reggaeton o Shakira. La paradoja de que Miami
–es decir, una ciudad norteamericana- centralice la fabricación de valores
exitosos y la gestión de los intercambios, desde Los Ángeles o Nueva York hasta
México DF, Rio de Janeiro o Buenos Aires, pone en cuestión el supuesto de que
está creciendo un nuevo bolivarismo en torno a una supuesta cultura
latinoamericana unificada. Podemos referirnos también a la encarnizada batalla
entre Al Yazira (Qatar) y Al Arabiya (Dubai) por capitalizar la expresión
cultural del panarabismo, un viejo sueño muy bien financiado y que abarca la
información y el entretenimiento. O África, donde la admiración por el modelo
sudafricano ha convertido Johannesburgo en un referente para las naciones
subsaharianas, que amenazan con abandonar la dependencia cultural con las
antiguas metrópolis –París, Londres o Lisboa- a favor de un nuevo eje sur-sur,
cuyas consecuencias en cuanto a la evolución de los flujos de información e
influencia están todavía por evaluar.
En los tramos finales del ensayo,
el texto tiene que detenerse en el ejemplo por antonomasia, Europa. La razón es
sencilla: el viejo continente, tradicional competidor de los EEUU en cuanto a la
facturación de artefactos culturales, parece querer seguir exportando contenidos
al mundo sin dejar de exhibir vocación de resistencia al modelo mainstream que domina especialmente el
cine, sin olvidarnos de la música o la literatura. Si la pretensión es que esa
resistencia se traduzca en una efectiva facturación de productos exportables y
de éxito masivo, los resultados son desoladores.
“En todas partes he visto un poco
lo mismo: una cultura nacional fecunda, con frecuencia de calidad, a veces
popular, pero que no se exporta; y frente a ella, una cultura estadounidense
omnipresente que constituye el resto de la cultura: no hablo aquí del arte ni de
la cultura histórica, y menos de los valores que la cultura comporta; hablo de
los productos culturales, de la cultura de masas, de la cultura de los jóvenes,.
Esta cultura europea común ya no existe. La única cultura mainstream común los pueblos europeos es
la cultura estadounidense.” (392)
Europa no puede resistirse a un
proceso que desborda las voluntades regionales: la globalización de los
contenidos ha hecho crecer un modelo de mainstream estandarizado y masivamente
consumible, lo cual determina una americanización creciente de la sensibilidad y
los hábitos. Al mismo tiempo, pero desde vectores en dirección contraria, la
globalización determina el surgimiento de nuevos flujos de intercambio
regionales, lo que genera un escenario complejo con multitud de actores
diferentes compitiendo por atraer, vender e influir. Dentro de este nuevo
reparto de cartas, las bazas europeas tienden a la baja. Si los franceses
producen películas para los franceses y los indios para los indios, entonces la
ventaja es para quien domina un ámbito local más extenso y, en el trasfondo,
para quien, como los norteamericanos, produce astutamente contenidos que no se
someten al corsé de lo local.
Cultura mainstream es un estudio serio y
exhaustivo cuya existencia se justifica sobradamente cuando, a la luz del
torrente de datos, el texto nos convence de que algo muy serio está pasando en
la industria de los contenidos culturales. La metodología de trabajo,
consistente en una larga serie de entrevistas por todo el mundo con personas que
tienen alguna relevancia en relación a la producción de fenómenos de masas en el
cine, la música pop, la televisión o la literatura, es honesta y funciona
eficazmente. A medida que sabemos lo que piensan sobre la industria un redactor
que trabaja para Al Yazira, un caza talentos de la música negra o un ejecutivo
de la Disney, se va definiendo mejor el diagnóstico general: sobrevivir y
prosperar al nivel de la gran industria en la globalización sólo es posible si
se producen estándares de traducción rápida y fácil, lo cual supone ver en la
digitalización de la cultura una oportunidad y no una amenaza.
Impecable conclusión, o al menos
eso parece tras leer todas esas entrevistas. Pero algo chirría después de un
recorrido tan exhaustivo por la geografía mundial del soft power. Las consecuencias que el
autor extrae de su largo periplo incitan al debate: Europa debe superar sus
elitistas prejuicios intelectuales y abordar la necesidad de construir una gran
industria mainstream si no quiere
seguir deslizándose hacia la insignificancia en el mercado de contenidos. En
cualquier caso, y a medida que perseveramos en la lectura, se nos exhorta a
abandonar toda esperanza, Europa está perdida porque es un continente
“libanizado”, es decir, por más que exista una unión monetaria, por cierto con
un futuro cada día más problemático, los localismos hacen imposible la búsqueda
de estándares culturales unificados. Nos asalta entonces una duda: ¿debe Europa
dejar de hacer películas como las de Nanni Moretti o Patrice Leconte para
producir sus propios Star wars o Troya? En cuanto a films de éxito
mundial como Nothing Hill, Intocable
o cualquiera de Almodóvar, ¿no contradicen la presunción –implícita en el
discurso de Martel- de que sólo se exporta masivamente lo que se adecua tanto a
parámetros simples que termina siendo vacuo y pueril?
Más allá de lo que podamos
aconsejar a los productores europeos respecto al cine, el arte o la literatura,
lo que despierta sospechas en el orden argumental de Martel es la premisa de que
los artefactos culturales de masas carecen de ideología. Sólo se persigue la
rentabilidad, no hay ningún plan de persuasión oculta respecto a principios
encaminados a la represión o a la sumisión, ni siquiera se puede hablar sin más
de una simple colonización por parte de la potencia hegemónica, como pretenden
los partidarios de la teoría del imperialismo cultural yanqui, etc... Podemos
aceptar todo esto; más difícil es creerse sin más que un producto de masas
carece de implicaciones ideológicas y es, por tanto, políticamente neutral
porque supuestamente no pretende adoctrinar sino generar entretenimiento y
hacerse fácilmente vendible.
El propio autor ofrece a lo largo
del texto explicaciones muy sólidas respecto a los procedimientos para construir
y diseñar un producto de consumo masivo. De ellas extraemos la conclusión de que
dichos procedimientos son cualquier cosa menos inocentes, y que la compleja
guerra comercial que se está abriendo en el mundo a propósito de los contenidos
culturales es indisoluble de la transmisión de una serie de valores en los que
se adiestra cada vez a más millones de personas, con las consiguientes
repercusiones. Ya sabemos lo que dijeron Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración al respecto
de la supuesta neutralidad de los medios de masas: “Cuanto más sólidas se
vuelven las posiciones de la industria cultural, tanto más brutal y sumariamente
puede permitirse proceder con las necesidades de los consumidores, producirlas,
dirigirlas, disciplinarlas, suprimir incluso la diversión: para el progreso
cultural no existe aquí límite alguno. (...) Divertirse significa estar de
acuerdo. (...) La liberación que promete la diversión es liberación del
pensamiento en cuanto negación”
No
sólo se están redistribuyendo a nivel mundial las posiciones en la carrera por
la venta de contenidos culturales, también se está produciendo al hilo de la
globalización un reforzamiento de las industrias que producen artefactos de
consumo fácil. La amenaza de deterioro de la calidad de la experiencia de
recepción no es negada por el autor, pero no parece dispuesto a lamentarse por
esa pérdida o elaborar propuestas para la resistencia ante el riesgo de una
puerilización global de la cultura. Su única respuesta es la sumisión, una
sumisión de otro lado poco operativa, pues no se nos informa de cómo podemos
superar los localismos para crear, por ejemplo, un lenguaje estético común a los
europeos, ni como se hace para crear una industria del cine que produzca
películas espectaculares cuando no se dispone de inversiones como las de
Hollywood. La opción es entonces la caída en la melancolía o en el cinismo, y
desde tales actitudes ni se filma Intocable ni se editan las novelas de
Luis Landero. Convendría, ya que hablamos de novela, recordar la diferenciación
que Umberto Eco estableció ya hace décadas en El superhombre de masas entre el
producto destinado a consolar y aquietar a las masas y el que se define por
entrar en conflicto con la ideología dominante, cuyos valores habitan sin duda
la mente del lector: “...hay una constante que seguirá diferenciando la novela
popular de la novela problemática, y es que en la primera se librará siempre una
lucha del bien contra el mal, que, cueste lo que cueste, siempre se resolverá
–independientemente de que el desenlace rebose felicidad o dolor- a favor del bien, definido según los
términos de la moralidad, de los valores y de la ideología al uso. La novela
problemática propone, en cambio, unos finales ambiguos precisamente porque tanto
la felicidad de Rastignac como la
desesperación de Emma Bovary ponen puntual y ferozmente en cuestión el concepto
adquirido de Bien (y de Mal). En una palabra, la novela popular tiende a la paz,
mientras que la novela problemática pone al lector en guerra consigo mismo.”
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