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Jesús Martínez y Marc Javierre Kohan:  <i>BCN Tourist. La mirada diferente de la Barcelona 100%</i> (Ediciones Carena, 2012)

Jesús Martínez y Marc Javierre Kohan: BCN Tourist. La mirada diferente de la Barcelona 100% (Ediciones Carena, 2012)

    TÍTULO
BCN Tourist. La mirada diferente de la Barcelona 100%

    AUTORES
Jesús Martínez (texto) y Marc Javierre Kohan (fotos)

    EDITORIAL
Ediciones Carena

    OTROS DATOS
ISBN 9788415471660. ISBN ebook 9788415471677. Barcelona, 2012. 300 páginas. PVP: 15 €. Ebook: 3 €




Magazine/Nuestro Mundo
BCN Tourist. La mirada diferente de la Barcelona 100%
Por Jesús Martínez y Marc Javierre, lunes, 9 de julio de 2012
En la última, y divertidísima, novela de Jordi Soler, Diles que son cadáveres, el poeta francés Antonin Artaud se infiltra en un grupo de turistas que observan las maravillas de una exótica ciudad latinoamericana. La perspectiva que le otorga ese punto de observación, acaso influida por la ingesta de sustancias psicotrópicas, convierte lo que a primera vista puede parecer una experiencia banal en fulgurantes visiones de cuya intensidad es imposible abstraerse. Algo parecido —sobra decir que desde la sobriedad a la que obliga el ejercicio del buen periodismo— es lo que han hecho Marc Javierre Kohan y Jesús Martínez en BCN Tourist. Han recorrido con actitud de naturalistas las 35 paradas del Bus Turístic de su ciudad, Barcelona, pertrechados de cámara de fotos y con un bloc de notas, a la caza de aquellos sucesos, atmósferas y personajes que se les han ido presentando (por Xavi Ayén, periodista de Cultura del diario La Vanguardia)

Foto de Marc Javierre Kohan

Foto de Marc Javierre Kohan


McDonald’s: Guerra

“Muy cerca de ti.” En Barcelona hay diez [“restaurantes”] McDonald’s.

En la guía del Bus Turístic, este establecimiento aparece reflejado en diez ocasiones.

“Esta coreografía —tú abres fuego mientras yo corro adelante y luego yo te cubro mientras tú desplazas a tu equipo más arriba— es tan poderosa que puede superar incluso deficiencias técnicas enormes. Hay coreografía para asaltar la playa de Omaha, para tomar un búnquer fortificado y para sobrevivir a una emboscada en L de noche en el Gatigal. La coreografía siempre requiere que todos los hombres tomen decisiones basándose no en lo mejor para sí mismos, sino para el grupo. Si todo el mundo actúa así, sobrevive la mayor parte del grupo. Si nadie lo hace, mueren la mayoría de los hombres. Esto es, en esencia, el combate.” (Junger, Sebastian, 123: 2011)

El colaborador de Vanity Fair Sebastian Junger voló al valle de Korengal (Afganistán) para describir la muerte en su libro Guerra (Crítica, 2011). El turista que ha volado hasta Barcelona, se arroja al valle de Pelai, 62: McDonald’s.

El turista rebasa los cuatro “easy order” (“quioscos de pedidos”) para no hacer cola. Igualmente, hará cola. Abajo, en lo que se supone que es la planta baja, el infierno. Ocho cajas automáticas con sendos operarios, ayudados, cada uno, por un asistente. En cada una de las colas, de media, cinco turistas. Son las dos de la tarde de un sábado.

Las cajeras gritan: “¡Holaaaaaaaa!”. Levantan la mano y la agitan como los asamblearios de las acampadas de jóvenes del Movimiento 15 de Mayo. Atraen así al cliente, en Babia.

El turista, atrapado por la multitud, en estado de shock.

La encargada (“azafata”) Catherine, de Colombia, comanda la guarnición de este McDonald’s; sólo al otro lado del mostrador, 16 chicos en menos de 10 m2. Ella, vestida de blanco, con el logo de McDonald’s por nombre, dirige a la infantería con una rapidez pasmosa, como si estuviera en la posición avanzada Restrepo, en la que estuvo Sebastian Junger. Ella da órdenes, para eso la adiestraron. Si en las cajas alguno de los suyos grita a pleno pulmón: “¡No hay ketchuuuuuuuuuuup!”, ella reacciona con sangre fría, al otro lado del telón de turistas: “¡Laura, en el estante izquieeeeeeeeeerdo!”. Si Rafa, con los dientes mellados, cumplidor, leal a su grupo de “currelas”, coge la fregona para, a renglón seguido, pasar la mopa, y se encuentra con el contenido de una bandeja Happy Meal desparramada por los suelos, como los sesos de un gángster el Día de San Valentín, Catherine dicta las coordenadas (“¡en la segunda mesa!”), corta con la mano el tráfico de azacaneados turistas, abre un cortafuegos prudencial en torno a la mancha, desvía a los turistas por los flancos (“pasen por aquí, por favor”) y pide inmediatamente apoyo aéreo para taponar la herida (“¡diles que bajen trapos!”). Si, en pleno tiroteo de McNuggets y Caprichos Crispy del dos y medio, con detonaciones de McGraps 20 milímetros, artillería pesada McBacon y morteros de cuarto de libra con queso, algún turista le hace ver, insistentemente, que no hay servilletas (sin por favor: “No hay servilletas”), la encargada Catherine delegará en sus soldados, entre los cuales, Rafa es el que mayor experiencia de combate ha adquirido: “¡Rafa, servilletas!”. Con el uniforme puesto, gorra, camiseta roja y tejanos en cuyos bolsillos traseros se ha hilado la M de McDonald’s, Rafa, aun con el mocho, toma posiciones para recargar los servilleteros.

Servir a la unidad en la planta baja, ahora. Esa es la función de Rafa. Dentro de unos minutos, volverá a su puesto: reconquistará la cima del primer piso, ascendiendo por la empinada pendiente, apagando los fuegos de los clientes: “¿Me das mostaza?”; “¿Me puedes buscar una mesa?”; “Perdón, te he pisado”.

Las instrucciones de McDonald’s al personal incluyen lavado de manos: “Se ha establecido un programa de lavado de manos adicional por el cual un reloj se programa para que suene cada hora e inmediatamente después y de manera ordenada todos los empleados acudan a lavarse las manos”.

Catherine no se arredra ante el peligro ni se enreda con las lenguas de Babel: “No es tan difícil trabajar aquí, el McPollo es McPollo aquí y en Nicaragua”.

Si el almirante Michael Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, tuviese que reclutar tripulación para el portaaviones Nimitz, como hace cinco siglos lo hicieron los hermanos Pinzón para enrolar en la Pinta y la Niña a los más fieros calafates, ya sabría adónde dirigirse: al McDonald’s de Pelai, 62, el Valle del Korengal de Barcelona.

Los niños de una familia portuguesa, turistas en Barcelona, chillan escandalosamente como parte del ritual esotérico de sus travesuras: “¡¡Aaaaaaaaaaaahhh!!”

La cajera, también grita: “¡Hola, ¿quiéeeen va?!”.

Al turista le empujan prácticamente hasta los plafones en los que se licitan los helados Sundae (1,90 euros). Pide, aguijoneado por la multitud antes de un linchamiento: “Un menú Big Mac” “¿Para beber? Agua, Fanta, Coca-Cola, Nestea…” “Nestea.” “¿Con hielo o sin hielo?” “Ehhh, sin hielo.” “Son 6,25 euros.”

El turista, con la bandeja en las manos, averigua si hay asientos libres. Después de 10 minutos de espera calurosa, a resguardo de los niños que amenazan con más patadas si los padres no acceden a que les traigan siete Kitkats de serie, el turista se sienta, con el extintor en el cogote. Verifica el contenido del Big Mac (“¿Qué le hará tan único? ¿Será el doble de carne, el queso fundido, la cebolla, el pepinillo, la lechuga, la salsa secreta? ¿O una combinación de todo esto? I’m lovin’ it”): patatas, ok (“no hay mejor amigo que unas patatas fritas, siempre están ahí y sólo cuando faltan las echas de menos. Nuestras patatas se fríen con aceite 100% girasol. I’m lovin’ it”); bebida, ok (“seguir las instrucciones: 1. Coger la pajita; 2. Poner la pajita en la bebida favorita; 3. Llevar a la boca y disfrutar de una sensación refrescante. I’m lovin’ it”); hamburguesa, ok (“queso cheddar fundido, 100% carne de vacuno, y la inigualable salsa secreta. I’m lovin’ it”); kétchup, ok (“Heinz Tomato Ketchup. I’m lovin’ it”).

Catherine reconoce el terreno: “¿Todo ok?”.

El turista: “Todo ok”.

***


Hard Rock Café: La Última Cena

¿Cuánto ruido puede llegar a hacer un grupo de trece comensales norteamericanos en el Restrooms del Hard Rock Café de Barcelona (Plaça de Catalunya, 21)? Perdón, no es ruido, es rock. Los apóstoles canturrean a Mick Jagger en Melody, del álbum Black and Blue (1976), aunados funk y reggae, en un vídeo con percutor, en blanco y negro, de la época de las detonaciones en Europa. Una pantalla de plasma gigante emite los sonidos guturales de Sus Satánicas Majestades, y el aparato, colgado en la pared rosada como un fetiche más, está escoltado por los platos y las baquetas del batería de los Foo Fighters Taylor Hawkins (con la firma impresa) y por la guitarra del color de un pato mareado en los alcornocales de la Sierra de Ubrique y que perteneció, antes de que colgara sus cuerdas, a Mike Einziger, guitarrista de la banda Incubus.

Melody, it was her second name

Melody, it was her second name
Melody, it was her second name
Melody, it was her second name

Las seis y media del sábado 8 de abril del 2011. Trece turistas sentados en una misma mesa del Hard Rock. En esta Santa Cena de los turistas, Cristo es una mujer y se rodea de mujeres, de cuatro rubias despampanantes con los cuchillos largos, levantados, agarrados por su empuñadura. Comen bistecs y hamburguesas de cinco pisos con ascensor (cebolla, salsa de chile, triángulos de queso cheddar, salsa de Worcestershire, mostaza, carne molida, lechuga, rodajas de tomate, tocino, kétchup y mostaza). También comen cosas más raras: Tupelo Chicken Tenders y Bar-B-Que Ribs. En el eat, el menú del Hard Rock Café, lo más parecido a una comida saludable (sana, rica en hidratos de carbono y pobre en grasa) es el entrante “Grilled Mediterranean Shrimp pasta” (15,95 euros): “Tu elección de gambas jumbo o pechuga de pollo a la parrilla servida encima de pasta Romano con perejil, mezclada con judías frescas, corazones de alcachofa, champiñones al horno con una salsa de limón y alcaparras. Con guarnición de pimiento rojo al grill, olivas negras y perejil Romano. Servida con tostada de ajo”.

La Mesías-turista de esta mesa lleva el pelo recogido y los hombros desnudos, marcados por los tirantes de su sujetador, sobre una piel que antes de estar quemada, al rojo vivo (igual que una gamba Pescanova), era más pálida que la cara de Sara Carbonero cuando le dio el beso Iker Casillas, minutos después de haber ganado la Copa del Mundo en Suráfrica. Brilla con luz propia, aunque chille como los macacos de Gibraltar, con el ímpetu de las cervezas (“Estrella Damm Pinta”).

Los Apóstoles-turistas (ocho hombres, cuatro mujeres) predican en el desierto, y alzan la voz por encima del nivel permitido para la buena digestión, algo así como una radiación de frecuencias de la octava alta. En la pantalla del televisor, después de Morritos Jagger, los Creed de Tallahassee (Florida, Estados Unidos):

Hold me now
I'm six feet from the edge and I'm thinking
That maybe six feet
Ain't so far down

Los perfiles de estos Apóstoles de la Santa Mesa del Hard Rock Café serían los siguientes: 1. Santiago es patizambo; 2. Andrés es barbilampiño; 3. Juan se morrea con 4. Felipe de Betsaida (en este caso, Felipa); 5. Bartolomé choca su copa de vino tinto (Señorío de Hernando Rioja) con 6. Tomás (Tomasa), que coloca con desparpajo el brazo derecho sobre el respaldo de la silla de 7. Mateo (o Amatea); 8. Santiago se levanta para ir al lavabo (en el vestíbulo que da paso a la puerta de Señoras y Caballeros, la fotografía de Freddie Mercury, el héroe asiático), al igual que 9. Judas Tadeo y 10. Simón el Cananeo, que tienen ganas de mear (se incluye el cava). Visten la camiseta del Barça, sin número en el dorsal, 11. Matías y 12. Judas Iscariote.

La camarera, vestida con un traje negro tres cuartos (casi que dos cuartos), emula a la tenista serbia Ana Ivanovic si no fuera porque el blanco es adyacente. Retira los platos, calmada, protegida por un ser superior, y se desvanece tras las puertas de la cocina, como una monja clarisa, en dirección al fregadero.

Suena Eric Clapton (I get lost):

I'm sorry.
Why should I say I'm sorry?
If I hurt you,
You know you've hurt me too.

Amatea hace fotos con una cámara digital, tantas que Eric Clapton da paso a All this time, de Sting:

And all this time
The river flowed
Endlessly,
To the sea.

La mesa de la Santa Cena se levanta. Es su última cena en Barcelona, por lo poco que este reportero ha podido descifrar (encima de la cabeza del cronista, la guitarra, nueva de trinca, de Jeff Watson, el guitarrista de Night Ranger). Juan el Evangelista coge los palos y aporrea el bombo. Los apóstoles ríen y se van. Suben las escaleras, y pasan por debajo de la chaqueta hortera de Julio Iglesias, y pasan por entre las paredes adornadas como en un cementerio, una corona con estos gladiolos: el cuadro de Shakira, el kimono de Madonna, el cartel de Red Hot Chili Peppers, la chaqueta de piel de lagarto de Keith Richards, el sombrero de Elvis Presley, la tablatura de Whole lotta love, de Led Zeppelin, la guitarra de Lenny Kravitz, las fotos de Marilyn Manson, el certificado de la tribu de los semínolas (propietarios de la cadena de establecimientos Hard Rock Café), la guitarra de Jewel, un cadillac con la matrícula “Dios es mi copiloto”, la tienda de souvenirs (Zippo Lighter Hard Rock Barcelona; Hat Classic Black Color Logo Barcelona, con las inscripciones “Save the planet” y “Love all serve all”)... En el techo, una lámpara de araña con saxos en lugar de bombillas.

Se van los apóstoles con la rubia de las mejillas rosadas (afuera, en los peldaños de la entrada, un vagabundo igualito igualito que Karl Marx engulle patatas fritas, en una bolsa de Kentucky Fried Chicken). En ese mismo momento, en el subsuelo del Hard Rock Café, en el salón con los restos de la mesa en la que se ha celebrado la Última Cena, seis camareros salen de la cocina con los postres (Hot Fudge Brownie y Baker’s Choice) : “¡Pero se han ido! ¿Cómo que se han ido? ¡No puede ser!”.

El Hard Rock Café de Barcelona (“Barcelona, easily being one of the most vibrant, exciting and sophisticated cities in Europe”) es el lugar idóneo para perderse y olvidarse de los desserts.

Vídeoclip de Justin Bieber (¿rock?).


Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, y a los autores, Jesús Martínez y Marc Javierre Kohan, la generosidad por permitir la publicación de este fragmento del libro BCN Tourist (Ediciones Carena, 2012), en Ojos de Papel.

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    La cabeza del profesor Dowell, de Aleksandr R. Beliáiev (por Ana Matellanes García)
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