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Santos Domínguez: <i>Plaza de la Palabra. Antología</i> (Editora General de Extremadura, 2012)

Santos Domínguez: Plaza de la Palabra. Antología (Editora General de Extremadura, 2012)

    TÍTULO
Plaza de la Palabra. Antología

    AUTOR
Santos Domínguez

    EDITORIAL
Editora Regional de Extremadura

    OTROS DATOS
ISBN:978-84-9852-316-4. Mérida, 2011. 190 páginas. 10 €




Tribuna/Tribuna libre
Santos Domínguez en su Plaza de la Palabra traza el rastro de las lágrimas del hombre
Por Miguel Veyrat, miércoles, 1 de febrero de 2012
Confía en la huella de las lágrimas
y aprende a vivir

Paul Celan, Cristal de aliento

“¿Quién soy yo y quién eres tú?”. Con tal pregunta titulaba el filósofo Gadamer su comentario al libro “Cristal de aliento” del poeta Celan. Las respuestas del maestro de la hermenéutica en Verdad y Método concluyen que “una interpretación sólo es correcta cuando al final es capaz de desaparecer porque ha penetrado en la nueva experiencia del poema”. La interpretación —entre nosotros podemos llamarla reconstrucción del mundo revelada en el poema— que opera el poeta Santos Domínguez en esa venturosa llamada al diálogo con el título de Plaza de la Palabra (1), muestra el lugar y andamio propios sobre los que ha trabajado febrilmente a lo largo de toda su vida.
Hablo del Santos Domínguez poeta, porque decenas de miles de lectores de sus puntuales reseñas en la revista que dirige y su blog personal (2) lo conocen como uno de los críticos más solventes del mundo literario del ámbito digital en lengua española. Ahora mismo, quienes hemos aprendido de la serena aticidad de sus notas críticas y silabeado sus versos gozando de la sabiduría contenida en ellos —Coleridge, en frase que suele citar el poeta español Vicente Cervera, decía que no se puede ser un gran poeta sin ser al tiempo un profundo filósofo— hallaremos en los anaqueles de nuestros libreros esta “Antología” que, superada su modestia íntima, al fin se ha decidido Santos Domínguez a publicar, a “enseñar”.

No en vano Félix Grande, poeta español contemporáneo y reconocido, quiso titular las razones que ponen prólogo a esta plaza del Logos, con la segunda parte de la misma frase que dedicó Hans-Georg Gadamer a Paul Celan. Pregunta Grande a su amigo y compañero: “¿Tú quién eres”? Y antes de responderse declara: “Por aquí ha pasado el dolor. Este libro es una joyería de cicatrices y todas ellas reúnen la moral de las llagas, la cortesía de la atención a la calamidad, la cordura del llanto pudoroso, la penitencia del naufragio metódico, la lealtad que transportan en el pico las cigüeñas del desconsuelo. Por aquí ha pasado el dolor con sus manos “orantes, funerales” y su penacho milenario.” Tras describir algunos de los versos leídos y condensar desde el aliento colectivo del ágora algunas de las emociones más patentes que ha expresado el poeta, el autor del texto liminar concluirá que “mientras vivimos lentamente este libro, este alto testimonio, estas palabras, este ritmo, esta conducta, esta felicidad… Santos Domínguez anda y anda con la fuerza irrompible de quien lleva a la espalda su saco de dolor, su emoción de existir y sus consoladoras palabras genesíacas.” Y todo esto es cierto.

La Antología Plaza de la Palabra recoge pues, en mi opinión, un mosaico de teselas versificadas de aquello que representa la pasión agonística de comunicación en la existencia del hombre

El yo que se pronuncia en un poema lírico no se puede relacionar exclusivamente con el del poeta, ya que “ese individuo” —como lo llamaba Kierkegaard—, también es cada uno de nosotros. Por ello está bien traído el concepto de consuelo para las palabras que pronuncia el poeta Domínguez, ya que dan testimonio de una última angustia vital y al mismo tiempo representan una y otra vez —a la par que se aspira y espira— su solución, o mejor dicho, no su solución sino su elevación a una forma sólida en el lenguaje; como también dirá Gadamer del Cambio de aliento en Celan: “En el gran compás del tiempo, que es como el pulso, el destello de la conciencia, como una antifatalidad”. Algo suavísimo que cristaliza sobre el lugar otro, tú que a la vez soy yo, como la nieve tan amada por este poeta extremeño, y que se sedimenta sobre algo también pequeñísimo, ligerísimo y al mismo tiempo absolutamente preciso: la palabra verdadera. Que practica “el delicado arte de caer”, como suele decir mi amiga la pensadora Ariadna Palavicini. Como las lágrimas sinceras tan difíciles de hallar en esa sucesión de imposturas que acarrea la poesía española desde el primer tercio del pasado siglo, y a cuyos fautores yo envío estos versos de Santos Domínguez, lógicamente sin el permiso explícito ni implícito del poeta:

Vienen para probar el sabor de la sangre
y el calor de la herida, para ver cicatrices
o los colores blancos del dolor en los pájaros.
Son la mano que escribe sobre el tiempo del sueño
las armonías secretas y azules de su canto
en las estatuas frías de las islas extrañas.
No duermen, pero sueñan la cruz del sur con lluvia,
las escalas oscuras del ángel de las lágrimas. (…) (3)

Concluimos que la garganta babélica del profesor y poeta Santos Domínguez, ha devorado ya tantos miles de páginas con los significados que desde los orígenes compusieron versos, armaron sintagmas para organizar pensamiento en tantas direcciones y a través de tantas lenguas distintas, que a su vez labraron culturas diferentes bajo cielos de diferente altura, que aprendió a hallar el rastro de las lágrimas del hombre. Y a encontrar su ritmo de caída sobre cada conciencia que debería recibirlas. Sabe ya con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, y por tanto también sabe quién y cómo es capaz de provocarlas. Homo Viator, su densa y hermosa poesía es el más completo Libro de Horas, prontuario, guía o vademecum para desenmascarar trampas mentales y estéticas. Escéptico siempre, pero poeta en todos sus actos de razón, eleva su condición humana bastantes metros sobre la de cualquier pensante al uso logrando que sus metáforas brillen con la pátina insustituible de lo verdadero. Homo Viator no orante, ni orate que aguardaría mensajes del susurro de una voz oculta en el silencio como hombre que hace palabra de todo cuanto mira y que si alguna trascendencia busca, tratará de cómo darle cumplimiento desde el Cénit al Nadir y de Oriente a Poniente, sin abandonar la coherencia de ser sujeto para la muerte, significante en marcha que parece contradecir al Lévinas —ya convencido del pleno desarrollo de su teoría de la alteridad—, que afirma Mi muerte es insignificante, a no ser que arrastre en mi muerte la totalidad del ser, como lo desearía Macbeth en el momento de su último combate (4).

En Santos Domínguez he querido adivinar yo un cierto deseo de retorno, en su mirada velada por la nostalgia, hacia aquello que nunca debió desviarse para siempre de la gran Tradición lírica de nuestra lengua

En la razón desarrollada por Santos Domínguez a lo largo de su poética —cuya esencia contenida en el Epílogo que aparece en las páginas finales del libro con el título “Desde Un bosque Extranjero” reproduzco al final de estas líneas— predomina según creo la idea antropológica recogida por Clifford Geertz (5) desde el concepto weberiano ya citado, cuando argumenta que “el concepto de cultura que propugno... es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones”. En consecuencia, la cultura es la red o trama de sentidos con que le damos significados a los fenómenos o eventos de la vida cotidiana, para poder interactuar socialmente. Si he querido traer a cuento aquí a la ciencia de la mano de la antropología, no lo consideren como un pecado mortal del heterodoxo que esto escribe pues es evidente que la poesía no responde al concepto de ciencia habitualmente al uso, pero sí al modo de interactuación social perfectamente definido por la moderna psicología cognitiva, que refrendan las aportaciones no menos heterodoxas (y por ello fustigadas largos años por “amigos del saber” a quienes Sócrates hubiese detestado) de María Zambrano al argumentar su concepto de “Razón poética” (6).

La Antología Plaza de la Palabra recoge pues, en mi opinión, un mosaico de teselas versificadas de aquello que representa la pasión agonística de comunicación en la existencia del hombre, que sobrevive a las más duras condiciones impuestas por una Naturaleza que rechaza el auxilio de cualquier dios —del que ya sabe que permanecerá ausente de sus necesidades—, pero que comparte sus males y esperanzas con los demás humanos. Desfila pues en este libro la Historia a través de los prismáticos, a menudo con óptica deforme, con que los hombres la han construido y significado desde sus propias culturas, sus frases, sus temas, sus angustias; desde los otros animales y cosas que le hablan y hacen compartir los sueños de Parménides, Fidias o Leonardo (l’Arte é una cosa mentale). Desfilan los ángeles, los leones, los sauces, los arroyos, la luz de la mañana, las alondras, los halcones, lo visible y lo invisible, las venas y sus latidos, diástole y sístole donde el poeta inspira y espira su don inimitable de convertir las emociones en música que penetra y puede aliviar o apenar los corazones. Pasan países y ciudades, héroes de la antigüedad, pintores, poetas, reyes y emperadores, todo pasa como la sangre de los godos hasta los ríos manriqueños donde se agotó la lírica española para ceder el paso a los embajadores del barroco italianizante. En Santos Domínguez he querido adivinar yo un cierto deseo de retorno, en su mirada velada por la nostalgia, hacia aquello que nunca debió desviarse para siempre de la gran Tradición lírica de nuestra lengua (7).

En sus aires y aguas limpias de otra cosa que no sea lenguaje humano, vamos a bañar el sentido de nuestra lectura

Mas como la lengua es un ojo, en el aforismo de su amado Wallace Stevens —que abre el poema “El ángel necesario”—, el poeta también despliega la modernidad de sus lecturas en un recuento anotado cuidadosamente como epígrafe de cada uno de sus poemas. ¿Homenaje necesario a quienes han nutrido la Cadena de Unión desde que el primer poeta logró la música de un verso al entonar su humanísimo grito de amor o de dolor, de placer o ausencia, abandono o encuentro? ¿Vademecum en forma de Canon, o de Libro de Horas como dijimos al principio de estas líneas?, ¿o bien viejos hábitos de profesor consciente de que ilustra a los lectores en la humildad de la palabra propia remitiéndoles al verbo ajeno que su lengua ha mirado como espejo transparente?, ¿epígrafes pensados antes o después de edificar el poema? En cualquier caso, para mí justifica el nombre babélico que atribuyo a su garganta emisora de poesía, que no hace distinción de escuelas y de lenguas y bebe en los arroyos nacidos entre las ruinas de aquella torre que, in altiora Salus, pretendía el pacto de los hombres con el supuesto Señor de la génesis de la luz, de la palabra única en un solo lenguaje teológico. Cuando brotaron las fuentes de la diversidad desde los pozos abiertos por los cascotes caídos en la fracasada confusión, y de ellas los ríos de lenguas hasta el estuario de la traducción —aquel que riega e ilumina de sentido el heideggeriano tropo del Lucus a non lucendo—, el poeta abre en los bosques caminos y claros donde ningún escritor puede ya sentirse extranjero. Allá nació la conciencia personal y colectiva anulando el desierto.

Contradictoriamente, los autores genesíacos no pudieron condenar al silencio —propósito del diktat contenido en El Gran Código— a los poetas y filósofos que se negaron a morir de sed y escuchar murmullos para acampar a los pies de los cascotes caídos del cielo. Aquí, ahora, entre estas páginas impresas encontraremos pues la pluralidad que resuena contra los soportales, las tabernas, las stoas con sus fruterías y simientes tostadas que consumen con fruición los reunidos en pritaneos, boluteirones y balaneias de la Plaza del Logos seminal con que los hombres libres sustituyeron al Zigurath de Nemrod, aprendiendo la libertad de palabra. No es posible la sed ni el silencio en el lugar del otro que son los otros, aquellos que no contagian la enfermedad infantil de la incertidumbre que sólo se cura poniendo en pie el poema verdadero. En sus aires y aguas limpias de otra cosa que no sea lenguaje humano, vamos a bañar el sentido de nuestra lectura. Y aquí, bajo estas líneas continúan las de una Razón Poética delimitada por la habitación propia de Santos Domínguez, donde se refugia el sentido que él atribuye al bosque cuando recorre sus caminos y sus claros, diga lo que quiera Jabès (8), uno de los “extranjeros” seguidores del Lévinas —como el férvido José Ángel Valente— que pensaba el lenguaje partiendo de la semejanza entre el hombre y Dios.


DESDE UN BOSQUE EXTRANJERO
(Epílogo de Santos Domínguez a Plaza de la Palabra)


El escritor es un extranjero. Es el extranjero por excelencia
Edmond Jbaès

Trazar una poética es, inevitablemente, escribir un elogio de la incertidumbre desde un bosque extranjero, desde ese impreciso territorio de perplejidad en el que habita la poesía.

Desde un bosque extranjero y nocturno, lleno de acechos y hogueras, de peligros y destellos, desde un territorio levantado sobre la emoción y el lenguaje con técnica y llanto, como tituló Carlos Edmundo de Ory un libro memorable.

El paisaje de fondo de ese territorio extranjero y nocturno es un paisaje elegiaco, porque el poema es una manera de recuperar el pasado. Se canta lo que se pierde, decía Machado. Incluso una poesía tan celebratoria como la mística tiene que resignarse a la evocación posterior al gozo de una experiencia acabada de la que sólo queda una rosa como la de Keats o ese resto de ala de mariposa que le quedó en los dedos a Juan Ramón.

Lo nocturno y lo extranjero. Esos son el tiempo y el terreno del poema. Y allí donde fracasa el pensamiento lógico empieza el territorio interrogativo de la palabra que va más allá de la palabra, de la poesía que se construye con un puñado de dudas, como ha escrito alguna vez Antonio Colinas.

Por eso algunos estamos tan cerca de María Zambrano y su razón poética y vemos en el impulso órfico un componente esencial de la poesía como forma de conocimiento, como un aullido en la noche o como un largo lamento.

Recientemente recordaba Félix Grande que, como en el universo, en el poema coinciden magia, ciencia y forma. Forma, pues, que se levanta desde el estado consciente de la razón o la ciencia o desde el estupor alucinado de la magia verbal de las revelaciones.

Y es que el lenguaje del poema no es sólo forma, es la misma materia poética encauzada en ritmo y transformada en imágenes, en ímpetu visionario, en instrumento de conocimiento, en fuerza reveladora que sobrepasa la intención inicial o el conocimiento del poeta antes de escribirlo.

El poeta se convierte así en un cazador de voces, por decirlo con palabras de Rilke, en artífice de una experiencia en los límites de la lengua, del conocimiento y de la realidad.

Ese buceo en lo oscuro convoca formas iniciales confusas que van delimitando sus perfiles en el contorno acabado del poema, en una poesía que es descubrimiento de una realidad que estaba ahí previamente, esperando que nos la revelaran las palabras.

Una experiencia en la que surge de nosotros algo que ni sospechábamos que estuviera allí, como decía Milosz en un verso memorable. En algo parecido pensaba Lorca cuando decía que se vuelve de la inspiración como se vuelve de un país extranjero.

La mirada y la palabra son las dos alas con las que remonta su vuelo el pájaro de la poesía, como advirtió Cernuda. La poesía es por tanto una variante de la meditación, pero también un método, una forma de conocimiento a través de la iluminación de la lengua encauzada en imágenes y ritmo, como caza nocturna en un bosque extranjero.

Frente al lenguaje convencional, frente a las palabras de la tribu de las que hablaba Mallarmé, surge la capacidad creadora de la palabra poética, la potencia seminal del logos espermaticos de los estoicos, la palabra fundadora que invoca otra realidad desde la tiniebla del interior del bosque nocturno.

Desde un bosque de símbolos e imágenes que exploran la zona de frontera donde se encuentran los límites oscuros de lo racional y lo irracional, de lo visible y lo invisible, de lo consciente y lo inconsciente, llega la palabra que funda la realidad, la palabra descubridora de esa verdad que aguarda en las cosas, como nos hizo ver Rilke.

Poesía de la mirada, decía más arriba. Y quiero recordar ahora un aforismo de Wallace Stevens (La lengua es un ojo) que quizá sea el que mejor resuma lo que pienso hoy sobre la actividad poética y el poema. Es decir, el poema es, como experiencia lingüística, una forma de ver la realidad, una forma de estar en el mundo. La poesía es convertirse en mirada, como anotaba en uno de sus cuadernos Tomás Segovia.

Pero un poema es también una propuesta rítmica, una estructura musical. Uno de los motores que, con la imagen, rigen el proceso de creación del poema, su razón seminal, la fuerza germinativa de su pensamiento rítmico, de su fecundadora capacidad de búsqueda, porque como reivindicó el Hölderlin más lúcido lo que permanece lo fundan los poetas.


POEMAS ESCRITOS EN LOS MUROS DE LA “PLAZA DE LA PALABRA” (9)


MOSE IBN EZRA EN SU HUERTO

"Reposamos en el huerto de los arrayanes."
(Mosé Ibn Ezra)

Allí le podéis ver, detrás de aquella verja,
en el huerto encendido de naranjas y mirto,
con la memoria llena de zéjeles y anillos
y de noches abiertas a donde toda espuma.
e
n su frente los círculos ni se cierran ni escapan
hacia la primavera. Tiene
la luna y los jazmines
poblados de adjetivos, de verano y palomas,
de nubes delicadas que suben por la fuente
y de una luz amarga que persiste y deleita.

(Del libro Pórtico de la memoria, 1994)


LA ORILLA DEL INVIERNO

Has visto la tesela sigilosa y el mosaico confuso de los días;
las alcuzas del sueño, la dura geografía
del dolor, los pinares, el atrio del tetrarca.

Has visto los pretorios con luna, las almenas,
las orillas oscuras y el mirto de los patios.

Eras joven y había acanto en los adarves
y hogueras en los puertos orientales. El mundo
bajaba cada tarde a los huertos de oro
del mar. Eras más joven.

La vida era una nave
con las velas abiertas.

(Del libro La orilla del invierno, 1996)
 

LA ALJABA DEL VIAJERO

¿Estar en otro sitio…? El viaje verdadero
es aquel que se emprende sabiendo que ya nunca
volveremos al punto de partida, a la exacta
certeza de los puertos que dejamos atrás.
¿Lo demás? Excursiones y argucias de la niebla.
El viajero cabal es el que nunca vuelve,
quien rompe las amarras y atraviesa la leve
espuma blanca y turbia que le unía al pasado,
el que rasga la túnica que ayer llevaba puesta.
El viaje verdadero consiste en no volver.

(Del libro Cuaderno de Abul Qasim, 2001)
 

ADA SIN ARDOR

Este bosque, este musgo, tu mano, esta mariquita que se ha posado en mi pierna, todo esto no puede sernos arrebatado. ¿O puede? (Lo sería. Lo fue.)
(V. Nabokov)

La historia es conocida y sigue estremeciendo
como el viento inclemente de las estepas rusas
a las que pertenece.

Una muchacha aún siente
el latigazo dulce del placer en los muslos
y escribe largas cartas con la pluma encendida
del sol de los veranos, con la caligrafía
caliente del deseo,
con la sintaxis limpia y púber de la carne.

Con la efusión de cartas que no recibe nadie,
pues van a una remota dirección clausurada,
la pasión levantaba un puente de recuerdos,
alimentaba urgencias de bosques que caducan
por caminos de hierro y de barro muy negro
que hirieron de penumbra a ejércitos de bronce.

Cubierto por la nieve del tiempo y la distancia,
como aquellos soldados, se desplomó el deseo
Sólo la imagen queda de aquella adolescente
que viviría en Moscú y sería desdichada.

Como aquella muchacha, con su flecha sin rumbo
y una rama marchita de olivo y esperanza,
seguimos encendiendo las hogueras azules
en las cumbres heladas de viento y desamparo.

Seguimos escribiendo, bajo un cielo de nieve,
en este duro oficio de aprender a morir,
con la decolorada tinta del desconsuelo,
cartas apasionadas que no recoge nadie
a un buzón cancelado en el sur de Crimea.

(Del libro Las provincias del frío, 2005)
 

EL ÁNGEL NECESARIO

“La lengua es un ojo”
(Wallace Stevens)

¿Qué significa un sauce?
¿Llora con los pastores de Virgilio el paisaje?

El diente de un león,
¿tiene un significado además del indicio
de su inquietante acecho?

Un rabilargo, el verde feraz de aquella vega,
¿qué símbolos transitan?
¿Dónde habita el sentido de las hogueras blancas
más allá del provecho agrícola del huerto?
¿Surte el arroyo un canto a la hierba en la orilla?
¿Reside en algún sitio la expectación de un pájaro? 

No.

Sólo el ojo que mira y una lengua secreta
que convoca en lo oscuro palabras y metáforas
para explicar el sueño temporal de la vida,
la luz de la mañana, las venas, el latido
monótono del mundo.

En lo que estás mirando, ¿quién pone pena o pinta
un eje y el espíritu en la forma desnuda que hiere la retina?

El temblor del que escribe sin nombre y sin historia
y obedece a una antigua voz de granito y lava,
el que entra en la ciudad pensando en un incendio,
el que camina a ciegas por un bosque extranjero
cuando el sol se ha callado y el silencio es oscuro
y sube de la tierra como sube la noche
de la humedad del tiempo.

Cuando la fiera asoma
su hocico estremecido, sus ojos asombrados,
su rampante estatura al miedo de la luna.

El que vuelve al insomnio de una voz que no es suya
pero eleva en la mano un vuelo blanco y ágil,
alto en el horizonte, lejano en los sonidos
como de otros planetas de azul desmesurado,
como una luz no usada y una lengua invisible.

Así escribe el que habita en lo oscuro, el que a tientas
va cubriendo de imágenes un mundo que no es suyo,
un mundo que no entiende,
desordenado y tierno, perverso y necesario.

(Del libro En un bosque extranjero, 2006)


POR LA CALLE DEL AIRE

Que hay un silencio último
más allá del silencio de la noche.

(César Simón)
 
Vienes por una calle
de fuentes y raíces.
Vienes por una calle
de piedras y de nubes,
de luces verticales,
de la fecundidad
del viento entre las viñas.

Yo vengo de una noche
de azules conmovidos
por la emoción del pájaro
que llegaba del frío
con el dolor de un lento
goteo de las horas.

En una orilla tú,
que vienes de los ríos
vegetales del fuego,
de los astros en giro.

En la otra orilla yo,
cercado por la oscura
ausencia de los huertos,
por el eclipse opaco
de la luz en la sangre.

Por donde no va nadie
vienes tú como viene
el silencio del sol,
su promesa caliente.

¿Te acuerdas? Donde estábamos
el tiempo era en el agua
un transcurso callado,
una corriente oscura,
un soplo de silencio.

En la calle del aire
la bajamar del tiempo
desemboca en el túnel
ingrávido del sueño.

(Del libro Las sílabas del tiempo, 2007) 


ROSA DE LA MEMORIA

Tú, rosa de silencio, tú, luz de la memoria
(Luis Cernuda)

Mi memoria es a veces la memoria de un río,
la gramática cóncava de la fiebre en la herida
profunda del paisaje,
el intervalo oscuro de la sangre.

Como llaga erosiva y minuciosa,
¿nace o muere la luz en el recuerdo?
¿Sale o se pone el sol
en el ardor sin llama de la ruina?

Otros días mi memoria se remonta hacia arriba,
sucinta y transitoria, sin puntos cardinales
por el cauce de un río que yo no he visto nunca.

Tenaz, inapetente,
en sus orillas pasta un animal tranquilo.

Sus ojos no me ven.
Indiferentes, turbios,
son los ojos del tiempo.

(Del libro La flor de las cenizas, 2008)


EL MANANTIAL DE LA DONCELLA

Algo me está buscando entre las hierbas
azules de otra vida
.
(J. E. Cirlot)

De eso tratan los cuentos:
de la noche que acaba con el canto del gallo,
de atravesar el bosque como quien atraviesa
el fuego, el agua, el río, el día de la piedra
de un duro Dios ausente.

De un canon de venganza,
de una náusea en las horas más altas de la luz
y de las confluencias del animal salvaje
con la inocencia púber de las vírgenes.

De eso tratan los cuentos:
de atravesar un bosque peligroso
en una ceremonia de nieve y manantiales,
de un rito de serpientes que oficia en el paisaje
la luz de la doncella con su herida callada.

Del espectro del odio y el día de la venganza
con ramas de abedul y purificaciones
en la vigencia ardiente de la tarde
o en la hora combustible de la ira.

Como cruzar un puente,
fugaz en la gabela de los sueños,
con un halcón, con una fuente amarga
y un caballo de sombra en la memoria.

¿Qué llama o sangre viva,
qué rosa o luz de almendro se queda con nosotros
y renace en el agua transparente del sueño?
¿Qué viento desolado agita los laureles
y apuñala el costado sin vuelo de los pájaros,
la garganta del perro, el canto de los gallos?

Al fondo canta un mirlo.

(Del libro Para explicar la nieve, 2009) 


HISTORIA NATURAL DE LA POESÍA

D’altri diluvi una colomba ascolto.
(Giuseppe Ungaretti)

Vengo de donde mide su conjetura el aire,
de la raíz antigua de la piedra y la música,
de las palpitaciones verdes de la madera,
de los primeros ríos que cruzaron los pájaros.

Yo vivo en la intemperie donde vive el vacío,
donde crece una nube de granizo
y habita la serpiente,
bajo un cielo sin música que alimenta tormentas.

Antes que los caldeos enunciaran el número
para cifrar los astros y su oscuro latido,
ya vivía en el agua interior del planeta
y en las germinaciones de una dura semilla.

Como los temporales, yo vivo en la intemperie
y cruzo las palabras como quien cruza un bosque,
porque sabe que al fin la luz será con ellas
y latirá en el pulso primero de los pájaros
y en las germinativas raíces de los ríos.

Yo vengo de un lugar de baluartes
y argamasas primarias.
Yo vivo en la intemperie del adverbio,
vivo en la carne viva de la palabra mundo
y en lo que ella contiene de veneno y belleza.

Con tiempo y con arena definí los espacios
propicios para el canto. Y antes de celebrar
el transcurso callado de la sangre en las venas,
lamenté un pecho inmóvil y unos ojos opacos.

Yo soy el que en la noche
pesa a plomo el silencio y destila el mercurio,
quien acaricia el hielo
y espera la llegada del sol por los pinares.

Yo soy el que alimenta
el silencio parado de un animal que acecha
su minuciosa dosis de minutos.

Hoy dibujo lo mismo la flor de la vainilla
que el diluvio en un sauce,
la transparencia azul de la tristeza
lo mismo que la herida que gime ante la hormiga.

Soy el que guarda el fuego, el que prende el pabilo,
el que espera cansado
sobre los adjetivos y las declinaciones
mientras arde en los altos campanarios
la claridad caliente de la tarde.

Soy el que incendia el pasto al final del verano,
el que pudre los pozos y envenena las fuentes.

Nadie sabe mi nombre.
Soy el insomne, el ciego,
el que no tiene nada y el que nada pretende.

Soy la salmodia amarga de un reflejo,
la letanía de un eco, la liturgia
vacía del oscuro,
en el fondo del fango, en la penumbra.

Muro de fuego y cólera, vidrio que arde o persiste
bajo la luz del número en la fragua del tiempo
donde un nueve de lunas convoca sobre el yunque
su arista de misterio, su ritmo de metales.

(Del libro Nueve de lunas, 2010)


EL CIELO SOBRE BERLÍN

Estar solos, indefensos.
Dejar que todo ocurra.
(Peter Handke)

No son legiones, vienen
de dos en dos al mundo sin alas de los hombres.

Vienen desde la estela,
desde sus claroscuros de hielo y de grisalla
para encender hogueras de silencio,
contra la lenta luz nevada del invierno.

Vienen para probar el sabor de la sangre
y el calor de la herida, para ver cicatrices
o los colores blancos del dolor en los pájaros.

Son la mano que escribe sobre el tiempo del sueño
las armonías secretas y azules de su canto
en las estatuas frías de las islas extrañas.

No duermen, pero sueñan la cruz del sur con lluvia,
las escalas oscuras del ángel de las lágrimas.
Sueñan con una casa que flota sobre un lago,
el reflejo de un mundo debajo de otro mundo.

Tan lejos y tan cerca,
despliegan en el cielo las alas del deseo
y en el planeo violeta de la tarde,
en el umbral del tiempo,
se paran para oír
las músicas esféricas de las constelaciones.

Coetáneos de los pájaros, tienen la edad del vuelo,
son los que queman árboles, los que incendian la orilla
remota de los ríos.
No traen otro mensaje que su misterio ardiente,
su nada desvalida
de hijos abandonados de los dioses,

En su tierra de nadie sus canciones sin letra
cantan desde el vacío de sus bocas cerradas
acordes inefables,
la médula del miedo, los delfines del sueño.

(Del libro Luna y ciencia nocturna, 2010)


SATIE


lo persigue el misterio sonando todavía
(José María Jurado)

Cuando atardece crezco, como crecen los árboles:
hacia abajo, hacia el hondo
silencio del paisaje.

Semejante a la lluvia
cae en la tarde la lenta percusión del piano
y el tiempo detenido va describiendo círculos.
Se posa en el minuto inaugural del mundo
y en el compás entero del acorde.

Semejante a la lluvia,
busca el lecho profundo de los ríos y el recuerdo.
Baja hasta las raíces y su alimento turbio
de tierra y sombra verde.

Crezco hacia abajo y oigo,
desde el hondo silencio,
la monodia solemne,
la despojada nitidez del mundo;
desde la subterránea desnudez del paisaje,
estambres o pistilos y círculos astrales,
la calma y los acechos
del sigilo morado con el que entra la noche.

(Del libro Luna y Ciencia nocturna, 2010) 


AÑOS LUZ

¿Quién sabe de nosotros? Ni árboles ni estrellas.
(R. M. Rilke)

Si alguna vez, ausente,
ves que pasa la sombra del pasado
sin lluvia ni coartadas en las que cobijarte.

Si vieras otra vez
dos lunas en un sueño de playas en agosto
y acequias en la siesta somera de los peces,
acuérdate de mí sin llanto y sin nostalgia.

Acuérdate de mí,
hija de la memoria y su oscuro sustrato.
Que busque tu mirada raíces y serpientes
o bóvedas sin fondo,
auroras boreales o incendios subterráneos.

Acuérdate de mí por montañas con brezo
o arroyos espectrales.
De mí por las regiones perplejas de los hielos
si detrás del asedio de los vientos constantes
o en las olas más altas ves la luz de una isla
y en la espuma del mar la soledad del náufrago,
el mapa de la noche sin árboles ni estrellas.

Tú, diosa blanca. Tú, dueña de las mareas
y el latido nocturno del cárabo en el bosque.

Sobre el mar de la noche yo también oigo ahora
el canto numeroso de los astros.
Veo el imán de la luna, los puñales del sílice
detrás del aire azul de las galaxias.

Oigo el silencio blanco de estrellas sucesivas,
veo pozos de penumbra y charcos subterráneos
donde bate sus alas el pájaro del sueño.

Siento el vacío sideral del mundo,
el vértigo del tiempo,
los años luz, los años de las sombras.

(Del libro Luna y Ciencia nocturna, 2010)


UNA CANCIÓN EXTRANJERA

un pájaro de plumas doradas
en la palmera canta, sin significado humano,
sin sentimiento humano, una canción extranjera.
(Wallace Stevens)

Desde la latitud muda de la serpiente
al puro vuelo, al canto
central de llama o alas,
escribo a tientas: voy
como un pájaro en vuelo
que ignora los caminos de la tarde
y arde ciego en el aire, en círculos de sombra
antes de que la cera se funda en alta luz,
en memoria del fuego
y vuelvan a la tierra
las alas derretidas del poema.

(Del libro Luna y Ciencia nocturna, 2010)

NOTAS

(1) Santos Domínguez (Cáceres, 1955) es un poeta español cuya obra ha aparecido en numerosas antologías y en diversas revistas españolas, europeas e hispanoamericanas. Su trayectoria poética, antologada recientemente en el volumen Plaza de la palabra (Editora Regional de Extremadura), ha sido reconocida con abundantes y prestigiosos premios nacionales e internacionales, entre los que destacan el Premio Gerardo Diego por Tres retratos del frío, el Premio Internacional Jaime Gil de Biedma y Alba con Díptico del infierno, el Premio Eladio Cabañero por Las provincias del frío, que fue designado en 2007 por El Cultural como uno de los mejores libros de poesía del año. Ha sido Premio Tardor por En un bosque extranjero. Premio Alcaraván por Cementerio alemán (Yuste), Premio Barcarola de poesía con Las sílabas del tiempo, Premio Kutxa-Ciudad de Irún con La flor de las cenizas, Premio Manuel Alcántara por El reino de los hielos y Premio Ángaro con Para explicar la nieve. Con su libro Nueve de lunas obtuvo el Premio Miguel Labordeta a la creación literaria del Gobierno de Aragón; con Luna y ciencia nocturna, el Premio Alegría del Ayuntamiento de Santander, y recientemente fue Premio Internacional Villa de Aoiz por Ayer no te vi en Babilonia y Premio Rafael Morales por El agua de los mapas.
Forma parte de la selección 25 poètes d'Espagne, una antología universitaria que reunió a los poetas españoles más significativos de los últimos cincuenta años y se publicó en Francia en 2008 (Inuits dans la jungle.) Parte de su obra poética ha sido traducida al francés, inglés, húngaro e italiano. Su canción Por la calle del aire abre el disco Luz de Tierra, de Pablo Guerrero.
(2) “
Encuentros de lecturas” y En un bosque extranjero”.
(3) Del poema antologado “El cielo sobre Berlín”
(4) E. Lévinas, in De otro modo que ser o más allá de la esencia. “Sígueme”, Salamanca, 1987
(5) In La interpretación de las culturas, Gedisa, 1987.
(6) Acaso convenga recordar la lectura del penúltimo libro publicado por Santos Domínguez con el título de “Luna y Ciencia Nocturna”, que recibió el premio “Alegría” del Ayuntamiento de Santander. (Icaria editorial, Barcelona, 2010)
(7) Aunque pareciera inútil aclararlo, otra cierta gárrula tradición muy española basada en la calumnia maldiciente me lleva a aclarar —ça va de soi —que merecen toda mi admiración y respeto de poeta y lector las hazañas del arte de rimar y medir realizadas por los clásicos del Siglo de Oro.
(8) E. Jabès, habla en El libro de las preguntas de la voz creadora, no la voz cómplice que es una voz sirviente. Jabès buscó siempre su identidad creadora allá donde creía que todo hombre es extranjero: en “la huella de Dios”; esta postura explícita haría dudar a Derrida sobre si el propio Lévinas compartiría las propuestas jabesianas afirmando: De ahí, quizás, a pesar de todas sus precauciones, esta complicidad equívoca entre teología y metafísica en “Totalidad e infinito.” (J. D. La escritura y la diferencia, Ed. Anthropos, Barcelona, 1989. Trad. de Patricio Peñalver). Ya hemos visto y leído que el poeta y pensador Santos Domínguez solo busca “la huella de las lágrimas del hombre” en la poesía, que resulta ser —si yo no me equivoco—, metafísica cuajada en música por la palabra.
(9) El título de la Antología procede de un poema con el mismo título que se detiene en una de las ágoras nacidas en los oasis que marcan el cruce de caravanas en muchos países orientales: intercambio de mercancías, músicas y danzas, culturas ajenas, literatura oral, ideas y a menudo política tribal y sangre. Dicho poema aparece en uno de los primeros libros antologados: Cuaderno de Abul Qasim, publicado en 2011.

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    Shibumi, de Trevanian (reseña de Bernabé Sarabia)
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