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· Ciudad de vida y muerte, película de Lu Chuan (Visitas 1)
· Yo soy el amor (Io sono l’amore), película de Luca Guadagnino (Visitas 1)
· Boris Pahor: Necrópolis (Anagrama, 2010) (Visitas 1)
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· Tragedia 2.0: La red social (The Social Network, 2010), película de David Fincher (Visitas 1)
· Buried (Enterrado), película de Rodrigo Cortés (Visitas 1)
· Javier Montes: Segunda parte (Pre-Textos, 2010) (Visitas 1)
· Transición a la mexicana: la obsesión antipriista y el estancamiento del proceso democrático (Visitas 1)
· Pioneros en mangas de camisa. Celuloide colectivo (2010), de Óscar Martín. Reflexiones (Visitas 1)
· Eduardo Mendoza: Riña de gatos. Madrid 1936 (Planeta, 2010) (Visitas 1)
· Juana Manuela Gorriti: El pozo de Yocci y otros relatos (Cátedra, 2010) (Visitas 1)
· Copago: una reforma necesaria para la sanidad española (Visitas 1)
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· El silencio como género literario: censura y asesinato de Isaac Bábel por el Estado Soviético (Visitas 1)
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David Foster Wallace: <i>Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer</i> (Debolsillo, 2010)

David Foster Wallace: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (Debolsillo, 2010)

    TÍTULO
Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer

    AUTOR
David Foster Wallace

    EDITORIAL
Debolsillo

    TRADUCCCION
Javier Calvo Perales

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 160 páginas. 6,95 €



David Foster Wallace

David Foster Wallace


Reseñas de libros/No ficción
Estar solos. Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace (Debolsillo, 2010)
Por Carlos Abascal Peiró, jueves, 1 de diciembre de 2011
La última poesía de nuestra civilización seguramente resida en sus dispositivos recreativos. La hipertrofia del placer -de otra manera, la aceleración del tiempo- es el negocio más rentable de Occidente. Consumir, además, es retratarnos en toda nuestra esplendorosa miseria. Ser (adulto) y extinguirse esforzadamente según DFW, David Foster Wallace (1962-2008).
Estar solos –sentido estricto y retorcido del término- es una putada occidental (a estas alturas la soledad se ha redimensionado en pathos de psicología empresarial, máquina de (n)expresos y spam erótico). Solos, estamos solos. Lo dijeron Sartre y Kafka y el Kurtz de Conrad. ¡Solo, solo! Y remató el delantero centro libre de marca. O, aún más rebuscado, David Foster Wallace, un aplicado cuatro pistas literario: relato, novela, crónica, ensayo; esas plásticas y dilatadas notas al pie tan marca de la casa. Poligrafías satélite.

Un crucero de lujo es en sí una expresión colateral de soledad, una externalidad en argot económico. Escapatoria, (auto)habilitar una exótica reclusión junto a otros robinsones. David -y, nos confiesa, su gorra de spiderman- se embarcó en uno de esos mastodontes acariciando una chequera de la revista Harper’s en el bolsillo de las bermudas beige para confeccionar otro –aciertan- brillante ejercicio de reporterismo ensayístico a lo yanqui, la perversión erudita y enfriada de H. S. Thompson, Wolfe, ¿Talese? El output vino a bautizarse Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (Debolsillo, 2010). Qué bien titulabas, David.

Seguirá siendo complicado dar con alguien tan capaz como David Foster Wallace cuando de lo que se trata es de alumbrar una sensibilidad contemporánea

El escritor más dotado luego de la posmodernidad y Thomas Pynchon y Don DeLillo era, como las impresoras, multidisciplinar. Intelectual de la Costa Este, profesor de lengua inglesa, cerebro de excepción, fanático del tenis elástico de Federer, de la literatura de muchos, de demasiados. Leer a Foster Wallace no es fácil. Fácil es teclear estas líneas, superar una optativa de segundo ciclo, ser hooligan de un equipo Champions. Leer a Foster Wallace es –cómo escuece- mirarnos, mirarnos el estómago, a veces despiadadamente; es operar a tumba abierta ese sintético zeitgeist contemporáneo cosido a partir de la pandemia de la incomunicación, el ocio patológico como soma, el capitalismo franquicia, la abolición del sentido. David, tras atiborrarse de antidepresivos, descubrir su ineficacia, se colgó en su domicilio de California.

De ahí, de lo anterior, surge el crucero. Y el neurasténico cronista diseccionando con pulso clínico cada cubierta, la inhóspita región de las piscinas hidromasaje, los sórdidos guateques, la tripulación replicante, el pasaje y su (llamativa) inoperancia crónica, las niñas de pelo raro (Debolsillo, 2003). Migajas del imperio norteamericano deambulan bajo el pringoso manto que provee el sol caribeño, seres humanos adultos reducidos a niños mutantes de tez rojiza y exceso adiposo. Loción bronceadora, espuma de bogavante, alopecia craneal. Foster Wallace -y el resto de nosotros en la última página- maneja la certeza de que el crucero nunca dejó de ser una abrumadora excusa para contarnos y compadecernos y, en última instancia, reírnos de lo absurdo de esa imagen proyectada en el espejo.

El lenguaje. DFW domina con virguería esa práctica extraña de juntar palabras, estrujada hasta la extenuación, parasitando detalles y gestos inadvertidos a modo de metástasis. La digresión sistemática, la ironía, la caustica mirada sobre un presente agotador, “lo ineludiblemente bovino de un turista americano viajando en grupo”, constituyen una idónea reducción para iniciados en catecismo DFW. Todo un grado. Y al final -sí- la broma fue finita. A lo mejor -que tiene toda la pinta- el suicidio endosó a Foster Wallace ese halo de gurú lúcido y cool de nuestra era, mientras, de paso, le granjeaba una beatificación de signo marketing. A lo mejor. Pero igualmente seguirá siendo complicado dar con alguien tan capaz cuando de lo que se trata es de alumbrar una sensibilidad contemporánea: la dolorosa experiencia de conducir kilómetros hacia oficinas, ingerir sándwiches, tomar clases de viola, mirar billar en la tele por cable, comprarse unas mancuernas. Para luego contarlo sin dejar de preguntarse por qué. Y todavía, David, no lo sabemos.
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