Uno.
Terrence Malick ha devuelto el cine de mayorías (por cifras, que no por
planteamiento) a un espacio reflexivo que recupera la noción de film como
discurso difícilmente agotable tras las señas de crédito. Vale. Pista contraria:
Terrence Malick ha democratizado ese mismo espacio reflexivo. Esto -obviando
rechazos, adhesiones- legitima de por sí. Otro aparte: reducir a simple
post un texto tan complejo como es
El árbol de la vida
(The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) resulta casi
ofensivo. De ahí, post-recepción, surge lo que sigue, notas estancas. Cuánto y
qué encubren sus imágenes. Está, de momento, tal vez, no lo sé, ese Relato
humano esencial que arranca en la huella, grafitis sobre un muro calizo.
Contarnos a nosotros mismos.
Dos. La literatura de John Cheever,
Raymond Carver, se articulaba en torno a la obstinada convicción de que, bajo lo
(a todas luces) insignificante, malvive una verdad fundamental. Eso es Malick (y
también su cine): certezas al dorso, subterráneas.
Al igual que el
núcleo familiar auscultado en
El árbol de la vida, el censo según las
páginas del
dirty
realism habitó las aceras y porches de una tóxica Norteamérica
de zonas residenciales suburbanas que, tras sonreír en las postales
del
Reader’s Digest, vomitaba a hurtadillas la sobredosis de
cocktails. Es ahí, la Texas periférica de los cincuenta, donde Malick
dispone un punto de partida para su (el) Relato. Y de paso desvela biografía.
Terrence
Malick nació -sí- en Waco, Texas, y, atención, parasita cronograma
personal en la alquimia de sus criaturas: de la crónica sureña de madurez a la
traumática percepción de una figura paterna de honestidad aturdida, salvando la
prematura muerte del hermano, reválida vital. Esto es, coordenadas argumentales
para
El árbol de la vida, las de un hombre adulto que repasa -desde un
presente lobotomizado, ausente- su primer acto. Vale un comienzo.
Tres. Amebas, dinosaurios. La imaginería Carl Sagan, trigales,
una lechuza. A sabiendas, Malick y su panteísmo radical prorrogan el rastro
transcendente que la escuela de Concord (Emerson, Thoreau) institucionalizó en
la cultura norteamericana. Así las cosas, en efecto, cada secuencia cósmica
destila una turbadora ambición, extraña (por inusitada, posibilista) en la
autoconsciencia pirotécnica del cine de fondo. No hay rastro de pretenciosidad
ni tampoco fábulas creacionistas. Diálogo de imágenes, Malick enhebra su
particular sistema de equivalencias, aquel ya presente –sugerido o manifiesto-
en su
filmografía, un
tangram que vincula estallidos volcánicos, microbianos, con las piruetas de
críos frente a un porche, la nuca desnuda de una mujer. Del T-Rex al rostro de
un padre que sabe de la muerte del hijo, desmembrado en Corea. Nos lo han
contado repetidamente, el ciclo. El contrapicado, la mirada constante hacia las
alturas, Dios y sus múltiples nombres. Malick recupera un espacio hoy huérfano,
un impulso de transcendencia (no necesariamente religioso) que nos es afín por
naturaleza.
Cuatro. Emmanuel Lubezki, el artesano que fotografió
El árbol de la vida, admite haber filmado a instancias de Malick un
considerable fragmento de metraje sin ningún esquema previo de planificación,
desordenadamente. La idea de realidad como emergencia. Un cine de incidencias
que recupera (y dignifica) la mirada como gesto autónomo a ambos lados de la
frontera que sella el visor. A base de impresiones, pedazos, el difuminado trazo
narrativo avanza conforme aquello que ese francotirador del instante que es
Jonas Mekas vino a denominar
brief glimpses of beauty. Y así es. No hay linealidad en el
recuerdo, la memoria de infancia renquea a golpes. Adónde fue todo aquello,
parece inquirir Malick.
Cinco. Y sobran piezas. El fallido último
tramo, ese epílogo que naufraga en lugares comunes, estampas de iconografía
catequesis. Pero y qué, es igual. De nuevo: existe una verdad fundamental al
dorso. Descansa junto al tobillo níveo de Jessica Chastain, en la belleza
prerrafaelita de su rostro. Esa Historia de todos nosotros sostenida en torno a
menudencias. Otra vez, al dorso.