A contestar esta segunda pregunta se dedica este espléndido librito, una
magistral edición de un simposio celebrado un día de octubre de 2009 en Nueva
York, con la participación de cuatro primeros espadas de categoría mundial de la
filosofía social y política:
Jürgen
Habermas (Dusseldorf, 1929), Charles Taylor (Montreal,
1931), Judith Butler (Cleveland, 1956), y Cornel West (Sacramento, 1953). Tres
autores y una autora bastante dispares pero unidos en la tarea intelectual de
hallar alternativas bien fundamentadas al déficit motivacional de la ética
política contemporánea, y que en esta cita coinciden en dos puntos axiomáticos:
en primer lugar, la noción de secularización necesita hoy ser reformulada;
segundo, no deberíamos, en cualquier caso, confundir la secularización del
Estado con la secularización de la sociedad. A partir de aquí, se suceden
intervenciones y diálogos con tal riqueza de ideas y variedad de perfiles, que
consiguen que el lector o lectora contenga el aliento y devore el libro
lamentándose tan solo de que este termine tan pronto.
Aquí asistimos al
modo en que Habermas matiza sus polémicas consideraciones de los últimos años
sobre la importancia de la religión en el debate público sobre el bien común
(véase
Entre naturalismo y religión), y se esfuerza en hacernos
comprender que la argumentación pública, institucional, nunca puede recurrir a
contenidos religiosos, so pena de perder su carácter universal o integrador;
pero aun así lo religioso ha de ser respetado por la ciudadanía laica por su
papel de “potencial semántico” o fuente –quizá– todavía viva de inspiraciones
motivacionales para la vida comunitaria. En definitiva, se trata de elevar al
nivel de la sociedad multiculturalmente diferenciada la pregunta que ya evocaban
los venerables textos aristotélicos y que se formuló explícitamente en el marco
de la Ilustración: “¿Cómo se puede mantener vivo el respeto por la
inviolabilidad de la dignidad humana y, de un modo más general, la conciencia
pública sobre la importancia de las cuestiones normativas?” Y puesto que
Habermas nunca desiste de su papel de filósofo sistemático, sugiere en algunos
pasajes la posibilidad de construir una teoría omnicomprensiva que enlace la
conexión original de la filosofía y la religión monoteísta (en la Era Axial, I
milenio a.C., –concepto acuñado por Karl Jaspers–) con un nuevo
inter-reconocimiento de ambas instancias en el presente. No es una cuestión
accesoria si tenemos en cuenta que el concepto mismo de lo
político (como
concienzudamente expone el autor) surgió en la Antigüedad de la conjunción
natural entre reflexión filosófica y religiosa. En perspectiva de futuro se nos
invita a considerar que solo una actitud postsecular podrá hacer posible que la
sociedad global se dote de una constitución política, abriendo una nueva etapa
en la historia de la humanidad (esta sería, a juicio de Habermas, la gran
lección que tendríamos que aprender de la crisis financiera).
La supervivencia de la razón pública
y del desarrollo universal de los derechos humanos, en el contexto de una
ciudadanía hipercompleja se juega en cada uno de los pliegues de esta
bullente reflexión, que procura situarnos en una nueva cartografía filosófica
reevaluando las certezas establecidas
A su
lado, Charles Taylor también hace concesiones en su habitual discurso
excesivamente cerrado en torno a la noción de “comunitarismo” (como en
Multiculturalismo y política del reconocimiento) para explorar las
condiciones de un discurso público en el que la religión no sea un caso especial
entre las múltiples diferencias culturales que han de convivir en el espacio
común de la ciudadanía. A fin de cuentas, el autor nos recuerda que la
legitimación democrática supone un tipo de convergencia en continua
redefinición: “La democracia nos obliga a mostrar mucha más solidaridad y mucho
más compromiso entre nosotros en nuestro proyecto político común que las
sociedades jerárquicas y autoritarias del pasado”. Judith Butler, por su parte,
rememora para la ocasión sus raíces personales judaicas y se vuelve hacia Walter
Benjamin y Hannah Arendt para ofrecernos una impresionante semblanza de la
obligación ética que todos los humanos tenemos unos con otros por el simple
hecho de
cohabitar la Tierra. Tal vez se trate justamente del tipo de
concepto “iluminador” que puede surgir de la interacción de las filiaciones
mundanas y creyentes del pensamiento, y posee la fuerza necesaria para, entre
otras cosas, denunciar la política exterminadora del Estado de Israel desde una
conciencia moral profundamente judía. En clave
secular, la autora desvela
cómo la posibilidad misma de la relación ética depende de la desposesión de las
modalidades nacionales de pertenencia (exigencia unida históricamente al destino
errante o “exílico” del pueblo judío). A nivel global, es necesario asumir la
conclusión de que el compromiso político por la igualdad no discurre por la vía
de la homogeneidad, sino que es un compromiso con el mismo proceso de
diferenciación; y que, frente a las intrascendentes apelaciones a la empatía
generalizada tan en boga, la alteridad es, más bien que lo común, la base de lo
ético: “No podemos tener relación con el sufrimiento de otros sin esa diferencia
constitutiva”. En último lugar, la apasionada intervención de Cornel West
propone la figura judeocristiana de la “inspiración profética” para alimentar la
rebeldía y la determinación contra la injusticia y la opresión.
No hay,
en definitiva, término o disyuntiva en todo este debate que no parezca crucial
en el horizonte de los retos ético-políticos que la sociedad multicultural nos
plantea a diario. La supervivencia de la razón pública y del desarrollo
universal de los derechos humanos, en el contexto de una ciudadanía
hipercompleja (que se autoafirma en su diversificación interna) se juega
en cada uno de los pliegues de esta bullente reflexión, que procura situarnos en
una nueva cartografía filosófica reevaluando las certezas establecidas. Así
pues, adelante, lectores y lectoras: adentrémonos sin miedo en la construcción
teórica de la legitimidad postsecular.