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Tony Judt: <i>El refugio de la memoria</i> (Taurus, 2011)

Tony Judt: El refugio de la memoria (Taurus, 2011)

    TÍTULO
El refugio de la memoria

    AUTOR
Tony Judt

    EDITORIAL
Taurus

    TRADUCCCION
Juan Ramón Azaola

    OTROS DATOS
Madrid, 2011. 250 páginas. 19 €



Tony Judt

Tony Judt


Reseñas de libros/No ficción
Tony Judt: El refugio de la memoria (Taurus, 2011)
Por Justo Serna, lunes, 4 de abril de 2011
Durante meses, el historiador británico Tony Judt no pudo escribir. Por eso se vio forzado a dictar los dos últimos libros que publicó: Algo va mal y El refugio de la memoria. Aquejado de un gravísimo trastorno neurovegetativo, esclerosis lateral amiotrófica, la vida se le consumió perdiendo toda función motora. Diagnosticada esa enfermedad en 2008, su cuerpo resistió poco tiempo, apenas un par de años, pero su mente se mantuvo firme hasta el final. Fruto de esa lucha interior, de su capacidad para pensar, para reflexionar y para rememorar es el volumen autobiográfico que publica la editorial Taurus. Lleva ese título bien explícito: El refugio de la memoria (The Memory Chalet). Con esa palabra, refugio, el editor alude a un albergue de montaña, justamente la primera evocación personal de Tony Judt, localizada en la Suiza francófona.
Un refugio salva de las nevadas, protege de los fríos y de las tormentas que se desatan en los macizos del país alpino. El paisaje es convenientemente sublime. El individuo no es nada ante la Naturaleza que se despliega con majestuosidad, pero la belleza y lo salvaje están humanamente domesticados en la Suiza previsible. La gente esquía con rutina, camina dificultosamente sobre pasarelas heladas y asciende con telesillas a los picos ya conquistados. Cosas así nos va diciendo el historiador finalmente convertido en memorialista. Esas imágenes de El refugio de la memoria le sirven a Tony Judt para remontarse a su niñez. Y, sí, el relato comienza con una pensione en Chesières (Suiza), un chalet que es recuerdo de la infancia en los cincuenta. Alojada allí, en ese pequeño pueblo de montana, la familia Judt habría sido feliz. Eso recuerda Judt. Las cosas ocurrían hacia 1957 o 1958, es decir, cuando el joven Tony tenía nueve o diez años.

“La ventaja de mi profesión es que tienes una historia en la que puedes insertar el ejemplo, el detalle, la ilustración”, leemos en una página de este libro. Tony Judt era historiador, en efecto. Tenía preparación y capacidad para ordenar los hechos del pasado, para ponerlos en sucesión y en proceso, para darles coherencia: los hechos de su propia vida dentro del contexto general de la posguerra europea. Lo reconoce expresamente y así obra. Su profesión le permite encajar piezas sueltas que la memoria retiene. Los episodios pretéritos vuelven: la comida inglesa, los coches franceses, el nacimiento de la sociedad de consumo, las primeras rebeldías universales, la vida académica. Dichos acontecimientos le vuelven, sí, por la noche, durante los insomnios de su enfermedad, en una duermevela inacabable. Y son eso: episodios que se convierten en “relatos completos en mi cabeza”. O como los llama el historiador afrancesado: feuilletons. Poseen su propia congruencia: su planteamiento, su nudo, su desenlace, su significado particular. Pero son también piezas sueltas que pertenecen a un todo que el memorialista compone con paciencia de coleccionista. O en otros términos: que arma con cuidado de archivero. De repente, conforme recuerda y dicta se da cuenta “de que estaba reconstruyendo –como con piezas de Lego— segmentos entretejidos de mi propio pasado que antes nunca había relacionado”.

Tony Judt fue construyendo una personalidad moderada, socialdemócrata, razonable, poco dada a los extremismos. Y en eso estuvo y en ello permaneció hasta el final: como un socialdemócrata sensato que descreía del liberalismo irrestricto

La imagen de las piezas y el Lego es muy significativa. No es una ocurrencia ni tampoco una irrelevancia. Por un lado, remite a la infancia. Estamos hablando de un juego ideado para activar y desarrollar la imaginación del niño, su capacidad proyectiva. Estamos hablando de unos simples bloques o ladrillos de plástico que pueden trabarse entre sí. Antes fueron de madera y no encajaban. A partir de 1949, el ingenio ya es como ahora lo conocemos. No es casualidad que esa imagen aparentemente menor o secundaria tenga relevancia en Judt: el joven Tony pertenece a la primera generación que pudo jugar con las piezas de plástico. Ignoro si él o sus hijos entretuvieron las horas de infancia con esta sencilla construcción. Miles –o, mejor, millones— de niños de todo el mundo saben a qué nos estamos refiriendo y cuál es el secreto de Lego. Sin duda hay modelos arquitectónicos en los que inspirarse, edificios que copiar, pero también hay casas insospechadas. Hay edificaciones puramente conjeturales que son nuevas, insólitas, jamás vistas.

La metáfora de Judt es muy oportuna. La existencia de cualquier persona es ambas cosas a la vez: aquello que heredamos y copiamos o en lo que nos inspiramos; y aquello que hacemos sin moldes, sin vivencias previas. Por una parte, reproducimos experiencias colectivas en las que hemos sido educados. Cuando vivimos como infantes o como adultos, repetiremos más o menos fielmente esas circunstancias ya experimentadas por quienes nos precedieron. Pero, por otra parte, hacemos cosas que los restantes no han hecho: nos aventuramos, ensayamos, probamos. ¿Cuál es el resultado? Un edificio con paredes y soluciones reconocibles y, a la vez, originales. Aunque la analogía tiene un límite. La vida no es un juego de niños. Ahora bien, la memoria azarosa, impredecible, de nuestros actos se asemeja al hallazgo fortuito de la pieza que nos falta o que puede desarrollar o rematar lo que sólo estaba en esbozo o en proyecto. Si estuviéramos hablando de un rompecabezas, cada parte del entero encajaría de acuerdo con un diseño previo: si tenemos la imagen completa procederemos mirándola una y otra vez; si carecemos de ella, reconstruiremos el puzzle tanteando, con mayor o menor intuición. Pero Judt no habla de este juego. Menciona el Lego: en ese caso, es posible que el porvenir y el proyecto que el niño acaba no los conozca de antemano. Es más: es probable que no haya entero alguno.

Esta metáfora de la edificación es muy pertinente: su libro de memorias parte de ese chalet originario, de ese refugio de montaña situado en Suiza: algo externo, sí, pero también un objeto interno, construido, reconstruido, rehabilitado por el recuerdo angustioso de quien quiere escapar de la prisión del cuerpo, de su “encarcelamiento físico”. No hay fianza… Parte de esa Suiza remota y cercana, aún vivida, el espacio infantil del que no se quiere regresar: un lugar ordenado y protector, el espacio de la custodia y de la seguridad, pero también un lugar abierto, movido, agitado: allá en donde se esquiaba, se jugaba con la nieve. Sería fácil hacer paralelismos falsos y decir que Charles Foster Kane tuvo su trineo, su Rosebud, y que Tony Judt también tuvo su retiro nevado, su recinto maternal: y su trineo, su objeto querido. No hay tal cosa, por lo que dice el memorialista. La nieve sólo era parte del paisaje y “la práctica del esquí –o, en mi caso, del trineo— no supone en este episodio nada memorable”. Pero dejémonos de psicoanálisis salvaje. En las páginas de este libro, Suiza es también algo bien real, un dominio enclavado en el centro de Europa: tan europeo y a la vez tan diverso, tan distinto de los Estados-nación del Continente. Allí se cruzan culturas y lenguas con un encaje pacífico, hospitalario. Es un lugar civilizado que ha costado siglos conservarlo.

Hablamos de un europeo que sabía lo que cuestan la democracia, la prosperidad y el reparto equilibrado. Judt dedicó los últimos meses de su vida a rememorar, a refundar su espacio moral y a reencontrar sentido a las cosas modestas, humanas

Tony Judt aboga por los espacios plurales, aquellos en los que la comunidad étnicamente homogénea no se impone ni impone la evidencia incontestada de las cosas. El historiador, ahora memorialista, anhela a un tiempo un ámbito heterogéneo y acogedor, un destino del que salir y un ágora en la que discrepar. No añora el significado unívoco ni el sentido obvio. Vivir es compartir y hacer propio, comunicarse, ser accesible. Pero es también construir un espacio singular: un albergue en que el alojarse y poder abandonar. El inglés Tony Judt, de linajes judíos de la Europa central y oriental, fue sionista en su edad temprana, trabajando en algún kibutz israelí. Como tantos jóvenes de los sesenta fue rebelde, se aproximó al marxismo, se interesó por el maoísmo, se aturdió con la contracultura y con otros alucinógenos. Pero pronto quedó desencantado de esas experiencias: se desentendió del sionismo como destino natural del judío y se desentendió del radicalismo político.

Gracias a esa lenta epifanía fue construyendo una personalidad moderada, socialdemócrata, razonable, poco dada a los extremismos. Y en eso estuvo y en ello permaneció hasta el final: como un socialdemócrata sensato que descreía del liberalismo irrestricto. Se sentía orgullo de ser eso, de izquierdas, pero también era un individualista según la mejor tradición inglesa. Se desengañó de la homogeneidad forzada y de la conformidad asfixiante de las ideologías reparadoras: desde el marxismo unánime e intervencionista hasta el liberalismo antiestatista. Pronto, cuando la madurez se lo permitió, como buen hebreo se vio y se pensó errante. Y fue eso: un judío errante de fuertes raíces inglesas: alguien que confió en la esfera pública, en la comunidad de los disidentes, en el Estado limitado y garantista, pero Estado al fin. Hablamos de un europeo que sabía lo que cuestan la democracia, la prosperidad y el reparto equilibrado. Judt dedicó los últimos meses de su vida a rememorar, a refundar su espacio moral y a reencontrar sentido a las cosas modestas, humanas. Y la socialdemocracia no es un lastre que desechar, sino el lenguaje que buena parte de la mejor Europa aún habla aunque no lo sepa. 

Por ello, por su inquietud y vaivén, Tony Judt pudo sumar identidades que no se excluían. Y así trató de hacer compatibles experiencias tan distintas: las que vivió en Inglaterra o en Estados Unidos, en Cambridge o en Nueva York, en Francia o en la vieja Checoslovaquia. Fue un docente y al tiempo investigó: un historiador que aprendió a examinar la Europa fracturada de la Guerra Fría aprendiendo idiomas que eran culturas e identidades plurales. El dominio del inglés, del francés, del alemán y del checo le abrió a las tensiones y a las continuidades, la humanidad. Pero fue, además, un intelectual, esa figura pública que él estudió con detalle. Quien ejerce de tal no es exactamente un erudito que hace valer su conocimiento de experto. Es alguien que conceptúa y se entromete, que abandera causas que cree dignas y que valora el curso de la sociedad, los aciertos o los desmanes del poder. Por eso y como buen lector y conocedor de la tradición francesa, en Tony Judt aparecen la efigie y las preocupaciones del moralista. Y el moralista no es necesariamente quien amonesta, sino quien aspira a la rectitud, a la moderación continente, quien batalla para juzgarse y juzgar.

Como buen lector y conocedor de la tradición francesa, en Tony Judt aparecen la efigie y las preocupaciones del moralista. Y el moralista no es necesariamente quien amonesta, sino quien aspira a la rectitud, a la moderación continente, quien batalla para juzgarse y juzgar

En El refugio de la memoria hay un capítulo esencial dedicado a la austeridad, a la sobriedad de quien aprendió a frenarse y a esperar. Hablamos de alguien nacido a finales de los cuarenta; de alguien que confió en los derechos sociales, crecido en los duros tiempos de la posguerra, cuando la Gran Bretaña salía fortalecida y empobrecida del conflicto mundial. “Si queremos mejores gobernantes tendremos que aprender a pedir más de ellos y menos para nosotros. Un poco de austeridad estaría bien”, dice al final de un capítulo de sus memorias: lo dice así, de ese modo, casi por casualidad. Parece una enseñanza muy aprovechable, una medicina que podríamos administrarnos los electores hoy en día y una lección que deberíamos tomar a nuestros gobernantes. Ahora bien, como no exigimos, así nos va.

Pero todo acaba y en estas memorias hay otra imagen infantil y adulta que aparece una y otra vez, que es una constante en las obras del historiador, y que nos ha de servir para terminar. Es la del tren, que a Judt le resulta particularmente fascinante: es el ir frente al estar. El ferrocarril es un emblema de la innovación. En un determinado momento del Ochocientos, Occidente comienza a implantar el tendido ferroviario. ¿Qué significa eso? Que las nuevas vías no repiten sin más los caminos ya transitados. El ingenio humeante empieza a circular aprovechando trayectos antiguos y a la vez adentrándose por itinerarios jamás hollados. ¿Cabe mayor logro? Aúna lo viejo y lo nuevo, lo cercano y lo lejano, lo propio y lo ajeno, lo conocido y lo desconocido. ¿Y las estaciones ferroviarias? Son como catedrales, como catedrales de la modernidad, arquitecturas audaces y aún operativas. Son espacios funcionales cuya construcción metálica todavía nos asombra. Pero el ferrocarril es mucho más. En trenes llevaron a muchos judíos a la muerte, cosa sobre la que Judt no quiere detenerse.

Y en un pequeño ferrocarril se asciende hasta Mürren en la Suiza de habla alemana. Allí en plena montaña está esa población a la que regresó con su familia en 2002 tras superar una intervención quirúrgica por cáncer. Allí acudió con sus hijos, Daniel y Nicholas. Asocia Mürren con la vacación y la vida. “Nada que hacer. El paraíso”. ¿El paraíso de un judío errante? “Nunca he creído que yo fuera una persona arraigada. Hemos nacido casualmente en una ciudad en lugar de hacerlo en otra y pasado provisionalmente por varios hogares en el transcurso de nuestras vidas vagabundas, al menos en mi caso ha sido así. La mayoría de los lugares contienen recuerdos mezclados (…). El modo en que los recuerdo cambia con mi humor”, dice Judt refiriéndose a Cambridge, París, Oxford o Nueva York. “Pero Mürren nunca cambia. Nunca nada me fue mal allí”. Todo es previsible. Como el tren que lleva hasta ese destino, allí todo es puntual, predecible y preciso al segundo. Nada sucede: es el lugar más feliz del mundo”.

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