La imagen de las piezas y el Lego es muy significativa. No
es una ocurrencia ni tampoco una irrelevancia. Por un lado, remite a la
infancia. Estamos hablando de un juego ideado para activar y desarrollar la
imaginación del niño, su capacidad proyectiva. Estamos hablando de unos simples
bloques o ladrillos de plástico que pueden trabarse entre sí. Antes fueron de
madera y no encajaban. A partir de 1949, el ingenio ya es como ahora lo
conocemos. No es casualidad que esa imagen aparentemente menor o secundaria
tenga relevancia en Judt: el joven Tony pertenece a la primera generación que
pudo jugar con las piezas de plástico. Ignoro si él o sus hijos entretuvieron
las horas de infancia con esta sencilla construcción. Miles –o, mejor, millones—
de niños de todo el mundo saben a qué nos estamos refiriendo y cuál es el
secreto de Lego. Sin duda hay modelos arquitectónicos en los que inspirarse,
edificios que copiar, pero también hay casas insospechadas. Hay edificaciones
puramente conjeturales que son nuevas, insólitas, jamás vistas.
La
metáfora de Judt es muy oportuna. La existencia de cualquier persona es ambas
cosas a la vez: aquello que heredamos y copiamos o en lo que nos inspiramos; y
aquello que hacemos sin moldes, sin vivencias previas. Por una parte,
reproducimos experiencias colectivas en las que hemos sido educados. Cuando
vivimos como infantes o como adultos, repetiremos más o menos fielmente esas
circunstancias ya experimentadas por quienes nos precedieron. Pero, por otra
parte, hacemos cosas que los restantes no han hecho: nos aventuramos, ensayamos,
probamos. ¿Cuál es el resultado? Un edificio con paredes y soluciones
reconocibles y, a la vez, originales. Aunque la analogía tiene un límite. La
vida no es un juego de niños. Ahora bien, la memoria azarosa, impredecible, de
nuestros actos se asemeja al hallazgo fortuito de la pieza que nos falta o que
puede desarrollar o rematar lo que sólo estaba en esbozo o en proyecto. Si
estuviéramos hablando de un rompecabezas, cada parte del entero encajaría de
acuerdo con un diseño previo: si tenemos la imagen completa procederemos
mirándola una y otra vez; si carecemos de ella, reconstruiremos el
puzzle
tanteando, con mayor o menor intuición. Pero Judt no habla de este juego.
Menciona el Lego: en ese caso, es posible que el porvenir y el proyecto que el
niño acaba no los conozca de antemano. Es más: es probable que no haya entero
alguno.
Esta metáfora de la edificación es muy pertinente: su libro de
memorias parte de ese
chalet originario, de ese refugio de montaña
situado en Suiza: algo externo, sí, pero también un objeto interno, construido,
reconstruido, rehabilitado por el recuerdo angustioso de quien quiere escapar de
la prisión del cuerpo, de su “encarcelamiento físico”. No hay fianza… Parte de
esa Suiza remota y cercana, aún vivida, el espacio infantil del que no se quiere
regresar: un lugar ordenado y protector, el espacio de la custodia y de la
seguridad, pero también un lugar abierto, movido, agitado: allá en donde se
esquiaba, se jugaba con la nieve. Sería fácil hacer paralelismos falsos y decir
que Charles Foster Kane tuvo su trineo, su
Rosebud, y que Tony Judt
también tuvo su retiro nevado, su recinto maternal: y su trineo, su objeto
querido. No hay tal cosa, por lo que dice el memorialista. La nieve sólo era
parte del paisaje y “la práctica del esquí –o, en mi caso, del trineo— no supone
en este episodio nada memorable”. Pero dejémonos de psicoanálisis salvaje. En
las páginas de este libro, Suiza es también algo bien real, un dominio enclavado
en el centro de Europa: tan europeo y a la vez tan diverso, tan distinto de los
Estados-nación del Continente. Allí se cruzan culturas y lenguas con un encaje
pacífico, hospitalario. Es un lugar civilizado que ha costado siglos
conservarlo.
Hablamos de un europeo que sabía lo
que cuestan la democracia, la prosperidad y el reparto equilibrado. Judt dedicó
los últimos meses de su vida a rememorar, a refundar su espacio moral y a
reencontrar sentido a las cosas modestas,
humanas
Tony Judt aboga por los espacios
plurales, aquellos en los que la comunidad étnicamente homogénea no se impone ni
impone la evidencia incontestada de las cosas. El historiador, ahora
memorialista, anhela a un tiempo un ámbito heterogéneo y acogedor, un destino
del que salir y un ágora en la que discrepar. No añora el significado unívoco ni
el sentido obvio. Vivir es compartir y hacer propio, comunicarse, ser accesible.
Pero es también construir un espacio singular: un albergue en que el alojarse y
poder abandonar. El inglés Tony Judt, de linajes judíos de la Europa central y
oriental, fue sionista en su edad temprana, trabajando en algún
kibutz
israelí. Como tantos jóvenes de los sesenta fue rebelde, se aproximó al
marxismo, se interesó por el maoísmo, se aturdió con la contracultura y con
otros alucinógenos. Pero pronto quedó desencantado de esas experiencias: se
desentendió del sionismo como destino natural del judío y se desentendió del
radicalismo político.
Gracias a esa lenta epifanía fue construyendo una
personalidad moderada, socialdemócrata, razonable, poco dada a los extremismos.
Y en eso estuvo y en ello permaneció hasta el final: como un socialdemócrata
sensato que descreía del liberalismo irrestricto. Se sentía orgullo de ser eso,
de izquierdas, pero también era un individualista según la mejor tradición
inglesa. Se desengañó de la homogeneidad forzada y de la conformidad asfixiante
de las ideologías reparadoras: desde el marxismo unánime e intervencionista
hasta el liberalismo antiestatista. Pronto, cuando la madurez se lo permitió,
como buen hebreo se vio y se pensó errante. Y fue eso: un judío errante de
fuertes raíces inglesas: alguien que confió en la esfera pública, en la
comunidad de los disidentes, en el Estado limitado y garantista, pero Estado al
fin. Hablamos de un europeo que sabía lo que cuestan la democracia, la
prosperidad y el reparto equilibrado. Judt dedicó los últimos meses de su vida a
rememorar, a refundar su espacio moral y a reencontrar sentido a las cosas
modestas, humanas. Y la socialdemocracia no es un lastre que desechar, sino el
lenguaje que buena parte de la mejor Europa aún habla aunque no lo
sepa.
Por ello, por su inquietud y vaivén, Tony Judt pudo sumar
identidades que no se excluían. Y así trató de hacer compatibles experiencias
tan distintas: las que vivió en Inglaterra o en Estados Unidos, en Cambridge o
en Nueva York, en Francia o en la vieja Checoslovaquia. Fue un docente y al
tiempo investigó: un historiador que aprendió a examinar la Europa fracturada de
la Guerra Fría aprendiendo idiomas que eran culturas e identidades plurales. El
dominio del inglés, del francés, del alemán y del checo le abrió a las tensiones
y a las continuidades, la humanidad. Pero fue, además, un intelectual, esa
figura pública que él estudió con detalle. Quien ejerce de tal no es exactamente
un erudito que hace valer su conocimiento de experto. Es alguien que conceptúa y
se entromete, que abandera causas que cree dignas y que valora el curso de la
sociedad, los aciertos o los desmanes del poder. Por eso y como buen lector y
conocedor de la tradición francesa, en Tony Judt aparecen la efigie y las
preocupaciones del moralista. Y el moralista no es necesariamente quien
amonesta, sino quien aspira a la rectitud, a la moderación continente, quien
batalla para juzgarse y juzgar.
Como buen lector y conocedor de la
tradición francesa, en Tony Judt aparecen la efigie y las preocupaciones del
moralista. Y el moralista no es necesariamente quien amonesta, sino quien aspira
a la rectitud, a la moderación continente, quien batalla para juzgarse y
juzgar
En
El refugio de la memoria hay
un capítulo esencial dedicado a la austeridad, a la sobriedad de quien aprendió
a frenarse y a esperar. Hablamos de alguien nacido a finales de los cuarenta; de
alguien que confió en los derechos sociales, crecido en los duros tiempos de la
posguerra, cuando la Gran Bretaña salía fortalecida y empobrecida del conflicto
mundial. “Si queremos mejores gobernantes tendremos que aprender a pedir más de
ellos y menos para nosotros. Un poco de austeridad estaría bien”, dice al final
de un capítulo de sus memorias: lo dice así, de ese modo, casi por casualidad.
Parece una enseñanza muy aprovechable, una medicina que podríamos administrarnos
los electores hoy en día y una lección que deberíamos tomar a nuestros
gobernantes. Ahora bien, como no exigimos, así nos va.
Pero todo acaba y
en estas memorias hay otra imagen infantil y adulta que aparece una y otra vez,
que es una constante en las obras del historiador, y que nos ha de servir para
terminar. Es la del tren, que a Judt le resulta particularmente fascinante: es
el
ir frente al
estar. El ferrocarril es un emblema de la
innovación. En un determinado momento del Ochocientos, Occidente comienza a
implantar el tendido ferroviario. ¿Qué significa eso? Que las nuevas vías no
repiten sin más los caminos ya transitados. El ingenio humeante empieza a
circular aprovechando trayectos antiguos y a la vez adentrándose por itinerarios
jamás hollados. ¿Cabe mayor logro? Aúna lo viejo y lo nuevo, lo cercano y lo
lejano, lo propio y lo ajeno, lo conocido y lo desconocido. ¿Y las estaciones
ferroviarias? Son como catedrales, como catedrales de la modernidad,
arquitecturas audaces y aún operativas. Son espacios funcionales cuya
construcción metálica todavía nos asombra. Pero el ferrocarril es mucho más. En
trenes llevaron a muchos judíos a la muerte, cosa sobre la que Judt no quiere
detenerse.
Y en un pequeño ferrocarril se asciende hasta Mürren en la
Suiza de habla alemana. Allí en plena montaña está esa población a la que
regresó con su familia en 2002 tras superar una intervención quirúrgica por
cáncer. Allí acudió con sus hijos, Daniel y Nicholas. Asocia Mürren con la
vacación y la vida. “Nada que hacer. El paraíso”. ¿El paraíso de un judío
errante? “Nunca he creído que yo fuera una persona arraigada. Hemos nacido
casualmente en una ciudad en lugar de hacerlo en otra y pasado provisionalmente
por varios hogares en el transcurso de nuestras vidas vagabundas, al menos en mi
caso ha sido así. La mayoría de los lugares contienen recuerdos mezclados (…).
El modo en que los recuerdo cambia con mi humor”, dice Judt refiriéndose a
Cambridge, París, Oxford o Nueva York. “Pero Mürren nunca cambia. Nunca nada me
fue mal allí”. Todo es previsible. Como el tren que lleva hasta ese destino,
allí todo es puntual, predecible y preciso al segundo. Nada sucede: es el lugar
más feliz del mundo”.
Nada sucede ya.