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Joel y Ethan Coen: <i>Valor de ley</i> (2010)

Joel y Ethan Coen: Valor de ley (2010)

    GÉNERO
Cine

    TEMA
Crítica de la película Valor de ley, de Joel y Ethan Coen (por Carlos Abascal Peiró)

    TÍTULO ORIGINAL
True grit.

    FICHA TÉCNICA
País: EEUU. Año: 2010. Duración: 108 minutos. Género: Drama, western. Reparto: Jeff Bridges (Rooster Cogburn), Matt Damon (LaBoeuf), Josh Brolin (Tom Chaney), Barry Pepper (Lucky Ned), Hailee Steinfeld (Mattie Ross). Guion: Joel y Ethan Coen; basado en la novela de Charles Portis. Producción: Scott Rudin, Ethan y Joel Coen. Producción ejecutiva: Steven Spielberg, Robert Graf, David Ellison, Paul Schwake y Megan Ellison. Música: Carter Burwell. Fotografía: Roger Deakins. Montaje: Roderick Jaynes



Jeff Bridges (Rooster Cogburn)

Jeff Bridges (Rooster Cogburn)

Hailee Steinfeld (Mattie Ross).

Hailee Steinfeld (Mattie Ross).

Matt Damon (LaBoeuf)

Matt Damon (LaBoeuf)

Josh Brolin (Tom Chaney)

Josh Brolin (Tom Chaney)

Barry Pepper (Lucky Ned)

Barry Pepper (Lucky Ned)


Magazine/Cine y otras artes
Valor de ley, película de Joel y Ethan Coen. De un tiempo perdido
Por Carlos Abascal Peiró, martes, 1 de marzo de 2011
Existe, dios sabe si superado el curso del Picketwire -o la tierra baldía, ignota, que refugió al canalla Liberty Valance-, cubierto ya el mordido horizonte que devoró a Ethan Edwards en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), cuando la reserva apache, navaja, se funde en la distancia, en algún lugar un puñado de millas al norte de Dodge City y siguiendo el Cimarrón vía Santa Fe, salvada además la llanura de Texas, el polvo renegado de Kansas y, a través del humedal ‘lakota’, dando caza a la pista inquieta del último ‘mustang’, sobre el remoto eco del bisonte, y esto es al oeste, (siempre) al oeste de tierras lejanas, existe, de veras existe -reían los ‘marshalls’- cierto espacio espectral donde la mitología norteamericana hunde raíces a la búsqueda de rastros afines, símbolos, o el relato fundacional de una nación que trazó identidades a lomos de un purasangre, que -tal y como certificaba un personaje de Ford- vio impresa su leyenda en la roída recamara de un Winchester.
 

Retrovisores desde la grupa. Placeres de género

Género nodriza, el western, conjetura Rick Altman, es tal vez un hijo adoptivo del cine. Es cierto. Incluso antes de que la linterna del cinematógrafo invadiese las ciudades, siempre hubo un lugar para la epopeya fronteriza en el imaginario de la vieja América, levantada sobre el icónico paisaje del Oeste, la cultura del revólver, el eterno refugio del ‘saloon’. Así, trenzar una geografía del western conlleva necesariamente rescatar las páginas de Fenimore Cooper, los seriales ‘pulp’ de Zane Grey o la reivindicable épica juvenil de Karl May, aquel rollizo teutón que, sin jamás haber pisado la pradera india, imaginó a Winnetou, al inolvidable Old Shatterhand. Partiendo de ellos, de otros tantos, de la plomada memoria del pionero, el celuloide evangelizó el Far West como género de géneros, dotándolo de una narrativa propia que balbucea en Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, Edwin S. Porter, 1903), se consolida en las imágenes de Ford, Hawks o Mann para, bajo el signo reflexivo que impuso el ocaso del género, (auto)cuestionarse con el cine de Peckinpah.

Sea como fuere, más allá del límite que marca el tiempo, del Picketwire, el cine norteamericano ha vuelto periódicamente su mirada hacia la nostalgia del western. Sucedió con Eastwood y su entronizada Sin Perdón (Unforgiven, 1992) o, rehuyendo el listado puntilloso, la brillante El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominick, 2007). Y son ahora los Coen quienes, en un ejercicio de rescate postmoderno, mediante Valor de Ley (True Grit, 2010) –o la relectura del tardío clásico de Hathaway (1969)- revisan la mítica del Old West.

El western según los Coen. ‘Huye el impío sin que nadie lo persiga’

Antes que Hathaway, que los Coen, fue Portis. Charles Portis, autor de culto, inusual, aprendió a juntar palabras al cálido abrigo de impronunciables ‘magazines pulp’. Dedicado por lo común a personajes al margen de toda convención, excesivos, en 1968 convirtió aquella extraña novela, Valor de ley, en un desmedido éxito de ventas. En el diálogo textual, vence el papel. Concisos, sin apenas vacilar, absolutamente fascinados por la narración impresa, los Coen reconocen haber ignorado la película de Hathaway. En parte resulta comprensible. La melancolía que despliega Portis en su prosa, sumada al llamativo empeño del autor por introducir ciertas dosis de extravagancia, le sitúan muy próximo a la acidez ‘coeniana’, o el pulso bizarro, casi folclórico, que hostiga invariablemente a sus criaturas (Valor de ley, por ejemplo, brinda al curioso trampero salvaje, el indio que recoge al ahorcado o el bandido bufonesco). Será el caso de Rooster Cogburn, de Mattie Ross.

Al igual que sucedía en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962) una locomotora abre el relato, lo clausura. Hay también alguien que, pasados los años, reemprende el regreso al encuentro de un cadáver. Alguien que cuenta una historia, y tal vez ahí, en la necesidad narrativa, resida la universalidad del western. Como en el film de Ford, el dispositivo se encapsula bajo la voz del que recuerda. Ella (que no él) fue, es Mattie Ross, la niña que, tras la muerte de su padre a manos de Tom Chaney, maleante de segunda, resuelve contratar a un ajado cazarrecompensas, Rooster Cogburn, y así obtener venganza. A ellos, en su cacería, se unirá el lacónico y obstinado ‘ranger’ LaBoeuf, contrapunto de la verborrea lebowskiana del veterano ‘sheriff’.

Valor de ley narra la marcha de Cogburn y Mattie, inmersión catártica en lo sombrío, al norte del simbólico Picketwire, último reducto de la civilización. Inyectada la iconografía del western –en esa reafirmación visual que en detrimento de la novedad constituye un género-, asombra el paisaje malsano que transitan las cabalgaduras, sepultado por el manto pálido de una nieve que prologa a la muerte, mortaja de un cadáver doblado frente a la batiente entrada del ‘saloon’, o la cámara que mediante un pausado travellling, en la apertura del relato, se cierne sobre el cuerpo del padre. La poética de la frontera, de la ausencia de códigos morales, fue siempre el hogar del pendenciero Cogburn, ser anacrónico que, como los tipos que liquida, se sabe ajeno al presente. Escenificado por el férrico trazado de la locomotora, ese mismo presente –y no otro-, ilumina a una joven Mattie que asiste a los estertores sanguinolentos de un ayer convulso, arcaico, agitado por la ética del plomo. Hechizante, deliberadamente contenida, la fotografía de Roger Deakins aporta a ese cuento de madurez que es Valor de ley una atmósfera invernal que flirtea con cierto impresionismo mágico, plenamente verificable en la postrera secuencia del socorro de Mattie, en la evocadora banda sonora de Carter Burwell.

Tejida con una pericia artesanal, la puesta en escena de los Coen ensaya una mirada clásica sobre el género, deudora de una riada referencial quizá (demasiado) ineludible, y en parte matriz de imágenes -las de la fábula fronteriza, la de Valor de ley- que aquí nunca adoptan (ni pretenden hacerlo) la enfática perspectiva del gran relato. Aún con todo, hay algo extremadamente hermoso en la secuencia que a modo de epílogo cierra el film; o el del acartonado reflejo que luce patético el último superviviente del ayer, enfangado en la memoria, tal y como le sucedía al recordado Bill Cody, enterrado en los rodeos, acaso el show ambulante que vio morir al anciano Cogburn, a cuyo encuentro –han pasado los años- acude hoy una madura, agria Mattie, para hallar así un sobrio ataúd, y la conciencia, tan pavorosa como cierta, de que el tiempo -el del relato, el suyo, el nuestro- se escapa, no pasa en balde.



Tráiler subtitulado en español de la película Valor de ley, de los hermanos Coen (vídeo colgado en YouTube por themanwhonevercried)
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