Seamos optimistas; en el mejor de los casos, la vida es una mierda. Una 
gran cagada hedionda que todos terminaremos pisando, en el mejor de los casos, 
de no habernos caído de bruces en ella mucho antes, boqueando como peces 
incrédulos sobre las ondulantes manchas de petróleo que surcan los océanos. 
Desde luego, nada puede redimirnos de la gran pisada final, el zapato entero 
encima de una descompuesta excreción de perro sobre la acera: la muerte. 
Así, al menos, había pensado siempre mi padre, que en paz descanse. 
En realidad, ha sido su muerte la que me ha permitido saber, conocer 
verdaderamente a mi padre; la intimidad de sus pensamientos, sus anhelos, su 
forma de entender el mundo y la vida. Su muerte, y el ordenador huérfano y 
portátil que dejó encendido sobre la mesa camilla del salón cuando cayó 
fulminado por la ruptura de un aneurisma abdominal; al parecer, según me 
contaría la policía días después, mientras regresaba de la cocina con un whisky 
en una mano y un cigarro en la otra. Fue el cigarro, y la casualidad de que uno 
de esos vendedores itinerantes, que tanto detestaba mi padre, se presentase en 
la puerta de su piso minutos más tarde y olfatease el olor del pelo quemado, lo 
que hizo que encontraran su cuerpo antes de que empezara a descomponerse y su 
podredumbre acabara alertando a los vecinos, quizá, semanas más tarde, cuando 
sus rasgos apenas fueran ya reconocibles, sólo carne pútrida, la gran mierda 
final. 
El ordenador se lo había regalado yo las navidades pasadas. Las 
primeras que pasábamos sin mamá. Mi trabajo me obliga a viajar permanentemente. 
Podríamos decir que mi trabajo consiste, precisamente, en permanecer de viaje; 
un viaje en sesión continua. Soy ejecutiva de cuentas de una importante 
multinacional publicitaria y desde hace varios años mi vida se desarrolla entre 
salas vips de aeropuertos, habitaciones de hotel y lustrosas mesas de reuniones. 
Cuando mi padre se quedó solo, creí que el correo electrónico reconduciría 
nuestras enconadas soledades, uniéndonos en las distancias transoceánicas, en 
los largos años de asepsia sentimental que habíamos habitado. Cuando murió, la 
policía no consiguió localizarme hasta mi regreso de Sao Paulo, algunos días 
después. 
Recuerdo que la noticia no llegó a impresionarme lo suficiente, 
acaso me dejó algo aturdida, pero no por el hecho en sí de su fallecimiento, 
sino por el nuevo significado que adquiría entonces el último mensaje que había 
recibido de mi padre, estando todavía en Brasil. Decía así: “Mónica, querida, 
sucede lo siguiente: tengo un sueño que se me repite, resulta inquietante, 
también estúpido. Estúpido e inquietante. Tengo un perro, pero debe de ser 
invisible, porque nunca llego a verlo. 
Debo de tener un perro y es 
invisible. Siempre es lo mismo. 
Voy caminando por la acera de una calle 
querida. Sí, aquella hermosa calle de anchas aceras salpicadas de tilos. Tu 
madre y yo solíamos pasearte arriba y abajo en el cochecito cuando eras sólo un 
bebé. Una calle ancha y hermosa, flanqueada por tilos esbeltos. Es temprano, una 
mañana fresca y temprana, inodora. Este hecho, la ausencia total de olores en 
una mañana fresca y temprana, me indica siempre, con idéntica claridad, que se 
trata de un sueño, el mismo sueño estúpido e inquietante que se repite cada 
noche. Entonces, la acción deviene tan repentina que este descubrimiento, la 
conciencia consciente de su inconsciencia, se pierde, se diluye en un recuerdo 
oscuro, inaccesible. El sueño continúa, ignorante, nuevamente, yo, de su calidad 
onírica. Un tipo se acerca. Viene derecho a mí. Me señala con un dedo tieso y 
grandilocuente. Es un hombre pequeño y barbudo. 
—¡Oiga, usted, el del 
perro! —me dice. Yo, en ausencia de perro, continúo mi camino sin detenerme. 
Pero el hombrecillo insiste. 
—¡Usted! —y me agarra del brazo. Doy un 
tirón y me desembarazo de su mano. La mano es fea: pequeña y peluda, de dedos 
curvos, retorcidos, más bien. 
—¿Acaso ve usted algún perro correteando a 
mi lado? —digo, con desprecio. 
—No se haga el listillo conmigo 
—contesta—. ¿Le parece civilizado permitir semejante deyección de su perro en 
plena calle? 
—No sea usted absurdo, yo no tengo perro —le digo. 
—¡Venga a verlo usted mismo! Hay una enorme mierda de perro en mitad de 
la acera. Me pregunto por qué hemos de soportar los vecinos y transeúntes un 
espectáculo tan nauseabundo en una mañana tan fresca y clara. ¡Qué demonios se 
ha creído! ¡Venga usted, le digo! —grita el hombrecillo, fuera de sí. 
En 
este punto, lo cierto es que me pica la curiosidad. No existen límites para la 
curiosidad del ser humano. ¡Qué fórmula de conocimiento, la curiosidad! Así que 
me detengo, con mi prurito escatológico. Varias personas forman un corrillo en 
la acera, algo más atrás de donde nos encontramos el pequeño barbudo y yo. Miran 
hacia el suelo y menean sus cabezas en señal de admiración. Algunos se vuelven 
hacia nosotros y nos señalan. Una joven, extremadamente bella, sale del círculo 
de admiradores y viene hacia nosotros. 
—¿Cómo ha tenido el valor de 
permitir algo así! —me grita al llegar a nuestra altura— ¡Una mañana tan 
espléndida como ésta! ¡Es una mierda enorme! ¡Colosal! 
En ese momento, 
el corrillo de curiosos se abre para permitirme echar un vistazo, pero la fuerza 
de atracción que aquella mujer ejerce sobre mí me impide gravitar en torno de 
otro cuerpo. Así que permanezco tieso, como una vela, admirándola. 
Tiene 
el pelo rubio, muy largo. Algunos mechones, en forma de sutiles caracolas, 
reposan sobre sus pechos pequeños. 
No me ha dicho su nombre, pero se 
llama Aurora, como tu madre. No se parece nada a ella, ni siquiera en aquel 
tiempo remoto en el que tu madre era tan joven y fresca como aquella muchacha. 
No se parece y es ella. Aurora es Aurora. Se trata de un conocimiento intestino. 
Tu madre era morena, lo sé; y sus pechos hubieran podido amamantar a todo un 
orfanato. Sin embargo es Aurora. El pequeño barbudo interrumpe mi contemplación. 
Otra vez su mano peluda y deforme tirando de mí. “¡Mire usted! ¡Mire usted!” Y 
me arrastra hacia el interior del círculo, donde a punto estoy de introducir mis 
zapatos en la cagada más desproporcionada y grotesca que puedas imaginarte. 
—¡Qué horror! —digo, espantado. 
No huele mal, ni bien; ese 
sentido está atrofiado, como ya te dije. Quizá lo esté en el común de los 
sueños, no sé. ¿Quién sueña con olores? La enorme mierda no hiede. Es una 
molestia estética, sensible. Además, por momentos parece mayor. 
La 
mierda se expande, como el universo se expande. En este momento, pienso siempre 
en una escena de esa película de Woody Allen que hemos visto tantas veces. Viene 
a ser así: una madre lleva a su hijo al médico y le dice que el niño no quiere 
estudiar. El médico le pregunta al niño el porqué, a lo que él responde: el 
universo se expande, y si el universo se expande, un día estallará y 
desapareceremos. Entonces, ¿para qué ir al colegio? Y el médico le dice: “Sí, el 
universo se expande, pero eso que tú dices pasará dentro de millones de años y 
ya no estaremos aquí”. Su madre, que no acaba de quedar satisfecha, le dice al 
niño: “¡Qué te importa a ti que el universo se expanda, esto no es el universo, 
es Brooklyn, y Brooklyn no se expande!”. Así que sonrío. Sonrío al recordar ese 
magnífico diálogo, y esto disgusta al barbudo, a Aurora y a los otros. 
Nota de la Redacción: agradecemos a 
Ediciones Carena 
en la persona de su director, 
José 
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este 
fragmento del libro de 
Fernando 
Ontañón, 
Relatos 
invisibles (Carena, 2010), en 
Ojos de 
Papel.