A estas alturas de la historia, nuestra confusión de entonces, importa
poco. En rigor, gracias a esa llamada, entre muchas otras -recuerdo a
Bob
Dylan, ¡cómo no!-, entramos en lo relevante, América,
desde un estado de confusión alarmante. Lo hicimos. Nos acercamos al centro.
Otros hubo antes, y otros vinieron después, que incurrieron en no menores
distorsiones y deformaciones.
Francisco Fuster, en
América
para los no americanos, opera de manera mucho más
equilibrada y, con toda seguridad, sistemática que Jim Morrison. No hace falta
decir que -aunque haya americanos que se resistan a admitirlo, en esta vida no
se puede tener todo- no de manera tan embriagadora. Afortunadamente, corro a
añadir. Los tiempos, ahora mismo, siguen siendo americanos. Como ya acaecía en
tiempos de Alexis de Tocqueville, aunque sin duda de otra manera, el mundo
moderno se anticipa al otro lado del océano, en dirección a occidente. Los
Estados Unidos sigue operando, por lo tanto, como un laboratorio en el cual
poder estudiar cada uno de los aspectos de la vida moderna. Aunque sólo fuera
por eso, precisamos de mapas que, en saliendo de la provincia, nos orienten, nos
permitan adentrarnos en dicho territorio y no perdernos en él, procurarnos
viajes serenos y reflexivos. No es menos cierto que las percepciones
distorsionadas, los prejuicios y los escrúpulos siguen siendo enormes. De ahí
que los ejercicios de clarificación no sean baladíes.
Fuster, a
diferencia de Morrison, es un cicerone ordenado. Fascinado por lo que parecía
ser una novedad genuina, un cambio de ciclo personificado en el ascenso de
Barack Obama al estrellato mediático como novedad política del siglo XXI, el
historiador valenciano se enfrentó, entre 2007 y 2009, mediante el género de la
crítica de libros -entre otros desde
Ojosdepapel-,
a la labor de procurar desmantelar algunos de los tópicos que ahora, como
siempre, enturbian nuestra –por europeos- mirada a lo americano, a los Estados
Unidos. Su arma, pues, es la lectura. La lectura pausada de las novedades
editoriales, de los ensayos políticos, de las reflexiones críticas para con un
mundo en cambio acelerado.
Probablemente, Obama tenga buena
parte de responsabilidad en el otear de Fuster. En algún momento debió creer que
era un faro con luz propia, y se le nota. Está fascinado por el personaje, la
personalidad y la obra. El leedor, en mi opinión, hará bien en tomar distancia.
El autor ya lo hace. Es cierto. La pasión no le resta un ápice de juicio al
crítico y al historiador
La complejidad de
los materiales con los que se enfrenta Fuster es atrayente. Trabaja con los que,
como Martin Amis, -desde una perspectiva europea y de tonos suavemente
socialdemócratas se miran con estupefacción la cultura, y hasta el sentido del
humor, de los americanos -no sé yo si es que los entiende o, como apunta Fuster,
no. Brega con quienes, como Joe Bageant, desde su pasado contracultural van al
encuentro del lado oscuro de la Luna: la América trabajadora, la de clase baja
por degradada, la de los blancos amantes de las armas, del enriquecimiento,
tantas veces efímero, siempre insuficiente, como perspectiva vital. Trajina las
reflexiones, tan distintas en cuanto a la perspectiva analítica, tan cercanas en
la obtención de un resultado que permita encarar (¿fiscalizar?) el legado Bush,
como las del economista Paul Krugman o el periodista Jacob Weisberg al afrontar
las interioridades de la saga. Se encarga de señalar los rasgos centrales de
algunos de los analistas de referencia en la endiablada política internacional
de 2001 en adelante – Fareed Zakaria, Ahmed Rashid- o a los canonólogos -si me
permiten el neologismo para referirme a Harold Bloom- que combaten el
relativismo y la ausencia de criterio, en ocasiones con un criterio ciertamente
particular.
El itinerario lector de Fuster nos retrotrae a los clásicos,
no en vano la historia explica, aunque no encierre, al presente. No en vano son
también objetivo del crítico aquellas novedades que lo que hacen es recuperar
textos basales de la sociología contemporánea -desempolvar sería en este caso un
verbo inadecuado: del Werner Sombart que se interrogaba, en la primera década de
1900, sobre los porqués de la ausencia de socialismo en la vida americana hasta
la Betty Friedan que, a principios de los
Sixties,
como figura destacada de la segunda ola del movimiento de mujeres ponía en
evidencia el carácter alienante de la mística de la feminidad.
Probablemente, Obama tenga buena parte de responsabilidad en el otear de
Fuster. En algún momento debió creer que era un faro con luz propia, y se le
nota. Está fascinado por el personaje, la personalidad y la obra. El leedor, en
mi opinión, hará bien en tomar distancia. El autor ya lo hace. Es cierto. La
pasión no le resta un ápice de juicio al crítico y al historiador. Limítese, es
mi consejo al lector, a añadirle un ápice de escepticismo. El de aquellos seres
humanos libres que, en la carretera, solos o en compañía de otros, decidían
hacer un viaje -Yeeeaahh- y no llegarían a entender, como bien señala Fuster,
los homenajes que se les tributan. Tampoco los póstumos.
En suma, el de
Fuster es un trabajo responsable, un libro muy de agradecer, una guía para
entender algo más de nuestro tiempo.