ME IBA MARCANDO MIS BAILES Carmen fue la
segunda de once hermanos de los que vivieron seis. Paco, Carmen, Antonia,
Leonor, Antonio y María. Todos con mayor o menor fortuna y siempre a su sombra,
cultivaron el arte flamenco. Paco como guitarrista, el resto como bailaores.
Leonor grabó en discos el taranto para una antología discográfica realizada en
México. Antonia casó con Chiquito de Triana, María con Mario Escudero, Antonio
con la tonadillera Pepita Llaser y Paco con Micaela la Chata, el hijo de ambos,
Juan Diego, Curro, también fue bailaor. También su tía Juana La Faraona, rara
belleza estatuaria, fue una notable bailaora y su compañera inseparable en los
escenarios durante buena parte de su vida.
Su padre, José Amaya, el
Chino, tocaba la guitarra, con amplio conocimiento de los toques y ritmos
flamencos, a salto de mata por las tabernas en permanentes madrugadas de vino
agrio y vomitonas espesas. Se dice que su madre, Micaela Amaya, era muy buena
bailaora, aunque entre parir y criar hijos, en muy escasas ocasiones lo hizo en
público.
La familia Amaya era pobre, con escasísimos recursos y
recurrían a cuanto estaba al alcance de sus manos para ganarse la vida. La
propia Carmen Amaya en una entrevista que le hace a mediados de los cincuenta el
periodista Josep Maria Massip, corresponsal del
Diario de Barcelona en
Estados Unidos, declara: “A nadie se lo he contado. A mí no me importa, porque
de todas esas cosas yo estoy orgullosa. Papá se iba entre semana, para poner la
olla, se iba a vender ropas, trajes, y mamá se iba a la plaza con su carrito de
puntillas, también a vender. Yo tenía siete u ocho años; era la mayor. A mí me
daba pena de que ella volviera y no hubiera en la barraca ni carbón ni leña. ¿Tú
te acuerdas de las calderas del gas, en el Somorrostro? Pues allí iban los
camiones a tirar todo el desperdicio del carbón. Yo tenía el valor como de
meterme entre cien personas. Aquí venía el camión y aquí estaba la cortada de la
montaña que caía al agua. Había lo menos como cien personas, no les importaba ni
que les cayera el camión encima ni que se fueran al agua por la cortada: todo
para coger el carbón que no cayera a las calderas. Yo tenía que meterme por los
pies de los demás para coger un carboncito. Con todo y con eso, a mí me mataban,
pero yo los cogía, y me llenaba mi saco y lo arrastraba desde las calderas de
gas hasta el Somorrostro, carbón mojado, con lo que pesa. Los hombres llevaban
carretillas, pero yo sólo tenía mi saco arrastrándolo por la arena. Podía tardar
veinticuatro horas, pero yo ese saco lo llevaba a casa. Una vez con el carbón en
mi casilla, buscaba leña por la arena, y antes de que llegara mi madre, tenía su
fogoncito prendido. Ella venía siempre con chucherías para mí, un platanito o
galletas rotas.
Un día vi a unas gitanillas cargadas con gallinas.
‘¡Uy!, ¿de dónde habéis sacado esto?’ ‘¡Uy, mira!, de la estación. Hay un señor
que trae las jaulas de gallinas llenas, y como están tan apretadas se ahogan las
unas a las otras y las que salen ahogadas nos las dan a nosotros.’ ‘Ah, pues yo
voy.’ No hago más que pasar la barrera del tren, que estaba echada, y nada más
pasar un guardia que me ve. ‘Ibas a robar, ¿verdad?’, me dice. Digo: ‘¿yo
señor?, ¿a robar? Yo no, señor, yo no iba a robar, yo iba porque me han dicho
unas amigas mías que dicen que aquí dan gallinas, pero, señor, que yo no iba a
robar.’ ‘Tú te vienes conmigo a la comisaría.’
Pero, yo, el susto mío
era que no me viera con aquella pinta, descalza y con toda aquella mugre que
llevaba encima, porque acababa de venir del carbón, un comisario que era muy
amigo mío y que algunas noches cuando salía de bailar me dejaba dormir en la
cama con su hija para que no volviera de madrugada al Somorrostro. Iba llorando
y gritando y el guardia no me soltaba de la mano. Hasta que por fin llegando a
la plaza de toros esa que hay, la plaza antigua de la Barceloneta, al llegar
allí, se ve que el hombre, al verme con la cara que tenía de llanto, se ve que
le dio un poco de compasión, y me soltó de la mano, y soltarme de la mano y
salir yo corriendo, figúrate tú. Es que aquí en España, desgraciadamente, a los
gitanos… A la policía en España, los gitanos no le merecen consideración
ninguna. Los tratan como perros.”
Pese a las dificultades, estrecheces y
penurias, Carmen fue una niña feliz a la que, como a cualquier otra, le gustaba
jugar, “Mis juegos eran las conchas y la arena de la playa..”, y cometer
travesuras. Siempre recordó con cariño su infancia. En una conversación grabada
con unos amigos recuerda: “Verás, te voy a contar. Yo, en la barraca mía, en la
choza mía allí en el Somorrostro, en las piedras había hecho un agujero, en la
pared yo me había hecho un agujero, porque yo guardaba los zapatos, el sábado y
el domingo para ir a bailar, pero cuando llegaba a mi Somorrostro, ná más entrar
por ahí, tacatachacá y con la arena de casa y corriendo con un galgo siempre,
por eso tengo más bien los pies, aparte de bailar, los tengo abiertos”.
-“De la arena”, apostilla uno de los amigos, a lo que le responde
Carmen: “De la arena de casa y por eso tengo la fuerza que tengo en las piernas
también, de la arena”.
El amigo vuelve a apostillarle: “¿De la arena?
Sin saberlo, ¿verdad?”
“Sin saberlo, ¡¡de qué!! Sin saber lo que era
ejercicio pa bailar ni ná. Siempre corriendo y siempre nadando a todas horas...
¿Comprendes? Con lo que me tenían que venir a buscar al cabo de un momento hasta
para darme de comer. Siempre con los pelos de punta como un bicho raro. Porque
pa peinarme había que matarme”.
-¿Ah, sí? ¿Por qué?
-Porque ná
más yo me iba con las niñas a correr y a saltar y a nadar y no había quien me
echara cuentas.
Fue su padre el primero en darse cuenta de sus
extraordinarias dotes naturales. “Él cogía la guitarra y yo me ponía a bailar.
Me decía: no, eso no, hazlo otra vez, así, eso; está bien, o está mal, o no
entras a compás. Todas las cosas las sacaba yo. Sin enseñarme ningún paso de
baile fue él el que me enseñó. El saber bailar se lo debo a mi padre.
Lo
primero que yo aprendí fue la zambra. Cantaba y bailaba. Y la primera zambra que
bailé decía:
En un campo de moras
bajó en sultán un día,
por ver
si alguna mora
a él gracia le hacía.
De una mora cautiva
el sultán
se enamoró,
y la tiene prisionera
para gozar de su amor.
Le dice a
sus padres,
que sufren y lloran
que no pasen pena
por su linda mora
Ala, ala, ala,
date prisa, mora,
que viene el sultán.
Luego empecé a bailar por soleares, la farruca. Y luego fue al final
cuando mi padre me hizo poner los pantalones y bailar vestida de hombre, por
alegrías. Los pantalones no perdonan: se ven todos los defectos del mundo y no
tienes dónde agarrarte”.
Una noche, El Chino llevó consigo a su
chiquilla, de apenas seis años, que marcaba pasos de baile con sus piececillos
descalzos y alzaba con gracia los brazos al aire, al restaurante Las Siete
Puertas, donde los clientes pagaban en libras, francos, liras, marcos y pesetas
un rato de juerga en la sobremesa. El padre un día le dice: “Recoge tu dinero,
te lo has ganado”.
Y ella responde: “Sólo quiero las pesetas, padre; lo
demás es morralla!”
Desde ese momento continúa saliendo con ella y su
guitarra a sacarse algunas perras recorriendo las calles, los colmaos y las
tabernas de Barcelona.
«A los cuatro años la necesidad de los míos
-explicó en cierta ocasión Carmen Amaya a los periodistas- me llevaba a actuar
por primera vez en un cafetillo barcelonés».
La infancia de Carmen fue
un continuado y fatigoso itinerario por colmados y tabernas. Su padre, con la
guitarra bajo el brazo, iba llamando a sus puertas para rasguear unos toques que
la chiquilla danzaba con fogosidad y garbo que sorprendían. Unas cuantas
monedas, vuelta a actuar en otra parte, y así hasta que la madrugada empezaba a
azulear el cielo.
El guitarrista y su hija regresaban entonces, cansados
y mustios, a su chabola del Somorrostro, con unas barras de pan que habían
comprado si la colecta había sido suficiente, y contemplaban desde lejos, con
agridulce emoción, la alegría con que salían a recibirles los suyos, si les
veían retornar con comida.
Desde entonces, acompañaría al padre en su
deambular por las tabernas para ayudarle a ganarse el jornal. Carmen no
olvidaría jamás aquellos precoces primeros contactos con el público. En aquel
turbio mundo -tan alejado de los grandes escenarios que serían su marco
definitivo y merecido- cayó muy bien aquella impetuosa gitanilla, cuyos ojos
profundos se anegaban en lágrimas de alegría al recoger del suelo las monedas
que la gente le arrojaba. La niña, en realidad, bailaba todo el día. Ella misma
dijo años después que: «hasta cuando mi madre me mandaba a algún recado, me iba
marcando mis bailes».
No olvidó nunca las penurias de su infancia, los
sustos, el sinvivir diario. “Hay un callejón para entrar en el Somorrostro, al
lado del hospital de los infecciosos. Es un callejón para no hacer el rodeo y no
tener que venir por la playa ni por las calderas del gas. Al entrar hay un
poyete. Me extrañó mucho ver que el agua llegaba hasta allí. Eran como las dos y
media. Papá iba muerto del susto. A ver qué ha pasado en la barraca nuestra, con
tu madre y con los niños. Pero el agua había pasado milagrosamente por la
tranquera de la choza, sin llegar hasta dentro. Como ya estábamos acostumbrados
a estas cosas, nos pusimos a dormir. Hasta que al cabo de un rato, ¡ay, madre
mía!, una ola entró hasta dentro, las camas, las ropas, todo flotando. Cogimos a
los niños como pudimos y volvimos corriendo al callejón. Cientos de personas
metidas en el callejón. Como a las nueve o las diez de la mañana, volvimos a las
barracas. Las barracas no existía ninguna, todas enterradas en arena. Veías lo
que había sido tu barraca por un piquito que aparecía así, de cualquier cosa,
así.”
Después de esto, una mujer que interviene a menudo en la
conversación grabada, muy probablemente su madre, que la acompañó durante toda
su vida a todas partes, evoca los días en que había visto pasar por la calle a
hombres y mujeres que pedían para el Somorrostro. Hombres y mujeres que se
apostaban bajo los balcones y desplegaban una manta para que les tiraran ropa,
alimentos, dinero, cualquier cosa. Carmen Amaya la interrumpe:
“Yo no vi
nunca nada de eso, nada, no los vi, ni nunca vi que nos socorrieran, ni ropa ni
nada. Se lo darían a los otros que no eran gitanos, pero a los que eran gitanos,
ni una pastilla para envenenarnos. De lo único que me acuerdo, un día que yo me
metí debajo de la cama, es que vinieron unos cuantos que eran médicos para
vacunarnos. Las niñas, Antonia y Leo, estábamos metidas debajo de la cama. Hasta
que vimos llegar unas niñas chupando un caramelo, sacamos la cabeza, y dicen:
‘Pues no sois tontas ni nada, corred que dan caramelos’, y aquí tengo la señal
para toda la vida.”
¡Qué ruda fue la infancia de Carmen Amaya! Una
infancia que modelaría profundamente su carácter. El poso acre de los recuerdos
de aquellos años se percibiría en la abierta espontaneidad de su corazón, en su
generosidad sin tasa, en su afición incesante a socorrer a todos los
necesitados. Al propio tiempo, estas precoces y rigurosas enseñanzas la llenaron
de buen sentido, de ponderación, de agudeza, de prudente y sosegado realismo.
Carmen Amaya no sólo admiraría a las gentes por su baile excepcional, sino por
la claridad, la puntualidad y la mesura de sus pensamientos, puestos al servicio
de un nobilísimo corazón.
Bulería
de
Carmen
Amaya en la película
Los Tarantos, película
rodada en Barcelona en 1963 por el director
Francisco Rovira
Beleta (vídeo colgado en YouTube por skifxyz)