“Los personajes de la novela no son prototipos, pero sí que poseen los
rasgos de amigas que he conocido. Existen mujeres desinhibidas y depredadoras
como Esther, y algunas que consumen droga, como Virginia”, relata la autora, con
las uñas de azul cobalto, los labios de rojo Shanghái, la cinta en el pelo de
caída libre y los zapatos con tacón de aguja hipodérmica, tan altos, tan altos,
tan altos, que se pasean por el cielo provocando a los arcángeles. “Sus
frivolidades pertenecen a caracteres que conozco. Me puede parecer exagerado,
pero no ciencia ficción.”
Las cuatro actrices principales de
Taradas (
Ediciones Carena, 2010)
son Esther, Virginia, Carla y Silvia.
Podríamos decir de Esther que se
esfuerza por dar una imagen que no le corresponde, porque pierde la fuerza por
la boca. Podríamos decir de ella que es lo suficientemente taimada como para
hacer el papel de
Elsa Pataky en
DiDi. Podríamos decir de ella que
miente. Escarpada y magenta.
Podríamos decir de Virginia que le afectan
más de lo que cree los rumores malintencionados. Podríamos decir de ella lo que
predijo
Oscar Wilde en
El alma del hombre bajo el socialismo:
“Toda autoridad es degradante”. Podríamos decir que se esconde. Pastora y
violeta.
Podríamos decir de Carla que, en el fondo, tiene más cosas en
común con
Madame Bovary, “la mujer histriónica de
Flaubert”, que
con cualquiera de los roles a los que se acaba relegando a la mujer: “o virgen o
casquivana”. Podríamos decir que tiene el corazón roto, pero sería decir mucho.
Vital y mora.
Podríamos decir de Silvia que es como es porque no
consiente que los demás le digan qué tiene que ser o qué tiene que ponerse, o
qué tiene que pensar o a qué ha de atenerse. Podríamos decir de Silvia que, pese
a sus problemas, es la más libre de todas. Penetrante y artanita.
Viviana Fernández es un cruce de Virginia con Esther, y al igual
que la diosa Hera, hermana y esposa de Zeus, sus hijas son sus propias madres,
que tejen estofas de seda: Carla y Silvia. Leída y versada en el
gay
saber de la literatura (“sigo a
Nabokov, Márai y
Valle-Inclán”), como
Machado, ha ido y viniendo por el mundo
ligera de equipaje (cursó tercero de bachillerato en Inglaterra; el COU, en
Madrid; estuvo de Erasmus en Holanda y Suiza; y dos años en Haití, como
consultora de Unicef, un país “en manos de cinco familias de cuarterones y
mulatos, de políticos previsiblemente corruptos”; vive desde el 2008 en
Luxemburgo, el destino de
Manuel, su marido, diplomático, al que le
acaban de ofrecer un nuevo destino, Ginebra).
“Esta novela la escribí en
Haití, donde vivía como en una burbuja, un
Gran Hermano. La idea era, en
un país de extrema miseria, ofrecer una cara fresca de la juventud, y mostrar a
las mujeres ambiciosas que no quieren ser floreros. Mi próxima novela se titula
La vida insignificante, sobre una treintañera que supera una depresión en
un país al que acaba de llegar. Mis protagonistas son mujeres, relego a los
hombres a los papeles secundarios.”
Viviana Fernández, escritora que
coadyuva el fortalecimiento de los cinco sentidos, tiene por autor fetiche a un
hombre que murió y vivió con la misma austeridad:
Paco Umbral. “Creo que
Mortal y rosa es lo mejor que se ha escrito de la literatura española
contemporánea.” Mortal y rosa.
Canción y cuna.