“El 29 de julio de 1943 mi padre murió. El mismo día, unas
horas después, nació el último de sus hijos.
“Durante el mes anterior,
mientras esperábamos el desenlace de estos acontecimientos, había tenido lugar
en Detroit una de las más sangrientas revueltas raciales del siglo. Unas cuantas
horas después de la ceremonia fúnebre de mi padre, cuando su cuerpo aguardaba en
la capilla, un motín racial se desató en Harlem [...]
“El día del funeral de
mi padre cumplí 19 años. Lo llevamos al cementerio entre despojos de injusticia,
anarquía, descontento y odio. Me parecía que Dios mismo había orquestado, para
conmemorar el fin de la vida de mi padre, la más sostenida y brutalmente
disonante de las obras. Y me parecía también que la violencia que nos rodeaba
mientras mi padre se iba de este mundo había sido concebida como un correctivo
para la arrogancia de su hijo mayor [...]
“Había decidido rebelarme en su
contra por las condiciones de su vida y por las condiciones de nuestra vida,
pero cuando llegó su fin comencé a interrogarme sobre esa vida y también, de una
manera no antes conocida, me hice aprehensivo acerca de la mía”.
Resulta por lo menos asombroso, después de esta dolorosa y de alguna
manera descarnada confesión, saber que Baldwin siguió los pasos del muerto y que
adolescente aún fue consagrado como ministro y predicador en la iglesia Fireside
de Harlem, barrio que habría de convertirse en el centro literario e intelectual
de la comunidad negra norteamericana y escenario de violentas manifestaciones
durante el movimiento pro derechos civiles del siglo pasado. Quizá una
explicación sea que aquél era en realidad su padrastro pues James fue hijo
ilegítimo. Otra, que las misteriosas tensiones en la relación padre-hijo se
manifiestan en conductas de complejidad insondable. Sea como fuere, en el
púlpito Baldwin se tropezó con la que sería su verdadera vocación, la
literatura, aunque ese encuentro no sería evidente de inmediato y pasaría a
formar parte del arcano bagaje con el que se ensambla el espíritu de los seres
humanos.
En uno de sus numerosos ensayos, casi todos salpicados con
pasajes de su propia biografía, asentó que sus tres años en el púlpito lo
convirtieron en escritor porque vivió expuesto a la desesperación y simultánea
belleza de la grey a su cargo. Creo que a Baldwin le sucedió lo que al novelista
indio R. K. Narayan, quien se apartaba de su ventana pues desde ella eran
visibles millones de historias. Y viéndolo bien, ¿no es lo que pasa a los
periodistas, escritores y otros creadores que andan por la vida con los ojos
abiertos? En rigor, no hay que ir muy lejos para obtener material.
Baldwin dejó los hábitos y transitó por una serie de empleos manuales
antes de establecerse en el barrio bohemio neoyorquino de Greenwich Village y
comenzar su vida de escritor. Ahí sobrevivió publicando reseñas de libros en el
diario The New York Times e hizo amistad con el autor Richard Wright,
quien habría de ayudarlo a conseguir una beca con la cual en 1948 viajó a
Francia y a Suiza.
Una vez más vemos cómo, de manera que me resisto a
creer sea accidental, una carrera literaria se entrelaza con el periodismo.
Durante su estancia en el Village (crisol de espíritus creativos de todas
las nacionalidades y razas) Baldwin, no siendo precisamente un reportero,
sí fue un periodista especializado que se ganaba la vida escribiendo para
los diarios reseñas de los libros que devoraba día y noche.
En 1953
publicó su primera novela, Ve y dilo en la montaña, obra en la que
resalta el fuerte acento adquirido en sus años de predicador y que de acuerdo a
los críticos, le consagró como el más sobresaliente comentarista negro de la
condición de los de su raza en los Estados Unidos. La siguiente, El cuarto de
Giovanni (1956), es una historia de amor homosexual; Apuntes de un hijo
de la tierra (1955) y Nadie sabe mi nombre (1961) son libros de
ensayos y memorias de su juventud. Baldwin es autor además de Otro país
(1962), La próxima vez el fuego (1963), Blues para míster Charlie
(1964), Dime cuánto hace que se fue el tren (1968), Sin nombre en
la calle (1972) y los ensayos agrupados en El precio de la entrada
(1985), entre otros títulos.
El tratamiento de temas a partir de su
abierta preferencia homosexual hizo a Baldwin blanco de acerbas críticas desde
los mismos círculos que se beneficiaron con su aporte intelectual y militancia
por los derechos de la minoría de color. Eldrige Cleaver, uno de los notorios
“Panteras Negras”, lo acusó de exhibir en su obra un “doloroso y total odio
hacia los negros”.
“Supongo”, diría a su vez el autor, “que todo
escritor siente que el mundo en el que nació es nada menos que una conspiración
contra el cultivo de su talento”.
En este mes de agosto, 86 aniversario
del natalicio de Baldwin, se cumplen también 47 de aquella jornada histórica en
que millones de norteamericanos escucharon en Washington a Martin Luther King
pronunciar la portentosa oración que bajo el título “Tengo un sueño”, habría de
convertirse en el programa de la lucha contra la discriminación racial en
Estados Unidos y en muchas otras partes del mundo.
Dos existencias
destinadas a cruzarse. Mi lado racional puede descartarlo, pero el mágico
me dice que en lo humano no hay nada accidental, y como Edmundo Valadés,
sostengo que hay vidas y obras que están destinadas a complementarse.
Llámese como sea, hay entre Baldwin y King coincidencias por lo menos notables,
cuando no estremecedoras. Negros, hijos de predicadores y ellos mismos ministros
religiosos, seres de gran potencia intelectual, inconformes, creativos y
atormentados por la obsesión de un cambio posible y de una vida mejor.
“Tengo un sueño”, exclamó King ante miles de compatriotas reunidos en
Washington el 22 de agosto de 1963, “de que mis cuatro pequeños hijos un día
habitarán un país en el que no se les juzgue por el color de su piel, sino por
la entereza de su carácter”.
Baldwin, por su parte, escribiría en un
recuerdo sobre su niñez en Harlem: “Sabía que era negro, desde luego, pero
también sabía que era inteligente. Ignoraba cómo utilizaría mi inteligencia,
incluso si podría aplicarla, pero eso era lo único que poseía”.
No lo sé
de cierto, pero es seguro que Baldwin estuviera entre los oyentes, pues desde
principios de los sesenta había regresado de su autoexilio para incorporarse a
la lucha al lado de King, sin dejar de buscarse a sí mismo. Otra faceta de este
creador: su compromiso con la democracia y contra la opresión. Producto de
muchas minorías (negro, pobre, homosexual, periodista y escritor) en un momento
de su exilio decidió que además de su participación intelectual debía ensuciarse
las manos como militante. Así, retornó a Estados Unidos y viajó extensamente por
las regiones de mayor discriminación racial. Producto de ese tiempo fueron
Apuntes de un hijo de la tierra y La próxima vez el fuego.
Aparentemente esa época de su vida también fue amarga y le hizo
llegar a la conclusión de que las cosas cambiarían sólo por la vía de la
violencia. Después del asesinato de sus amigos Martin Luther King y Malcolm X,
regresó al extranjero en donde no sólo pudo cultivar una mejor perspectiva de su
existencia, sino que encontró una solitaria libertad para su oficio de escritor.
“Una vez inmerso en otra civilización”, escribió, “te obligas a examinar la
propia.
A los mexicanos, y supongo que a los latinos en general, no se
les plantea el problema racial con tanta fuerza como a los estadounidenses. Esto
no quiere decir que nuestros países sean ajenos a la discriminación. Quizá sea
más profunda y por su diversidad se diluya. En la nación vecina, en cambio, aún
hoy se viven las consecuencias de la integración forzosa de razas negras vía el
tráfico de esclavos. Desde mediados del siglo XV y hasta 1870, entre 11 y 13
millones de africanos fueron exportados hacia América y alrededor de 10 millones
fueron esclavizados en los países de destino (ya que entre el 15 y el 20% murió
durante las travesías), principalmente en el que hoy conocemos como Estados
Unidos, pues en la Nueva España hubo, por decirlo de una manera brutal, materia
prima vernácula (Bartolomé de las Casas denunció la existencia de unos tres
millones de esclavos indígenas).
James Baldwin fue producto de ese
encuentro forzado y doloroso, como lo fue King, como lo fueron y son millones de
negros norteamericanos. Vivió además, como apunto arriba, el peso de su
pertenencia simultánea a un abanico de minorías en un contexto social,
recordemos, que en comparación con el tiempo actual era brutalmente
asfixiante... aniquilante.
Al terminar de redactar estas líneas, por una
extraña asociación de ideas recuerdo la novela de Harper Lee, Para matar un
ruiseñor, y me pregunto si, guardadas las distancias y circunstancias, James
Baldwin podría ser considerado el Atticus Finch de los derechos civiles
negros.