La literatura puede, a veces, cumplir una función. No sabemos exactamente
cuál es, y delimitarla del todo es matarla un poco. Escribir un libro para
concienciar, así, de entrada, resulta algo empobrecedor. Una obra literaria no
puede tener una prioridad tan definida; fracasaría, además, si partiera de
entrada con ese planteamiento. Lo leí hace poco de los libros de Jostein
Gaarder: literatura y pedagogía es un matrimonio complicado, por lo que Jostein
Gaarder podrá escribir libros estupendos que nos acerquen a la filosofía, pero
nunca optará al Nobel.
Boris Pahor, en
Necrópolis, hace
literatura. La hace porque hay una música indefinida, indefinible, que impregna
todas sus páginas y que no sabemos que es. Belleza, dignidad, insumisión,
humanidad, pero sin que digamos “esto es belleza, dignidad, insumisión,
humanidad”. ¿Cuál fue el motor, la raíz que impulsó a este escritor esloveno a
ponerse frente a frente a unos fantasmas de tan difícil digestión como es la
amalgama de recuerdos de una estancia en un campo de concentración nazi? Yo
diría que tres.
En primer lugar, la rebeldía ante una tendencia a la
banalización, a la falta de empatía ante un sufrimiento que corre el riesgo de
desdibujarse, de entenderse como un capítulo extraño y poco menos que irreal en
el imaginario colectivo. Se pregunta Pahor qué concepto de aquello se hacen los
visitantes que acuden a Dachau y contemplan unas
fotografías
ampliadas con una multitud de “cabezas rapadas, pómulos
salientes y mandíbulas parecidas a las cerraduras, colgadas en el interior de
los barracones”. Bien, esas fotos son ilustrativas, y quizá hicieron por
transmitir la existencia del genocidio nazi mejor que mil libros, que millones
de palabras. Qué habría sido de los nazis sin esas tremebundas fotografías de
los cuerpos reducidos a huesos cubiertos de una miserable capa de piel, de
aquellos camiones que cargan cadáveres como estiércol rumbo al más siniestro de
los crematorios, tras la ominosa y letal ración de Zyklon-B. Se habrían ido de
rositas, seguramente. Pese a estar orgullosos de sus genocidas atrocidades, pues
no era sino una plasmación práctica de su ideología, el aparato nazi trató a
toda prisa de ocultar todo lo concerniente a su particular praxis para hacer
prosperar la raza humana e intentaron por todos los medios tapar todo aquello
que les pudiera comprometer. Sin embargo, fue tal la magnitud documental del
Holocausto que no pudieron escurrir el bulto. Por desgracia, otros regímenes
totalitarios con métodos de represión no tan aparatosos pero sí igualmente
selectivos y con similar deseo de erradicar al diferente, corrieron mejor suerte
y le colaron un gol a la Historia, que pasó por alto sin
juzgarles.
Es encomiable la elegancia y la
falta de autocompasión con la que Boris Pahor va narrando lo que ve en su visita
al campo de concentración, codo a codo con esos turistas con alma de borregos, y
esto de borregos lo digo yo, no Pahor
Sin
embargo, a veces la foto queda coja sin pie de página. Qué sería la muerte del
miliciano
de Robert Capa sin la guerra civil española de fondo. Las
fotos, las imágenes, están para ilustrar algo que se ha de conocer previamente.
Son secundarias en el sentido de secundar, de servir de vehículo a un mensaje
más potente, como puede ser el literario. Así lo cree, al menos, Boris Pahor, y
por eso escribe
Necrópolis y no se conforma con enviar a los museos una
foto de su figura famélica de cuando su paso por Dachau. Reproduzco un pasaje de
Necrópolis que expresa fielmente esta idea:
“Ningún panel podrá
jamás ilustrar el estado de ánimo de un hombre que tiene la sensación de que el
tazón de hierro de su vecino contiene medio dedo de líquido amarillo más que el
suyo”.
Por eso,
Necrópolis.
La segunda razón para
escribir este libro la enuncié antes. Esa pareja, un chico negro y una mujer
menuda, blanquita, norteamericanos, buscando un refugio para saciar su deseo,
para besarse, entre los hornos crematorios y una “doble barrera de alambre que
tienen delante de sus ojos, que parece no molestarles en absoluto”. No hay
acritud avinagrada en ese Pahor metido a curioso observador del Dachau de sus
horrores, sino más bien un asumir que aquello les queda demasiado grande a esa
gente. Aprehender todo aquello no se consigue en una tarde. Como tampoco es
fácil de asumir, y estas pequeñas confesiones espontáneas enriquecen mucho el
libro de Pahor, que un día habría unos enamorados besándose en las escaleras que
otrora usaron esos sacos de huesos andantes que fueron los miles de presos
confinados en aquel lugar. Es encomiable la elegancia y la falta de
autocompasión con la que Boris Pahor va narrando lo que ve en su visita al campo
de concentración, codo a codo con esos turistas con alma de borregos, y esto de
borregos lo digo yo, no Pahor. “Me ha alcanzado una ola de turistas y me retiro
hacia el fondo”, dice, en la página 63, sin gravedad ni histerismo ninguno.
No creo que haya un intento meramente pedagógico, un “¡eh, mirad lo que
viví, idiotas!”. La obra de Pahor va más allá de esa intención utilitarista de
la literatura. Sí, pero hay un deseo latente de luchar contra eso, y el
resultado es este libro.
Al leer una obra como esta nos alejamos de la pareja besucona de
Dachau y nos sentimos, de alguna manera, mejor. Nos alejamos de cualquier
complicidad filonazi, filosalvaje, al empatizar con el relato de
Pahor
Otra
de las causas, por decir sólo tres, que me atrevo a plantear como generadoras de
este libro, reside en un capítulo en la infancia de Pahor que aparece en el
libro y que figura, destacada, en los principales resúmenes biográficos del
autor. Me refiero al incendio de la casa cultura eslovena que los fascistas
perpetraron en 1920, y que el niño Pahor presenció con ojos incrédulos. “A quien
en la edad escolar haya conocido el pánico de una comunidad aniquilada a la que
se obliga a mirar impotente cómo las llamas consumen su teatro en el centro de
Trieste, a éste le han mutilado la visión de su futuro para siempre”, dice en la
página 42 de
Necrópolis.
Tres motivos, entre otros muchos, que
dan como resultado este descarnado, pero no exento de una extraña belleza,
libro.
Dicho todo esto, ¿disfruta el lector al viajar por sus páginas?
Porque una obra puede ser todo lo éticamente comprometida que se quiera, pero si
no contagia al lector de una cierto entusiasmo, habrá fracasado. No es un libro
fácil, diré, antes que nada. No es un tema ligero, ni una obra de tumbona y
playa. Ahí reside precisamente, su valor. Al leer una obra como esta nos
alejamos de la pareja besucona de Dachau y nos sentimos, de alguna manera,
mejor. Nos alejamos de cualquier complicidad filonazi, filosalvaje, al empatizar
con el relato de Pahor. Es cierto que el estilo es, y esto puede ser tanto
virtud como defecto, algo anárquico, pues anárquicos son los recuerdos y afloran
acordes a unas leyes en apariencia arbitrarias. El autor no se ha preocupado en
exceso de ordenar ese material, y suelta lo que viene a su mente sin mayor
manipulación que un ajuste a los códigos literarios más sencillos. Arma de doble
filo, pues tiene el valor de un testimonio oral, directo, como si tuviéramos
delante a un orador de primer orden ante nosotros, pero también puede acabar
confundiendo al lector. Es la apuesta de Pahor y toda apuesta implica un coste
de oportunidad.
Tiene algo esta obra literaria que recuerda a los
Relatos autobiográfios de Thomas Bernhard. El recuento de las desgracias,
muchas de ellas de tipo físico, tuberculosis, cruentas neumonías y afecciones
pulmonares sin fin, pérdida de toda esperanza, enfermedad, poquedad, miseria.
Recuerdan a ese paraje desolador de quien no tiene nada más que un corazón que
aún late, y que se aferra a ese único don como a un clavo ardiendo. O a los
libros de Juan Carlos Onetti, un tipo que un día dijo que se tumbaba en la cama
y no se levantaba más, pero que siguió escribiendo hasta la muerte. Recuerdo una
vez que le pregunté a Mario Vargas Llosa, que presentaba su estudio sobre el
escritor uruguayo (
El viaje a la ficción, Alfaguara, 2008), si existía
alguna brizna de esperanza en todo aquel universo oscuro y “crapuloso” que
trazaba Onetti en sus novelas. “El mero hecho de haberlas escrito es toda una
demostración de esperanza, una victoria del ser humano sobre la fatalidad”, me
vino a decir.
Lo mismo se puede aplicar a
Necrópolis, de Boris
Pahor. Un libro que al leerlo, nos convierte en cómplices de esa feliz victoria,
y nos invita, sutilmente, a no bajar la guardia jamás.