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Juan Manuel González Lianes (foto de Jesús Martínez)

Juan Manuel González Lianes (foto de Jesús Martínez)

    AUTOR
Juan Manuel González Lianes

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Mataró (Barcelona, España),1964

    BREVE CURRICULUM
Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y profesor de Literatura, pero su oficio desde los 10 años es el de lector compulsivo. El paso de la lectura a la escritura ocurrió hace demasiado tiempo, cuando quiso emular a los autores que admiraba. Ese instinto de emulación acabó siendo instinto de subsistencia a través del lenguaje




Opinión/Entrevista
Entrevista a Juan Manuel González Lianes, autor de Quimera del lector absorto
Por Jesús Martínez, martes, 1 de junio de 2010
El Decamerón

He aquí un hombre con una alforja de haches (hinojos), de uves (vértigosfumareles) y de zetas (cierzos). He aquí el obispo que se unge con el óleo de las letras de molde. He aquí el Rainiero de los Principados Literarios en los que los autores quedan relegados a curiales devotos de sus magnánimas obras. He aquí un valor emergente en el horizonte descafeinado del top venta. He aquí a Juan Manuel González Lianes (Mataró, 1964). Odia las comparaciones, pasa desapercibido en el oscuro laberinto de las librerías y se la traen sin cuidado las entrevistas, los futuros premios, los caballetes de piropos y las tinajas repletas de buenas intenciones y cortesías y paramentos. Con su primera novela, Quimera del lector absorto (QLA) —briochines que se leen como se comen—, explica en 10 correos (en realidad son nueve) 10 relatos con el libro como protagonista. Un guiño;) al Decamerón, de Boccaccio, cuentos narrados durante 10 jornadas: “Carísimas señoras, tanto por las palabras oídas a los hombres sabios como por las cosas por mí muchas veces vistas y leídas, juzgaba yo que el impetuoso viento y ardiente de la envidia no debía golpear sino las altas torres y las más elevadas cimas de los árboles”.
Las historias de la QLA giran en torno a estos correos electrónicos que un tal Ignacio envía a su amigo Dámaso con las rocambolescas peripecias que le ocurren en un congreso de lectores compulsivos en Criptana: un guiño al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, que el autor leyó a los 15 años en una edición de Austral, con letra minúscula (“un descubrimiento”): “Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza”.

En los cinco primeros mensajes a Dámaso, guiños a La Colmena, de Camilo José Cela (“Vino la guerra y con ella el final de su carrera política”), y guiños a La busca, de Pío Baroja (“Se levantaba el señor Custodio todavía de noche, despertaba a Manuel, enganchaban entre los dos los borricos al carro y comenzaban a subir a Madrid, a la caza cotidiana de la bota vieja y del pedazo de trapo.”).

El quinto, sexto y séptimo correos, guiños a El camino, de Miguel Delibes, con las referencias a una prosa de encinas y labranza (“se me vienen los de mochuelo, escopeto, curita”, página 52 de QLA); a La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson, con la traición de Silver a bordo y un cofre con su perdición; a Guerra y paz, de León Tolstói, y a los versos deshilachados del torrente nerudiano (“no concibo la vida sin leer, aunque parezca de locos”) y de la candidez de Machado (“gente que recela de cuanto ignora”). En sí, una obra que homenajea a la literatura y que aspira a circular por sus venas femorales con soltura.

Juan Manuel González Lianes ha recibido una educación de cinceles y reglas de 24 pulgadas. Hijo en una casa cuya biblioteca se reducía a las novelitas cortas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía y a las novelitas de verano y limonada de Enid Blyton. Eso lo arreglaría más tarde con La carretera, la inquietante fábula de Cormac McCarthy sobre una Norteamérica devastada. “En las expectativas no estaba [algo que no fuera trabajar].” Deslizan sus labios esta frase, a horcajadas de esta otra mucho mayor: “Un albañil, si no sabe poner un ladrillo, no encontrará trabajo. Por eso no entiendo cómo no respetan las normas básicas del idioma muchos de quienes escriben novelas. La materia prima de un escritor, su herramienta, es la lengua, y debe saber utilizarla”. Coherente y cartesiano, con una pizca de distinción en sus movimientos, estudió, por todo lo anterior y esperando lo venidero, Filología Hispánica en la Universitat de Barcelona. Estudiaba de noche, porque de día se ganaba el pan en la fábrica, en la sección de tratamiento térmico de unos talleres que fabricaban piezas para telares.

En 1994 cerró la empresa en la que se había roto la espalda durante los diez años anteriores, y asió la biznaga de ensoñaciones que revoloteaban de antiguo por su cabeza. Abrió una papelería-librería: Argent viu, que atraía, como Miss Oh al Annapurna, a los alumnos del la Escola Pia Santa Anna, el colegio de escolapios de enfrente.

“Entre cliente y cliente tenía tiempo para reflexionar, así que trabajé el lenguaje y escribí estos cuentos con nuevas maneras de contar”, afirma Juan Manuel, que diseccionaba los lexemas y extirpaba los galicismos como un artesano medieval del gremio de los talabarteros. “Así estuve cinco años, pero la construcción de Mataró Park y el consiguiente traslado del colegio a unas nuevas instalaciones causaron una debacle en el negocio, que se resintió, y tuve que traspasarlo. Hoy la librería es un estudio fotográfico.”

Juan Manuel González escribía en sus ratos muertos, ya tarde, en los desvelos, después de pedir la tanda en la carnicería, en los descansos para almorzar en su nuevo empleo, un modo de subsistencia consistente en montar estanterías de pino y anacardo.

Escribía cosas como esta: “La literatura, si algo retrata, es un mundo paralelo a este en el que vivimos, no reflejo ni copia de cuanto nos rodea, sino mundo autónomo en el que individuos que creíamos ficticios comen, duermen a pierna suelta, corren aventuras, fornican, y para el que los libros son ventanas privilegiadas a las que el lector se asoma”. Ventanas catedralicias diría Juan Marsé.

Y leía a los Grandes, los Clásicos Imperecederos en los Ruedos de Primera: “Las aguas, lanzadas a treinta pies de altura, fulgieron como enjambres de surtidores, para caer luego en una vorágine que circuía el cuerpo marmóreo de la ballena” (Moby Dick).

En 2006 se preparó las oposiciones para profesor de secundaria. Aprobó y consiguió plaza en el IES Ramon Turró, de Malgrat de Mar, en el que da clases de Lengua castellana (“me gusta mi oficio, porque es mi oficio”).

“La lectura me apasionaba, la única manera de aprender a escribir.” Cogió el modo imperativo y escribió Quimera del lector absorto, una agenda con los teléfonos de Lope, Galdós y Espronceda. Cuentos extraños, marcados por el absurdo, por la fantasía, la imaginación explotada al máximo, por la experiencia lectora “extrasensorial”. Peces plomados, piélagos y patrañas, y escrito a ordenador (“escribir a mano me angustia, porque pienso más rápido que escribo, y mi tiempo es limitado”).

QLA rescata los libros de las guillotinas de la galbana (El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina; Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago, y El maestro de esgrima, de Arturo Pérez-Reverte).

Un guiño a Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, al amor pasional y apasionado de la lectura: “Romper con la realidad y entrar en un mundo extraño”.
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