Las historias de la QLA giran en torno a estos correos electrónicos
que un tal Ignacio envía a su amigo Dámaso con las rocambolescas peripecias que
le ocurren en un congreso de lectores compulsivos en Criptana: un guiño al
Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de
Cervantes, que el autor leyó a los 15 años en una edición de Austral, con
letra minúscula (“un descubrimiento”): “Tenía en su casa una ama que pasaba
de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y
plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de
nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes,
enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza”.
En los cinco
primeros mensajes a Dámaso, guiños a La Colmena, de Camilo José
Cela (“Vino la guerra y con ella el final de su carrera política”), y
guiños a La busca, de Pío Baroja (“Se levantaba el señor
Custodio todavía de noche, despertaba a Manuel, enganchaban entre los dos los
borricos al carro y comenzaban a subir a Madrid, a la caza cotidiana de la bota
vieja y del pedazo de trapo.”).
El quinto, sexto y séptimo correos,
guiños a El camino, de Miguel Delibes, con las referencias a una
prosa de encinas y labranza (“se me vienen los de mochuelo, escopeto,
curita”, página 52 de QLA); a La isla del tesoro, de Robert
Louis Stevenson, con la traición de Silver a bordo y un cofre con su
perdición; a Guerra y paz, de León Tolstói, y a los versos
deshilachados del torrente nerudiano (“no concibo la vida sin leer, aunque
parezca de locos”) y de la candidez de Machado (“gente que recela de
cuanto ignora”). En sí, una obra que homenajea a la literatura y que aspira a
circular por sus venas femorales con soltura.
Juan Manuel González
Lianes ha recibido una educación de cinceles y reglas de 24 pulgadas. Hijo en
una casa cuya biblioteca se reducía a las novelitas cortas del Oeste de
Marcial Lafuente Estefanía y a las novelitas de verano y limonada de
Enid Blyton. Eso lo arreglaría más tarde con La carretera, la
inquietante fábula de Cormac McCarthy sobre una Norteamérica
devastada. “En las expectativas no estaba [algo que no fuera trabajar].”
Deslizan sus labios esta frase, a horcajadas de esta otra mucho mayor: “Un
albañil, si no sabe poner un ladrillo, no encontrará trabajo. Por eso no
entiendo cómo no respetan las normas básicas del idioma muchos de quienes
escriben novelas. La materia prima de un escritor, su herramienta, es la lengua,
y debe saber utilizarla”. Coherente y cartesiano, con una pizca de distinción en
sus movimientos, estudió, por todo lo anterior y esperando lo venidero,
Filología Hispánica en la Universitat de Barcelona. Estudiaba de noche, porque
de día se ganaba el pan en la fábrica, en la sección de tratamiento térmico de
unos talleres que fabricaban piezas para telares.
En 1994 cerró la
empresa en la que se había roto la espalda durante los diez años anteriores, y
asió la biznaga de ensoñaciones que revoloteaban de antiguo por su cabeza. Abrió
una papelería-librería: Argent viu, que atraía, como Miss Oh al
Annapurna, a los alumnos del la Escola Pia Santa Anna, el colegio de escolapios
de enfrente.
“Entre cliente y cliente tenía tiempo para reflexionar, así
que trabajé el lenguaje y escribí estos cuentos con nuevas maneras de contar”,
afirma Juan Manuel, que diseccionaba los lexemas y extirpaba los galicismos como
un artesano medieval del gremio de los talabarteros. “Así estuve cinco años,
pero la construcción de Mataró Park y el consiguiente traslado del colegio a
unas nuevas instalaciones causaron una debacle en el negocio, que se resintió, y
tuve que traspasarlo. Hoy la librería es un estudio fotográfico.”
Juan
Manuel González escribía en sus ratos muertos, ya tarde, en los desvelos,
después de pedir la tanda en la carnicería, en los descansos para almorzar en su
nuevo empleo, un modo de subsistencia consistente en montar estanterías de pino
y anacardo.
Escribía cosas como esta: “La literatura, si algo retrata, es
un mundo paralelo a este en el que vivimos, no reflejo ni copia de cuanto nos
rodea, sino mundo autónomo en el que individuos que creíamos ficticios comen,
duermen a pierna suelta, corren aventuras, fornican, y para el que los libros
son ventanas privilegiadas a las que el lector se asoma”. Ventanas
catedralicias diría Juan Marsé.
Y leía a los Grandes, los
Clásicos Imperecederos en los Ruedos de Primera: “Las aguas, lanzadas a
treinta pies de altura, fulgieron como enjambres de surtidores, para caer luego
en una vorágine que circuía el cuerpo marmóreo de la ballena” (Moby Dick).
En 2006 se preparó las oposiciones para profesor de secundaria. Aprobó y
consiguió plaza en el IES Ramon Turró, de Malgrat de Mar, en el que da clases de
Lengua castellana (“me gusta mi oficio, porque es mi oficio”).
“La
lectura me apasionaba, la única manera de aprender a escribir.” Cogió el modo
imperativo y escribió Quimera del lector absorto, una agenda con los
teléfonos de Lope, Galdós y Espronceda. Cuentos extraños, marcados
por el absurdo, por la fantasía, la imaginación explotada al máximo, por la
experiencia lectora “extrasensorial”. Peces plomados, piélagos y patrañas, y
escrito a ordenador (“escribir a mano me angustia, porque pienso más rápido que
escribo, y mi tiempo es limitado”).
QLA rescata los libros de las
guillotinas de la galbana (El jinete polaco, de Antonio Muñoz
Molina; Llámame Brooklyn, de Eduardo Lago, y El maestro de
esgrima, de Arturo Pérez-Reverte).
Un guiño a Fahrenheit
451, de Ray Bradbury, al amor pasional y apasionado de la lectura:
“Romper con la realidad y entrar en un mundo extraño”.