La cuentista
María Ángeles Medina es Lubina Luz Divina, o su alter
ego o su doble personalidad o su reencarnación en pez cartaginés. La escritora
María Ángeles Medina chapotea en las cafeterías escandalosas y bullangueras en
las que el silencio se cobija en los paragüeros, y en ellas, entre que el
camarero va y le pregunta “què hi posarem?” y viene y le sirve el cortado de
leche caliente, traza sus cuentecillos que carecen de textos marginales y
páginas de birlí. Y entre el
habíase una vez del principio y el
comieron perdices del final, María Ángeles zurce poemas sueltos con la
gracia de un colibrí, de acento gongorino y con el eco lejano de la cuaderna
vía: “Hay tristeza… y en su alma / donde le vive el dolor / no cabe la fe que
calma / pidiendo resignación, / ni caben los que se callan / la verdad de una
razón”. Publica
Por los caminos
del verso (Ediciones
Carena, Colecciónn
Acidalia), una antología con sus mejores decasílabos, postergada demasiado
tiempo por la batahola de su afán, de peques que leen cuentos de piratas con
pata de palo y que hacen trizas el silencio del pastor amarrado en la baranda de
su propio asimiento.
Por
los caminos del verso consta de 31 poemas sin
conexión aparente, en la comisión permanente de la magistratura de su belleza,
con el apego angelical de la dirección artística del Teatro Real, y con las
comparaciones numinosas del crítico literario
Terry Eagleton en
El
portero, y con el agua de un mar oscurecido.
Nació en 1942, de las
fuentes que surten las higueras de Jayena, un pueblecito de Granada tan a su
aire que no tiene web. De padre guardia civil y madre modista, quien tejía con
su Singer las palabras por las que luego ella enfilaría. “Mi madre tenía la
obsesión de que yo estudiara o cosiera.” María escogió la primero, porque bordar
no es santo de su devoción, aun los rezos con los que postuló para novicia
trinitaria. Con 13 años, de la mano de sus hermanas Francisca y
Conchita,
se subió al tren de la emigración con destino a Badalona, con el pelo trigueño y
la sonrisa escarlata y el sinsabor traspuesto en el rostro de los humildes
campesinos que salían de la tierra para arar la ciudad. “Vinimos con la
avalancha de la emigración. No supe lo que era tener hambre, pero la pobreza se
vivía. Me acuerdo con tristeza, pero no me gusta la tristeza, porque soy alegre
y luchadora. Lo siento, soy así”, se adormece, escasamente taciturna, inclinada
por milímetros a la acedía, más por el menoscabo de su parálisis, que la obliga
a moverse con tirantez desde que tenía dos añitos. “Cogí un virus. Lloraba y
lloraba y mi madre me cogió porque no me estaba quieta en la cuna. Y una mañana
me levanté con esclerosis en la columna.”
María escogió lo primero,
estudiar. Y estudió magisterio. Le gustaban las letras, y entre las letras
ungidas,
La hoja roja de
Miguel Delibes (“sencillo y profundo”). Y
le gustaban las matemáticas, y entre los números y la acuarela de ecuaciones, la
fórmula de Euler, en la que
e es la
base del logaritmo
natural, algo así como el
Espronceda de los teoremas (“a mi
tío
Paco le encantaban
Lorca y
Bécquer. Le gustaba cuidar
la métrica y la rima. Y a mí me gustaba la sintaxis, los morfemas, los
lexemas... Las matemáticas no me entusiasmaban, pero llegaron a entusiasmarme”).
Entretanto, su madre murió de una embolia, y su recuerdo es otro cuento,
esta vez de
O’Henry: “Mi madre nos llevó al cole. A las ocho se puso
mala. Esa noche murió”.
Y la manutención de tres niñas forzó a su padre
a que se casara con
Josefa, una murciana muy apañada que cantaba en la
cocina como la
Niña de los Peines y que no tenía pinta de madrastra,
siendo irremediablemente la madrastra de este cuento; los hombres, por entonces,
no habían sido educados para las tareas domésticas.
Le cuesta caminar,
encorvada como las encinas de los espesares extremeños, indolente y amartelada
con el feudo del idioma, aquejada por la grave enfermedad que ha desligado sus
costillas, que la pinchan y la punchan y la paran cuando quiere enderezarse.
“En esta vida lo he dejado todo: la enseñanza, los niños, el amor… La
poesía, no. Cuanto más escribía, más sanaba. La poesía no la he dejado.”
Ni ha dejado los cuentos. Ni las olas curvilíneas de Mamá Ola ni las
sardinas enlatadas de Sabialina…
María Ángeles Medina es la autora de la
Trilogía del mar, una obra inédita de cuentos para niños y versos para
cuentos: 1.
El estrecho litoral, en el que la sardina Sabialina huye
hacia el litoral, escapando de la humillación de un mar engreído; 2.
Zaile
(fuerza del mar), en el que Mamá Ola enseña a sus olitas pequeñitas a
bailar, antes de que el rugido de un huracán malvado las rapte con su fuerza
sobrenatural y con su viento maestral de aliento contenido, que las monta en una
nube y las aleja de su hogar, y 3.
La sirenita Mariona, en la que el mar,
enfurecido por unos peces demasiado atrevidos que se han adentrado en la tierra
en una venturosa incursión, echa en su desafuero a las sirenas que en su seno
reposan…
¿Qué haríamos sin los tres cuentos de Lubina Luz Divina, el
único pez del Carrefour que habla por las branquias?
María Ángeles
Medina se mece en el silencio de su poesía, pero prefiere el denso ruido de las
cucharillas que tintinean en los cafés con niños y con cuentos, lugares en los
que el silencio se acobarda y retrocede, con la boca amordazada de un pastor a
quien le mataron su grey. Le gustan las letras, la métrica y la sintaxis y la
morfología y los préstamos léxicos, le gustan los números y las potencias, le
gustan los charcos en los que chapotear y le gusta la menta poleo, y le gustan
los niños, calladitos o traviesos, con cuentos o sin cuentos, con versos o sin
cuentos.
María Ángeles.—Prefiero escribir poco, porque me gusta cuidar
las palabras. Ahora me he comprado un ordenador. Sé entrar y salir, no sé nada
más.
Jesús.—¿Qué ordenador es?
María Ángeles.—Es uno grande y
muy majo.