Con una base humana tan endeble el poder sindical sólo puede asentarse
sobre un diseño institucional que concede a las principales Centrales un plus de
representación que va más allá de la capacidad de sus afiliados para hacerse
presentes en las empresas y en la sociedad. Ese diseño institucional corresponde
a un sindicalismo de concertación que se aleja de la pulsión reivindicativa y de
los conflictos colectivos, aunque no renuncie enteramente a ellos y los promueva
cuando las circunstancias se hacen extremas. El concepto de
sindicato más
representativo, consagrado en la Ley de Libertad Sindical de 1985,
constituye su piedra angular, tal como ha destacado el académico y ex ministro
Fernando
Suárez en una notable intervención en la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas. Señala a este respecto Suárez que «la voluntad del
legislador asumió la estrategia de las dos Centrales que aparecen como
principales y elevó a la categoría de modelo nacional el que tales centrales
deseaban, de forma que resulte imposible en la práctica que ninguna otra
formación sindical … llegue a alcanzar la condición de
más
representativa».
El reconocimiento de los sindicatos más
representativos no se deriva sólo de los procesos de elección de delegados
sindicales por parte de los trabajadores, sino también de la
institucionalización de todo tipo de acuerdos entre las grandes Centrales y las
organizaciones empresariales o las Administraciones Públicas. Y, de esta manera,
en España el poder legislativo ha asumido, en la práctica, los referidos
acuerdos trasladándolos a la legislación ordinaria, dando así por válidos unos
procedimientos reguladores de las relaciones laborales que nada tienen que ver
con el funcionamiento de las instituciones democráticas de representación
política. Por esa vía, los sindicatos y las entidades patronales han entrado a
participar en la gestión de algunos organismos públicos —como es el caso del
Servicio Público de Empleo Estatal y de sus réplicas en las Comunidades
Autónomas, o de un sinnúmero de Comisiones Consultivas, Consejos e Institutos
del Estado—, o han visto reconocidas y financiadas sus propias creaciones
institucionales —como ocurrió con la Fundación para la Formación Continua en la
Empresa (FORCEM) que, después de que el Tribunal de Cuentas detectara todo tipo
de anomalías e irregularidades, fue sustituida por la Fundación Tripartita para
la Formación en el Empleo, o con el Servicio Interconfederal de Mediación y
Arbitraje (SIMA)—. El poder sindical de las grandes Centrales, sobre todo a
partir de mediados de la década de los noventa, se ha ido extendiendo así sobre
la base de la concertación y el diálogo social en instancias superiores,
mientras los trabajadores asalariados se iban desvinculando de los sindicatos y
se iba reduciendo la afiliación a éstos.
El sistema que se ha instituido
desvincula a los sindicatos de su base de afiliación, lo que se ha traducido en
el hecho de que no sólo son muy pocos los trabajadores sindicados, sino que
además su proporción ha ido disminuyendo a lo largo de las tres últimas
décadas
Para que un proceso de esta
naturaleza pudiera desarrollarse, han sido necesarias dos condiciones que se
suman al reconocimiento oficial de la mayor representatividad. La primera se
refiere al establecimiento de un modelo de negociación colectiva desvinculado de
las empresas y, por tanto, de la base laboral que forman los trabajadores. Ese
modelo es el que ubica la negociación en un nivel intermedio de centralización,
de manera que la mayor parte de los convenios colectivos son de carácter
sectorial y regional. De esta manera, según la estadística que publica el
Ministerio de Trabajo, de cada diez trabajadores, nueve están afectados por un
convenio de aquel tipo y sólo uno por un convenio de empresa.
Un modelo
de negociación así constituye una gran ventaja para las grandes Centrales, pues,
al tener la condición de sindicato más representativo, pueden asumir la
encomienda de los trabajadores sin que se tenga en cuenta si entre sus afiliados
hay empleados de todas las empresas que resultarán afectadas por los convenios
que se negocian. Éstos, a su vez, en virtud de una legislación laboral que
reconoce su extensión sobre el conjunto completo del ámbito funcional de la
negociación, son obligatorios para todas las empresas y trabajadores del
sector/región correspondiente, con independencia de que aquellas se encuentren
inscritas en las organizaciones patronales y éstos en los sindicatos que han
suscrito el acuerdo.
La segunda condición alude al sistema de
financiación de los sindicatos. Coherentemente con el modelo de representación
separado de la afiliación que se acaba de exponer, ese sistema se ha
desvinculado de las aportaciones de los trabajadores asociados para gravitar
sobre las ayudas de las Administraciones Públicas. Dos han sido sus principales
pilares: por una parte, el reparto del llamado patrimonio sindical; y, por otra,
el entramado de subvenciones que conceden el Estado, las Comunidades Autónomas y
los Ayuntamientos.
Se produce la paradoja de que, a
medida que los sindicatos españoles se han ido fortaleciendo institucionalmente,
su capacidad real de representación se ha visto
menguada
La distribución del patrimonio de
los antiguos sindicatos franquistas entre las Centrales sindicales se acordó en
1981 entre el Gobierno, UGT y CCOO. En su virtud se repartieron numerosos
inmuebles entre estos sindicatos, de manera que pudieron obtener gratuitamente
los locales en los que instalar sus sedes. Cinco años más tarde, una ley
estableció la distinción entre el patrimonio de la antigua Organización Sindical
y el que, durante la Guerra Civil, se había incautado a los sindicatos de la
época. El reparto de este último benefició a la UGT —que finalmente obtuvo la
propiedad de 144 inmuebles con más de 135.000 metros cuadrados, así como el pago
de 174,5 millones de euros—, pues el otro sindicato histórico, la CNT, apenas
logró que se le devolvieran tres inmuebles y una compensación de 2,5 millones.
Lógicamente, Comisiones Obreras y los demás sindicatos creados durante el
franquismo se quedaron fuera de esta operación.
En cuanto a las
subvenciones percibidas por los sindicatos, su cuantía constituye un arcano que,
de momento, ha resultado impenetrable, más allá de algunas cifras parciales. En
2008, las cantidades consignadas en los Presupuestos Generales del Estado para
financiar a los sindicatos en función de su representatividad alcanzaron los
15,8 millones de euros, de los que, casi a partes iguales, el 79 por 100 se
repartió entre CCOO y UGT, y el resto correspondió al conjunto de los otros 57
sindicatos con derecho a ser financiados. Además, existen otras partidas
presupuestarias que, consignadas en las cuentas de los diferentes ministerios,
se dirigen a las organizaciones sindicales y que, un año antes, sumaban 35,7
millones adicionales. Y a ello se han de añadir los fondos que otorgan los
gobiernos autonómicos, las diputaciones provinciales y los grandes municipios,
de cuyas cifras no sabemos nada pues, de momento, nadie ha realizado el trabajo
de investigación correspondiente.
En resumen, el poder sindical en
España se ha asentado sobre un modelo de organización que otorga a las dos
grandes Centrales —Comisiones Obreras y UGT— una posición preeminente tanto en
lo que se refiere a la representación institucional y a la capacidad de
negociación de convenios colectivos y acuerdos con las Administraciones
Públicas, como a la obtención de los fondos públicos sobre los que se sostiene
la financiación de sus actividades. En ambos elementos, el sistema que se ha
instituido desvincula a los sindicatos de su base de afiliación, lo que se ha
traducido en el hecho de que no sólo son muy pocos los trabajadores sindicados,
sino que además su proporción ha ido disminuyendo a lo largo de las tres últimas
décadas. Se produce así la paradoja de que, a medida que los sindicatos
españoles se han ido fortaleciendo institucionalmente, su capacidad real de
representación se ha visto menguada. No sorprende, entonces, que la desafección
de los trabajadores hacia los sindicatos sea cada vez más palpable y que, por
tal motivo, su participación en las movilizaciones que convocan las grandes
Centrales sea en la actualidad muy mediocre, sin parangón alguno con la que se
pudo observar durante los años de la transición a la democracia o en el decenio
de los ochenta. Este fenómeno, lejos de ser un signo de normalidad, ha de
considerarse más bien un síntoma del deterioro institucional de nuestro sistema
democrático que, además, repercute negativamente sobre la economía, al
dificultar en extremo la reforma del sistema de relaciones laborales y su
adaptación a los requerimientos cambiantes del sistema económico. Por ello, en
la agenda de reformas que, sin duda, habrá que abordar en el próximo futuro, la
del poder sindical ha de ser incluida entre las de mayor prioridad.