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Derribando el Muro de Berlín

Derribando el Muro de Berlín

    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco



Check Point Charlie

Check Point Charlie

La puerta de Brandenburgo

La puerta de Brandenburgo

Rostropovich en el Muro de Berlín

Rostropovich en el Muro de Berlín


Tribuna/Tribuna libre
La caída del Muro de Berlín
Por Mikel Buesa, lunes, 2 de noviembre de 2009
Se cumplen, en este mes de Noviembre, veinte años de la caída del Muro de Berlín; un acontecimiento que puso fin a todo un sistema político —el del bloque soviético—, cerró una página de la Historia —la de la Guerra Fría— y abrió el mundo a nuevas incertidumbres bélicas —las de las «nuevas guerras» nacidas de las políticas de identidades y del terrorismo—. El nueve de Noviembre de 1989, en efecto, después de un mes de inusual agitación política —coincidente, por lo demás, con los fastos de la celebración del cuarenta aniversario de la constitución de la República Democrática Alemana—, en el que las endebles fuerzas opositoras al régimen capitaneado por Erich Honecker lograron ponerle a éste contra las cuerdas, la apertura del Muro de Berlín señaló en comienzo del fin del comunismo en Europa. Sin embargo, fue un acontecimiento inesperado, incluso insólito, pues nadie creía que el sistema político que encarnaba el marxismo–leninismo fuera tan endeble y que precisamente en Alemania estuviera su eslabón más débil.
Por aquellas fechas yo estaba en Berlín trabajando en un proyecto de investigación sobre las empresas multinacionales alemanas. Ello me permitió ser testigo inmediato de los acontecimientos durante aquellos días en los que reinó la locura, el entusiasmo, la esperanza desatada, y una explosión de libertad se abrió hacia el oeste. El Muro se abrió a las once de la noche de aquel jueves en el punto de control de Bornholmerstrasse. Después se fueron sumando otros pasos para dar salida a una marea humana incontenible que durante el fin de semana invadió las calles del Berlín occidental. Las impresiones que saqué de todo ello, que redacté el lunes trece cuando el día ya declinaba, las ofrezco a continuación a los lectores para que tengan un testimonio directo de tan extraordinarios sucesos.

***


Comienzo a escribir estas impresiones cuando en Berlín ha vuelto a pulsarse, este lunes, la rutina de un día normal. El sábado y el domingo anteriores han sido, por el contrario, una muestra extraordinaria de la explosión de libertad que hace reventar en estos tiempos a los países de la Europa socialista y, en particular, a la República Democrática Alemana. En estos días, por primera vez desde que, en 1961, se erigiera el muro que separa a las dos zonas de Berlín, se ha hecho posible la salida masiva de los berlineses orientales para conocer la ciudad occidental. Afortunadamente, con ocasión de un viaje de trabajo que realizo con otros compañeros, he podido ser testigo de algo de lo que aquí está ocurriendo.

Un paseo, el sábado 11, por el núcleo central del Berlín Oeste cuando ya el sol se ha puesto y una noche fría se extiende sobre la ciudad, proporciona una impresión extraordinaria, incluso, a veces, desconcertante. Miles de personas se pasean: gente joven, familias con niños de corta edad, personas maduras. Cuando he preguntado por lo que ocurre en un día normal, mis amigos berlineses cuentan que a eso de las seis de la tarde el centro se vacía y queda desierto. Pero esta jornada no ha sido así. La animación es inmensa; las calles repletas de gente; la circulación de coches se ha suprimido para que este espacio urbano que forman amplias avenidas pueda albergar a tantos berlineses del este que han podido cruzar la frontera. Son muchos. Más tarde veré en los periódicos que se manejan cifras de quinientos mil un día y ochocientos mil al siguiente, incluso dos millones setecientos mil en la semana que ha transcurrido hasta hoy.

Pero esas cifras son números fríos. Lo que veo es la riada de gente que llena el centro: la calle, los edificios comerciales, los monumentos. Son personas que charlan amigablemente y también que callan. Que observan los escaparates, que a veces compran algo y se lo llevan en una bolsa, que también hacen colas inmensas para recibir la ayuda que el Berlín occidental ha establecido para ellos: colas en los bancos para cobrar los cien marcos que les regala el Gobierno Federal; colas en los puestos de comida de la Cruz Roja o para tomar el te que ofrece el ejército británico; colas ante los vendedores callejeros de refrescos o de bocadillos; colas, en fin, en las salas de stripties que salpican de cuando en cuando el centro de la cuidad libre.

Es gente que ha venido andando después de atravesar el Muro por algunos pasos que han sido abiertos a golpe de martillo y de bulldozer, rompiendo sus sólidas estructuras de hormigón. O que han preferido usar los pasos ferroviarios que, hasta hace poco, sólo podían atravesar los extranjeros. O que, en fin, se han dirigido a pie o en sus vehículos —esos cochecitos que aquí llaman Trabbies y que recuerdan a nuestros 600 de la primera motorización española— por el Check Point Charlie. Y forman una masa alegre, aunque disciplinada, que invade la ciudad —su ciudad— que hasta hoy les había sido vetada.

El domingo he podido comprobar no ya el ambiente del núcleo central del Berlín oeste, sino el paso mismo del Muro. Me he acercado a él por su lugar más significativo: la Puerta de Brandenburgo. Aquí el Muro sigue en pie. Sobre él, los soldados del Este vigilan desarmados en una actitud relajada que les hace participar del espectáculo. Y de este lado, la escena es también extraordinaria. La enorme «Avenida del 17 de Junio» que se cierra en el Muro está ocupada por los vehículos de múltiples cadenas de televisión. Grúas sustentando cámaras; plataformas para acoger a los periodistas que hacen sus comentarios dando la espalda al monumento; una torre altísima que alberga dos cámaras de vídeo para recoger escenas del otro lado; focos, antenas parabólicas y toda la parafernalia tecnológica que requiere la retransmisión en directo, vía satélite, de esta aventura humana, de estas sensaciones personales que a mi se me escapan y que, de ese modo, se convierten en espectáculo.

A lado del Muro, como yo, varios centenares de personas tratan de escrutar el significado de todo esto. Saberlo es tal vez imposible; pero vivirlo, lo vivimos con la sensación del que es ajeno pero que, a la vez, se siente solidario con los protagonistas de este enorme acontecimiento.

Bajo desde Brandenburgo bordeando el Muro, observando las pintadas multicolores que lo decoran en este lado occidental y en las que se confunden miles de nombres, de dibujos, de frases, de signos. Aquí y allá gentes ávidas de materializar el recuerdo, pegan golpes de martillo o con piedras a los bloques de hormigón para arrancar algún pedazo que conservar para el futuro. Hay quien lo logra, incluso quien carga con pesados trozos. Hay también quien desespera, pues su corta fuerza y su escasa técnica le impiden realizar su deseo. Y, de cuando en cuando, las oquedades abiertas con febril actividad permiten avizorar el otro lado.

Pero el Muro está también abierto. Las autoridades de la RDA lo han tirado en algún tramo para dar salida a la masa de personas que quieren pasar al otro lado. Me he detenido en uno de esos enormes huecos, en la Postdamer Platz. Es magnífico: de este lado se agolpa la gente que acoge con sus aplausos y sus canciones a los berlineses que llegan por vez primera de la zona oriental. Y les entregan un ramo de flores que ellos agitan entre sonrisas. Son seres anónimos que, sin embargo, protagonizan un hecho histórico. Ahora lo estamos viviendo aun cuando desconozcamos cuáles serán sus consecuencias, sin que siquiera podamos adivinar lo que vendrá después, sin saber si el futuro nos deparará mayor felicidad y bienestar. Pero vivir el momento es lo que ahora cuenta: la gente que atraviesa esa frontera infame sonríe y siente que puede hacer lo que tenía prohibido.

Y al otro lado la sensación de vacío es enorme. He atravesado el Muro, siguiendo los aburridos y lentos trámites aduaneros a los que nos someten a los extranjeros, en el sentido opuesto al de toda esa masa humana. En el Check Point Charlie estaremos un centenar de personas. La mayoría son periodistas y unos pocos meros espectadores del acontecimiento. Cada uno de nosotros tarda casi una hora en atravesar los escasos metros que nos separan del Berlín oriental, entrando por la Friedrichstrasse.

Aquí las calles están vacías. Algún que otro peatón, algún vehículo que atraviesa las amplias avenidas. He podido comer en un restaurante sin hacer la cola que, según me han contado, es preciso guardar habitualmente. Luego, un largo paseo por la urbe solitaria hasta la Alexanderplatz. Esta inmensa plaza —el cogollo central del Berlín–Este— también carece del calor humano. La sensación de vacío en esta planicie urbana es lo que más me llama la atención. Escasos viandantes; todo cerrado.

Y es que la gente está en otra parte. Los que no han ido a recorrer la ciudad oeste, se disponen a hacerlo. Lo veo al llegar a la estación ferroviaria de la Friedrichstrasse donde es posible subir al tren que atraviesa la frontera. La cola de los viajeros es enorme y se mueve a un ritmo vivo, pues el trámite policial es un mero formulismo para los ciudadanos orientales. Pero a mí no me dejan pasar. Tengo que volver por el Check Point Charlie y salir por el mismo lugar por el que he entrado. Es como si nada hubiera cambiado: la rutina obligada para los extranjeros que durante tantos años se ha practicado.

Al llegar, este domingo doce de Noviembre está declinando. Hace ya unas cuantas horas que el sol se ha apagado en el cielo berlinés y la noche se cierne fría sobre mi espalda. Atravieso el Muro nuevamente mientras el regreso de los habitantes de esta ciudad dividida reviste las mismas formas que su salida. La inmensa mayoría de los berlineses del Este vuelven desde el occidente a retomar su vida diaria, su hogar y su trabajo. Pero este regreso no es, seguramente, la consecuencia de un sueño frustrado porque algo —o tal vez todo— ha cambiado, está cambiando en este país que ahora, en este momento en el que escribo, cierra una aciaga etapa de su historia y comienza a construir otra nueva.  
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