Mientras Araceli tomaba una ducha, Rolando encendió el televisor con la 
intención de distraerse un poco. Por los dos canales transmitían un acto 
político que se desarrollaba en algún pueblo o ciudad del interior. Se trataba, 
en concreto, de un barrio construido por la Revolución, porque estaba integrado 
en su totalidad por edificios de paneles semejantes a aquél en que vivía su 
hermana. Sobre el escenario, a cuyo fondo aparecía un gran cartel con una 
consigna de contenido patriótico, se veía una tribuna, ocupada en aquellos 
momentos por un hombre que vestía un pulóver blanco con la conocida imagen del 
Che impresa sobre el pecho. El hombre pronunciaba un fervoroso discurso, que 
escuchaban con suma atención los miles de asistentes al acto. A juzgar por el 
tono, más que discurso, las palabras del orador parecían una arenga de un 
general a un ejército que se dispone a entrar en combate. Según se apreciaba por 
la imagen, la exhortación rozaba su punto culminante. Quizás aquéllas fueran 
incluso las palabras de cierre, porque, tras dirigir una serie de encendidos 
llamados al pueblo, el hombre se detuvo, en espera de los aplausos de la 
muchedumbre. Cuando el plano cambió y la cámara se desplazó por sobre los 
asistentes, un mar de pequeñas banderas cubanas se agitaban en el aire. Rolando 
comprendió que aquella marea tricolor era el sucedáneo de los aplausos, una 
novedosa manera de expresar la aprobación de las masas, quizás menos ruidosa que 
la convencional, pero de una fuerza plástica mayor. En cualquier caso, la cámara 
paseó durante un buen rato sobre el bosque de banderitas. De repente, el plano 
volvió a cambiar, y ahora fue la primera fila de invitados la que ocupó la 
pantalla del televisor. Allí estaba el comandante en jefe, acompañado de varios 
compañeros de generación, vestidos todos de uniforme verde olivo, todos agitando 
al aire sus respectivas banderitas cubanas. Era el grupo de lo que en Cuba se 
denomina «comandantes históricos de la Revolución». Resultaba patético ver a 
aquellos héroes de otro tiempo, la mayoría totalmente envejecidos, con sus 
gorras de béisbol verde olivo y sus manos levantadas, agitando con aire inocente 
las banderitas de un lado a otro de sus rostros. Cuando por fin el orador retomó 
la palabra, lo hizo para decir varias consignas, que pasó a enunciar con voz 
alta y vibrante. La primera de ellas reclamaba el derecho inalienable del pueblo 
cubano a seguir viviendo en libertad a noventa millas del imperio; la segunda, 
aseguraba la victoria segura sobre cualquier agresión imperialista. Por último, 
la tercera reafirmaba la decisión irrevocable del pueblo de morir combatiendo 
por defender su independencia, su soberanía y su revolución. Enseguida, ante la 
mirada satisfecha del comandante en jefe y su pequeño grupo de comandantes 
históricos, el orador articuló un apasionado grito de «Viva la Revolución», que 
la gente de abajo coreó con un «viva» seco y fuerte; un «Viva la Patria», el 
cual fue contestado con otra respuesta semejante de la multitud y, ya en la cima 
del arrebato popular, un altísimo y rotundo «Viva Fidel». En este punto, por 
supuesto, la cámara recogió el gesto adusto del jefe de la Revolución, quien se 
había puesto de pie y paseaba la mirada sobre el pueblo que lo aclamaba. Sin 
dejar de agitar de un lado a otro su banderita de papel, el máximo líder sonrió 
a los miles de cubanos que en aquel momento se pusieron a agitar con todas sus 
fuerzas sus respectivas enseñas nacionales. Era la imagen del padre que sonreía 
magnánimo a sus hijos, la imagen del padre de la patria. No, se corrigió 
Rolando, no era sólo el padre. 
Era a un tiempo la Patria, la Revolución y el 
Padre de ambas. Todo a la vez, junto y diferenciado. Los tres en uno, más o 
menos como la Santísima Trinidad: Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo. Él era 
el Padre, naturalmente; pero también su Hijo, es decir, la Revolución. Lo más 
interesante, sin embargo, era que se había constituido también en Espíritu 
Santo, es decir, en Patria, que siendo quizás el concepto más abstracto de los 
tres, era la más idónea para cargar con las culpas y, al mismo tiempo, sufrir en 
cuerpo y alma las consecuencias de todo lo demás. 
Sí, se dijo él, era 
una religión, concebida más o menos como la cristiana. Cierto que no todos 
estaban en la misa, ni tampoco todos los que iban a ella creían con igual 
fervor. Pero eran bastantes. Y muy devotos, en todo caso. De cualquier manera, 
lo que había en la pantalla era una buena muestra de los millones de fieles que 
veneraban a aquella Santísima Trinidad. Como si hubieran calcado la de Roma, 
aquella religión tenía sus mártires, sus viejos santones con gorras de pelotero 
verde olivo y, por supuesto, sus repetidas campañas de inquisición. Mientras se 
levantaba de su asiento, Rolando se preguntó cómo había sido posible que en 
algún momento de su vida él también creyera en semejante historia. Sin intentar 
encontrar la explicación, apagó el televisor y se dispuso salir al balcón para 
respirar un poco de aire fresco. No pudo hacerlo, porque en aquel justo momento 
tocaron a la puerta, y él se apuró en abrir. 
—¡Oye, mi primo! ¡Qué bien 
estás! 
Era Susana, que cruzaba el umbral con los brazos abiertos. Aunque 
ya él y Araceli habían hablado varias veces del tema, no dejó de sorprenderle el 
nuevo aspecto de su prima. Era evidente que se había adaptado perfectamente a su 
papel de novia-de-un-cubano-de-Miami, y que le encantaba desempeñarlo. Había 
ganado unas libras, y a Rolando le pareció más bonita y animada que antes, 
además de que se veía feliz y satisfecha de la vida. Su hermana le había contado 
que hacía tan sólo unas semanas Fernando había hecho un viaje corto a Cuba, con 
el fin de «ver» a su novia. El resultado del encuentro saltaba a la vista. 
Susana andaba vestida de la cabeza a los pies con ropa de la 
shapping, 
además de que los dólares que le había dejado el novio para comenzar las 
gestiones y papeleos de la boda, el pasaporte, etc., habían hecho lo suyo en la 
mejora y embellecimiento del cutis, el cabello y la estampa general de la otrora 
comunistísima prima. Cuando se abrazaron para besarse, Rolando tuvo por un 
instante la impresión de que los labios de Susana se regodeaban más de la cuenta 
en su mejilla, además de que habían elegido posarse en una zona peligrosamente 
cercana a sus propios labios. Por otra parte, nunca antes había sentido los 
pechos de su prima tan grandes, voluminosos y bien acoplados a su pecho como en 
aquel largo y cálido abrazo que se prodigaron allí en la sala de la casa de 
Araceli en Santa Marta. En cuanto se hubo separado de Susana, Rolando la tomó 
por los hombros y, haciendo como si repasara y apreciara de arriba abajo su 
persona, le dijo en tono de guasa: 
—Y a ti, mi prima, la verdad es que 
te ha asentado el noviazgo. Te estás poniendo a punto. 
—¿A punto para 
qué? 
—Para la noche de bodas —siguió Rolando en el mismo tono—. Porque 
yo diría que va a haber noche de bodas, ¿no? 
—Ya está bien —dijo Susana— 
deja el relajo y cuéntame. 
—No, por favor —pidió Rolando—. No me hagas 
contar de nuevo «la historia del tabaco». 
Abrazados como dos enamorados, 
fueron hasta el sofá y tomaron asiento. Allí Rolando se separó de Susana y, 
aprovechando el saludo de su prima con Araceli, que acababa de salir de la 
ducha, le dijo: 
—Creo que la que tiene que contar eres tú. ¿Cómo ha sido 
eso? 
Era la tarde de su cuarto día en Santa Marta. Por suerte no había 
nadie más presente, excepto Araceli, que estaba al día de la historia. De modo 
que Susana no tuvo inconvenientes en referírsela a su primo. Una parte 
importante del relato lo conformaba el intento de Fernando de conectar con 
Tania. Cuando el nombre de su antigua pasión salió a relucir, Rolando no pudo 
disimular un tropel de emociones diversas. No importaba, se dijo, las dos 
mujeres conocían muchos de los pasajes de su relación con Tania. Claro, quizás 
su prima sabía más de lo que él imaginaba que sabía. Así y todo, no se molestó 
en disimular su malestar por los esfuerzos de reconquista de Fernando, que en su 
intento se habría valido seguramente de su favorable situación económica en 
Miami. Susana, por su parte, apenas ahorraba detalles en el relato. Habló de su 
papel inicial en el asunto, del fracaso de Fernando y del cambio de situación. 
Se refirió a las interminables conversaciones telefónicas entre ellos dos, y al 
paulatino proceso de acercamiento posterior. Llegó, por fin, al momento de la 
declaración de sentimientos del hombre —que se reservaba para sí— y a su 
propuesta de matrimonio. Aseguró que le había costado aceptarla, teniendo en 
cuenta que ella y Fernando apenas se conocían. Finalmente se había decidido, y 
ahora estaba arreglando los papeles para comenzar una nueva vida «allá» con él. 
Rolando no pudo menos que apreciar el alcance de la ilusión de su prima, y se 
preguntó si en realidad estaría enamorada, o si todo aquel cambio de casaca no 
se debía exclusivamente a motivaciones más terrenales que las inducidas por el 
amor, el cariño u otros sentimientos de ese orden. En cualquier caso, la 
historia de Susana había vuelto a sacar a la superficie de sus pensamientos el 
tema de Tania, y se dijo que al día siguiente iría a verla a Bayanabo. 
Nota de la Redacción: este texto pertenece a la novela de 
Antonio Álvarez 
Gil, 
Después 
de Cuba (Baile del Sol, 2009). Queremos hacer 
constar nuestro agradecimiento a la editorial 
Baile del 
Sol por facilitar la publicación en 
Ojos 
de Papel.