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William Somerset Maugham: <i>El fllo de la navaja</i> (RBA Libros, 2009)

William Somerset Maugham: El fllo de la navaja (RBA Libros, 2009)

    AUTOR
William Somerset Maugham

    BREVE APUNTE BIOGRÁFICO
París, 1874-St. Jean Cap Ferrat, 1965. Con más de veinte obras y un centenar de relatos, es uno de los escritores más leídos del siglo XX. Tremendamente popular, médico y viajero, fue un escritor de una gran capacidad de observación que alcanzaría un gran éxito desde sus primeras novelas. Servidumbre humana (1915) es la narración de su aprendizaje juvenil. En La luna y seis peniques (1919) relató la vida del pintor Paul Gauguin



Retrato fotográfico de William Somerset Maugham realizado por Carl Van Vechten en 1934 (fuente wikipedia)

Retrato fotográfico de William Somerset Maugham realizado por Carl Van Vechten en 1934 (fuente wikipedia)


Creación/Creación
William Somerset Maugham: El filo de la navaja (RBA Libros, 2009)
Por William Somerset Maugham, lunes, 1 de junio de 2009
Un hombre, Larry Darrel, mira atrás y no se ve a sí mismo. No está muerto, ha sobrevivido a la Gran Guerra y ya nada puede ser como antes. Necesita renacer y encontrarle sentido a su vida. Larry romperá su compromiso de boda y renunciará a su radiante porvenir en el mundo de las finanzas. París, la India y el Tibet serán algunos de los escenarios en los cuáles buscará otro modo de enriquecerse: en sabiduría y en conocimientos, sumergiéndose en nuevas culturas y espiritualidades. Sin Darrel, la vida continúa en Chicago, en donde Isabel ha renunciado a esperarle y el crack del 29 amenaza fortunas y sueños de oro. Novela imprescindible de uno de los autores más leídos del siglo XX, El filo de la navaja (1944) es un viaje al interior de la condición humana, un testimonio extraordinario que el propio William Somerset Maugham nos cuenta en primera persona sobre la búsqueda de la paz espiritual y la felicidad de vivir.

1

Nunca he comenzado una novela con tanto recelo. La llamo novela porque no sé qué otro nombre darle. Su valor anecdótico es escaso y no acaba ni en muerte ni en boda. La muerte todo lo termina, y es por tanto un buen final para cualquier narración; pero también concluye bien lo que en bodas acaba, y se equivocan aquellos que por alardear de saberlo todo se burlan de los llamados finales felices. Sabiamente opina el pueblo que lo que termina en nupcias no necesita de nada más. Cuando una mujer y un hombre, tras los sucesos que se deseen, terminan por unirse, cumplen una función biológica, y el interés que suscitaron se traslada a la generación siguiente. Pero yo dejo al lector en el aire. Este libro está compuesto con mis recuerdos de un hombre a quien traté íntimamente con largos intervalos de tiempo, y poco sé de lo que pudo hacer durante ellos. Supongo que ejercitando mi imaginación podría rellenar esos huecos y lograr, de esa manera, mayor coherencia para mi narración; pero no deseo hacerlo. Quiero limitarme a dejar escrito aquello que verdaderamente llegó a mi conocimiento.

Hace muchos años escribí una novela titulada The Moon and Sixpence [Soberbia]. En ella utilicé como protagonista a un famoso pintor: Paul Gauguin. Hice uso del privilegio de los novelistas e inventé cierto número de incidentes para dar vida al personaje, a partir de los escasos datos que del pintor francés tenía. En este libro no he tratado de hacer nada parecido. Para no molestar a personas que todavía viven he inventado los nombres procurando que nadie los reconozca. El hombre acerca de quien escribo no es famoso y puede que jamás llegue a serlo. Quizá cuando su vida acabe, no deje de su paso por la tierra señales más profundas que las que un canto arrojado al río deja sobre la superficie del agua. Si así es, y mi libro se lee, lo será por el intrínseco mérito que pueda tener. Pero también puede ser que el modo de vivir de este hombre, su extraña razón y su carácter dulce lleguen a influir sobre los demás hombres, de manera que tras su muerte muchos comprendan que durante esa época vivió un hombre notable. Llegado el momento, será evidente la identidad de mi héroe, y aquellos que deseen saber algo acerca de sus inicios, es posible que lo encuentren en mi libro. Yo creo que, dentro de sus limitaciones, que reconozco, mi obra podrá ser una buena fuente de información para los biógrafos de mi amigo.

No pretendo que las conversaciones que aquí escribo sean un fiel reflejo de la realidad. No tomé apuntes de lo que escuché en tal o cual ocasión; pero tengo buena memoria para lo que me importa, y aunque relate con palabras mías las citadas conversaciones, se corresponden ajustadamente a lo que se dijo. Unas líneas atrás he dicho que no he inventado; ahora quiero matizar mi afirmación. Me he tomado la libertad, común a todos los historiadores desde los tiempos de Heródoto, de poner en labios de los personajes de mi narración discursos que jamás les oí, ni podría haber escuchado. He hecho esto por los mismos motivos que lo hicieron otros antes: para dar vida y verosimilitud a las escenas, que resultarían poco convincentes si me limitase a narrarlas. Me gusta que se lean mis obras, y me parece legítimo hacer cuanto esté en mi mano para que mis libros resulten amenos. El lector inteligente podrá descubrir, sin gran esfuerzo, cuando he utilizado este recurso, y está en su derecho de rechazarlo.

Otra causa por la cual me lanzo a esta aventura con cierta aprensión es porque las personas de quien habló son en su mayoría norteamericanas. Es difícil conocer a la gente. Creo que sólo podemos lograrlo con nuestros compatriotas. Los hombres y las mujeres no son solamente ellos mismos, sino que además tienen algo del lugar en el que nacieron, de la casa urbana o rústica donde aprendieron a andar, de los juegos infantiles de los que disfrutaron, de los cuentos que les narraron, de la comida que los alimentó, de los colegios en los que estudiaron, de los deportes que practicaron, de las poesías que leyeron y del Dios en quien creyeron. Todas esas cosas juntas hicieron de ellos lo que son. No es posible llegar a conocerles íntimamente por referencia o de oídas. Ya que eso sólo se logra si se ha vivido. Sólo podemos conocer a los hijos de un país extranjero a través de la observación, por lo tanto resulta difícil darles verosimilitud en las páginas de un libro. Hasta un observador tan sagaz y minucioso como Henry James, aunque vivió en Inglaterra cuarenta años, nunca acertó a crear un tipo inglés que lo fuera por completo. En cuanto a mí, excepto en algunas narraciones breves, jamás he intentado escribir sobre gente que no fuera inglesa. Sólo me he atrevido a hacerlo en breves historias, porque en ellas el escritor trata a sus criaturas con menos detalles. Basta con darle al lector algunas indicaciones generales y dejar que su imaginación rellene los huecos. Alguien podría preguntarme por qué fui capaz de convertir a Gauguin en inglés, y no lo he hecho otra vez con los personajes de esta novela. La respuesta es sencilla: no podría. Los personajes no serían lo que son. Y no es que pretenda que sean americanos tal como ellos lo entienden: son estadounidenses vistos a través de los ojos ingleses. No he reproducido las peculiaridades idiomáticas. Los nefastos resultados que logran los escritores ingleses cuando tratan de hacer tal cosa, sólo son comparables con las desastrosas consecuencias que sufren los escritores americanos que pretenden poner en boca de sus personajes británicos el inglés tal como se habla en Inglaterra. La gran dificultad son los giros idiomáticos. Henry James los usa constantemente en sus narraciones inglesas, pero nunca consigue emplearlas tal y como lo haría un inglés, y así, en vez de alcanzar el efecto de naturalidad que persigue, a menudo resulta chocante para el lector inglés.

2

En 1919 pasé por Chicago, camino de Oriente, y por motivos ajenos a esta narración tuve que quedarme allí dos o tres semanas. Acababa de publicar una novela de éxito y esto me convertía en noticia. Sólo llegar fui «sometido» a varias entrevistas. A la mañana siguiente sonó mi teléfono. Contesté.

—Soy Elliott Templeton.

—¿Elliott? Creí que estabas en París.

—Estoy pasando una temporada con mi hermana. Nos gustaría que hoy vinieras a comer con nosotros.

—Encantado.

Me dijo la dirección y la hora.

Hacía quince años que era amigo de Templeton. En 1919 rondaba por los cincuenta y tantos años. Era un hombre alto, elegante, de facciones regulares, con un pelo espeso, rizado y oscuro, con las canas justas para darle un toque de distinción. Siempre vistió admirablemente. La ropa interior y los detalles de su atuendo los adquiría en casa de Charvet, pero trajes, zapatos y sombreros debían ser londinenses. Tenía un piso en París, en la Rive Gauche, en la elegante rue St. Guillaume. Quienes no le encontraban simpático decían que era tratante de antigüedades y objetos artísticos, pero él rechazaba vehementemente esa acusación. Tenía buen gusto y conocía bien este tipo de asuntos. No negaba que en otros tiempos, cuando llegó a París, algunos coleccionistas adinerados, deseosos de adquirir cuadros, encontraron útiles sus sabios consejos. Cuando gracias a sus relaciones sociales se enteraba que algún aristócrata arruinado, inglés o francés, estaba dispuesto a vender un cuadro de verdadero mérito, Elliott les ponía en contacto con los directores de museos norteamericanos que le constaba andaban buscando un buen cuadro de tal o cual maestro. Eran muchas las familias francesas, y había algunas inglesas, cuyas circunstancias las forzaban a deshacerse de un Buhl firmado o de un escritorio construido personalmente por Chippendale. Elliott llevaba a cabo estas transacciones siempre que se hicieran con la máxima reserva. De ahí que las grandes familias aceptaban, complacidas, los consejos de un hombre de gran cultura y modales irreprochables, capaz de arreglar el asunto discretamente. Evidentemente Elliott se beneficiaba con estas operaciones, pero las buenas formas impedían aludir a ello. No faltaban maliciosos que aseguraban que todo lo que contenía el piso de Elliott estaba en venta, y que tras haber invitado a ciertos adinerados americanos a una comida excelente, acompañada de vinos venerables, solían desaparecer uno o dos de sus dibujos más caros. O que una cómoda de marquetería se veía reemplazada por otra de laca. Si alguien le preguntaba sobre la desaparición de un mueble determinado, daba una plausible respuesta: no satisfacía su exigente gusto y lo había cambiado por otro de calidad superior. A lo que añadía que resultaba aburrido estar siempre contemplando las mismas cosas.

Nous autres américains, nosotros, los americanos —decía—, somos partidarios de los cambios. Es nuestra grandeza y también nuestra debilidad. Algunas señoras americanas residentes en París, las cuales afirmaban saberlo todo sobre él, aseguraban que su familia era humilde y que él podía vivir como lo hacía porque había sido listo. Yo no podría calcular su fortuna, pero su casero le cobraba un impresionante alquiler y el piso estaba amueblado con objetos de gran valor. De las paredes colgaban dibujos de las grandes firmas francesas: Watteau, Fragonard, Claude Lorraine y otros semejantes. Alfombras de Savonnerie y Aubusson exhibían su belleza sobre brillantes entarimados de rica madera; y en la sala había una sillería Luis XV en petit-point, que bien hubiera podido pertenecer, como él aseguraba, a madame de Pompadour. Sea como fuere, tenía lo suficiente para vivir de la manera que él consideraba adecuada para un señor. No necesitaba ganar más dinero, y los métodos que en otros tiempos utilizó para conseguirlo era un tema, que si se quería conservar su amistad, era mejor no sacar a relucir. Así, libre de preocupaciones materiales, podía entregarse a su pasión: la vida social. Sus relaciones comerciales con las más nobles pero arruinadas familias de Francia e Inglaterra, le facilitaron ampliar notablemente el círculo de amistades que había logrado a través de cartas de presentación, cuando de joven llegó a Europa. Su origen le sirvió de recomendación con las señoras americanas con título europeo a quienes iban dirigidas las cartas, pues su estirpe era la de una vieja familia de Virginia. Su madre fue descendiente de uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia. Él tenía una figura graciosa y alegre. Era un consumado bailarín, un pasable tirador, un notable jugador de tenis y un buen elemento en cualquier fiesta o sarao. Además era muy generoso, cosa que se evidenciaba con las abundantes flores y las costosas cajas de bombones que regalaba con frecuencia. Él no siempre era el anfitrión, pero sus convites siempre resultaban picantes y originales. Aquellas damas adineradas encontraban encantadoras sus invitaciones en bohemios restaurantes del barrio italiano de Londres o en bistrots del Barrio Latino. Siempre estaba dispuesto a hacer un favor, y no había nada, por tedioso que fuera, que no hiciera gustoso por complacer a quien se lo pedía. Se esforzaba sin descanso por ser agradable con las señoras de cierta edad, y en poco tiempo se convirtió en el ami de la maison, el favorito, en más de una casa de imponente grandeza. Su amabilidad no tenía límites. Nunca se ofendió porque le invitaran a última hora debido a que alguien fallara inesperadamente. Se le podía sentar a la mesa junto a una vieja cascarrabias con la absoluta certeza de que se mostraría con ella tan ameno y encantador como fuera capaz.

En dos o tres años, tanto en Londres, donde pasaba anualmente la mitad de la temporada de apogeo social y también el principio del otoño, cuando se dedicaba a visitar mansiones rurales, como en París, donde se había establecido, llegó a conocer a todo el que un muchacho americano puede llegar a conocer. Las primeras señoras a las que conoció pronto se asombraron al ver lo que había aumentado su círculo de amistades. El descubrimiento les causó sentimientos encontrados. Por una parte, celebraban que su joven protegido hubiera alcanzado tan notorio éxito; pero por otra, les irritaba verle tan íntimamente relacionado con personas con quienes ellas sólo habían logrado establecer relaciones superficiales. Él continuó mostrándose deferente y servicial con ellas, pero éstas sospechaban que Elliott las había utilizado como meros escalones para su encumbramiento social. Le consideraban un esnob. Y, en efecto, Elliott era un colosal esnob, desprovisto de toda dignidad. Sabía aguantar cualquier desprecio, hacer caso omiso de los evidentes desaires y tragarse las más humillantes groserías con tal de obtener una invitación a determinada fiesta, o de ser presentado a cualquier viuda vieja de título resonante. No conocía el cansancio. Una vez que localizaba a su presa la cazaba, con la misma tenacidad que un botánico acepta los riesgos: inundaciones, terremotos, fiebres y caníbales… con tal de añadir a su colección una orquídea de especie inusitada. La guerra de 1914 le brindó la oportunidad de coronar sus esfuerzos. En cuanto estalló se alistó como voluntario en una ambulancia, y prestó servicios, primero en Flandes y más tarde en la Argonne. Retornó al cabo de un año con una cintilla roja en el ojal y logró ser incorporado a la Cruz Roja de París. Para entonces, su fortuna era ya considerable, lo que le permitió contribuir generosamente a las suscripciones filantrópicas patrocinadas por gentes de importancia. Siempre podía contarse con su exquisitez y sus dotes de organizador cuando se trataba de ayudar en cualquier función benéfica. Se hizo socio de dos de los clubes más elegantes de París. Era ce cher Elliott para las damas francesas de mayor alcurnia. Finalmente, había logrado lo que se propuso.

3

Cuando conocí a Elliott yo no era más que un autor en proceso de maduración. Joven y sin importancia. No me hizo el menor caso. Nunca olvidaba una cara, y cuando nos encontrábamos me saludaba cordialmente, aunque sin mostrar deseo alguno de estrechar nuestra amistad. Si por ejemplo le veía en la ópera e iba acompañado de alguna persona de categoría no era raro que no me saludara. Pero cuando mis obras teatrales alcanzaron un éxito notorio y sorprendente, Elliott comenzó a prestarme mayor atención. Un día, durante una de sus estancias en Londres, recibí una invitación para comer en el Claridge. Había pocos invitados y no muy notables, lo cual me hizo sospechar que me había invitado para probarme. Pero desde aquel día, gracias al éxito de mis obras mi número de amigos aumentó y empecé a verle con frecuencia. En otoño, pasé algunas semanas en París y me encontré con Elliott en casa de un amigo común. Me preguntó dónde me hospedaba. Pasados un par de días recibí otra invitación suya, esta vez para comer en su casa. Cuando llegué, me sorprendió observar la importancia del resto de comensales. Me reí. Adiviné que Elliott, con su perfecto sentido de los valores sociales, consideraba que yo, como autor, encajaba mejor en el círculo inglés. Durante los años siguientes, hasta cierto punto llegamos a intimar, sin que jamás fuésemos amigos de verdad. Realmente, dudo que Elliott fuera capaz de mantener una auténtica amistad. Lo único que le interesaba de cualquier persona era su posición social. Cuando me encontraba en París o él estaba en Londres me invitaba a sus comidas siempre que precisaba de alguien para completar la mesa, o cuando tenía que invitar a viajeros americanos. Sospecho que algunos de estos eran antiguos clientes suyos, y otros, gente desconocida con cartas de presentación para él. Estos eran su cruz. Se veía obligado a obsequiarlos y atenderlos pero le repugnaba la idea de presentarlos a sus aristocráticos amigos. La mejor manera de librarse de ellos era invitarles a comer y al teatro, pero frecuentemente esto no resultaba tan sencillo, ya que muchas veces estaba comprometido con tres semanas de antelación. Además sospechaba que esto no satisfacía lo suficiente a sus invitados. Como para él yo era un escritor de poca monta, no le importaba confiarme sus preocupaciones.

—Los americanos son muy desconsiderados con sus cartas de presentación. No me importa atender a las personas que me envían, pero la verdad, no hay ningún motivo para imponérselas a mis amistades.

Trataba de contentarlos enviándoles grandes cestas de flores y enormes cajas de bombones, pero algunas veces no bastaba con eso. Entonces, con una ingenuidad sorprendente, si se tiene en cuenta lo que acababa de decirme, me invitaba a algunas de las comidas que se veía forzado a organizar en honor de sus compatriotas. «Tienen muchas ganas de conocerte», me escribía para adularme. «La señora Fulánez es una mujer de gran cultura y ha leído todas tus obras».

Llegado el momento, la señora Fulánez me decía lo mucho que había disfrutado con mi libro Mr. Perrin y Mr. Traill, y me felicitaba por mi comedia El molusco. El primero lo escribió Hugh Walpole y la segunda era de Hubert Henry Davies.

4

Si he dado al lector la impresión de que Elliott era un ser despreciable, he cometido con él una grave injusticia.

En primer lugar, era lo que los franceses llaman serviable, palabra que no tiene equivalente en inglés. El diccionario nos dice que serviable tiene el sentido de útil, complaciente y amable. Eso era exactamente Elliott. También era muy generoso, porque a pesar de que en sus inicios mandó muchas flores y bombones con segundas intenciones, es cierto que continuó haciéndolo cuando ya no le era necesario. Le gustaba regalar cosas. Era hospitalario. Su cocinero era tan competente como el mejor de París. Al sentarse a su mesa uno disfrutaba de los productos de temporada más exquisitos. Sus vinos demostraban su juicio. Es verdad que elegía a sus invitados por su categoría social y no porque le gustara su compañía, pero siempre tenía la precaución de invitar también, por lo menos a una o dos personas, realmente simpáticas. Sus comidas siempre tenían un singular encanto. La gente se reía de él a sus espaldas. Le tenían por un despreciable esnob, pero, no obstante, se apresuraban a aceptar sus invitaciones. Hablaba el francés con fluidez y corrección, y su acento era perfecto. También se había esforzado mucho por adoptar la manera de hablar en Inglaterra. Era necesario un oído muy fino para descubrir en su discurso un ligerísimo acento americano. Su conversación resultaba amena y ocurrente, sobretodo cuando no hablaba de duques y duquesas, pero cuando lo hacía, ya desde su posición inexpugnable, se permitía algunos chistes si estaba a solas con un amigo. Tenía una lengua desenfadada y no había escándalo que afectara a sus amigos que no llegara a sus oídos. Por él supe quién era el padre del más reciente vástago de la princesa de X y quién la amante del marqués de X. Creo que ni el mismo Marcel Proust conocía tan bien la vida íntima de la aristocracia como Elliott Templeton.

Cuando me encontraba en París solíamos comer juntos. Unas veces en un restaurante y otras en su casa. Me gusta pasear por las tiendas de antigüedades, más bien para curiosear que para comprar, y Elliott siempre me acompañaba gustoso. No sólo conocía las cosas bellas sino que les tenía un amor profundo. Creo que conocía todas las tiendas de antigüedades de París y era amigo de sus propietarios. Gozaba intensamente regateando, y cuando salíamos me decía:

—Si encuentras algo que te guste no trates de comprarlo tú. Hazme una indicación y déjalo por mi cuenta.

Si me encaprichaba con algo y se lo sacaba él al anticuario por la mitad del precio que pedía, su gozo era verdaderamente admirable. Verle regatear era un espectáculo delicioso. Discutía, rogaba, montaba en cólera, apelaba a los sentimientos del vendedor, le humillaba, le mostraba los defectos del objeto discutido, amenazaba con no volver a cruzar el umbral del establecimiento, suspiraba, se encogía de hombros, regañaba al hombre, se dirigía hacia la puerta ceñudo y airado, y cuando acababa por salirse con la suya, sacudía tristemente la cabeza como si aceptase su derrota con resignación. Tras esto me susurraba en inglés:

—Llévatelo. Sería barato por el doble.

Elliott era un celoso católico. No llevaba mucho tiempo en París cuando conoció a un abad famoso por haber logrado muchas conversiones de infieles y herejes. Era una persona ingeniosa. Un comensal habitual en las mansiones aristocráticas. Elliott se sintió inevitablemente atraído por aquel hombre, quien, a pesar de su humilde extracción era bien recibido en las casas nobles. Le conoció a través de una rica dama americana recientemente convertida por el abad. A pesar de que su familia siempre había profesado el credo episcopaliano, él hacía tiempo que sentía un gran interés por la Iglesia católica. La señora invitó a Elliott a conocer, durante una cena íntima, al abad, y éste hizo cumplida justicia a su fama de hombre agudo y discreto. La señora encarriló la conversación hacia temas religiosos y el abad habló con devoción, pero sin pedantería, como un hombre de mundo, que aunque consagrado, charlase con otro hombre de mundo. Elliott se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que el abad le conocía de oídas pero con gran detalle.

—La duquesa de Vendôme me habló de usted el otro día. Me dijo que le tiene por un hombre muy inteligente.

Elliott se sonrojó de placer. Había sido presentado a Su Alteza Real, pero jamás supuso que la insigne dama volviera a pensar en él. El abad habló de religión con prudencia y bondad. No era hombre de miras estrechas sino de opiniones modernas y comprensivas. Aludió a la Iglesia Católica con persuasivas y sentidas palabras. La bondadosa piedad con que se refirió a los desgraciados que no pertenecen a ella, tuvo el sorprendente efecto de hacer que Elliott comenzara a pensar en la Iglesia como en una especie de selecta sociedad a la que todo hombre bien nacido debe pertenecer. Seis meses más tarde fue admitido en su seno. Su conversión y la generosidad con la que contribuyó a las obras pías le abrieron varias puertas que hasta entonces no había podido franquear.

Es posible que los motivos por los que abandonó la fe de sus padres fuesen interesados; pero no cabe dudar de la sinceridad de su devoción una vez dado el paso. Oía misa todos los domingos en una iglesia frecuentada por las mejores familias, se confesaba con regularidad y hacía periódicas visitas a Roma. Pasado el tiempo, su piedad fue premiada con un nombramiento de camarero papal, y la asiduidad con que desempeñó las obligaciones de su cargo le valió ingresar en la Orden del Santo Sepulcro, si la memoria no me falla. Su carrera como católico tuvo igual éxito que su carrera de homme du monde. Muchas veces me he preguntado cuál era la causa del esnobismo de aquel hombre inteligente, bueno y culto, pues no era ningún advenedizo. Su padre fue rector de una de las universidades del sur y su abuelo un reconocido teólogo. Elliott era demasiado inteligente para no darse cuenta que muchos de los que aceptaban sus invitaciones lo hacían por comer de balde, y que entre ellos había algunos bastantes necios e indignos. El fulgor de sus sonoros títulos le cegaba. Creo que el tratar con confianza a hombres de tan alto linaje y el servir a sus damas le daba una sensación de triunfo que jamás llegó a aburrirle. Otra posible explicación es el apasionado romanticismo que le llevaba a ver en cualquier desmedrado duque francés al cruzado que fue a Tierra Santa con san Luis, y en cualquier conde inglés, cuidoso y dado a la montería, al antepasado que acompañó a Enrique VIII al Campo del Lienzo de Oro (*). Cuando estaba acompañado de este tipo de personas creía vivir en un pasado señorial y galante. Me parece que al volver las páginas del calendario del Gotha el corazón le latía más deprisa, cuando, nombre tras nombre, recordaba guerras antiguas, asedios históricos, duelos famosos, intrigas diplomáticas y amores regios. Así era, para bien o para mal, Elliott Templeton.

NOTA
(*) Lugar (cercano a Guisner) donde se celebró la entrevista entre Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra (1520). Recibió este nombre aludiendo a la ostentación de la que hicieron gala ambos reyes. (N. del T: Fernando Calleja)




Nota de la Redacción: este texto corresponde al primer capítulo de la novela William Somerset Maugham: El fijo de la navaja (RBA Libros, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la RBA Libros por la gentileza de facilitar su publicación en Ojos de Papel.
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