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Charles Mackay: Delirios multidudinarios. La manía de los tulipanes y otras famosas burbujas financieras (milrazones, 2009)

Charles Mackay: Delirios multidudinarios. La manía de los tulipanes y otras famosas burbujas financieras (milrazones, 2009)

    NOMBRE
Charles Mackay (1814–1889)

    BREVE CURRICULUM
Fue periodista y poeta, llegó a tener fama por haber escrito la letra de varias canciones que fueron muy populares. Hoy en día se le recuerda sobre todo por sus Memoirs of extraordinary popular delusions, and the madness of crowds



Charles Mackay

Charles Mackay


Tribuna/Tribuna libre
Delirios multidudinarios. La manía de los tulipanes y otras famosas burbujas financieras
Por Charles Mackay, lunes, 4 de mayo de 2009
Delirios multidudinarios. La manía de los tulipanes y otras famosas burbujas financieras (milrazones, 2009) incluye tres relatos sobre momentos de especulación desbocada en Inglaterra, Francia y Holanda entre 1635 y 1720. «El proyecto del Misisipi», «La burbuja del Mar del Sur», y «La manía de los tulipanes». Las tres guardan una sorprendente similitud con sucesos repetidos desde entonces. La posibilidad de comprar baratos bienes que se revalorizaban a velocidades increíbles sedujo a todos: en las tres ocasiones la manía fue tan extendida que alcanzó a la mayoría de la población, de todas las clases sociales. Gran número de individuos alcanzaron de pronto la riqueza, como nunca antes había ocurrido. Y sus fortunas, en casi todos los casos, se evaporaron con la misma rapidez. La gracia con que lo cuenta Charles Mackay, unida a lo que desde nuestro tiempo parece enorme ingenuidad de los compradores, hace que leamos las tres historias divertidos. Pero los analistas económicos contemporáneos usan estas mismas historias para explicar nuestras actitudes ante los mercados y el dinero. Por eso destacados inversores de Wall Street declaran que este figura entre sus libros de cabecera.

Quis furor, o cives!


Lucano


Se dice que el tulipán toma su nombre de una palabra turca que significa turbante. Se lo introdujo en Europa occidental a mediados del s XVI Conrad Gesner, que reclama el mérito de haberlo hecho famoso (sin imaginar la conmoción que poco después iba a provocar) dice que lo vio por primera vez en 1559, en un jardín de Augsburg propiedad del instruido Consejero Herwart, un hombre muy famoso entonces por su colección de cosas exóticas. A este caballero se lo había mandado un amigo de Constantinopla, donde la flor era apreciada desde mucho antes. En los siguientes diez u once años, los ricos, especialmente de Holanda y Alemania, buscaron tulipanes con avidez. La gente pudiente de Amsterdam mandaba por bulbos a Constantinopla directamente, y pagaba precios desorbitados por ellos. Los primeros plantados en Inglaterra se trajeron de Viena en 1600. La reputación de los tulipanes creció sin descanso hasta 1634, al punto de que se consideraba una prueba de mal gusto que un hombre acaudalado no tuviera una colección de ellos. Muchos hombres educados, como Pompeius de Angelis y el celebrado Lipsius de Leiden, autor del tratado De Constantia, eran apasionados de los tulipanes. La moda de su posesión traspasó pronto a las clases medias, y mercaderes y tenderos, incluso de posibles modestos, empezaron a competir entre sí por la rareza de las flores y los precios que pagaban por ellas. Se sabía de un comerciante de Harlem que había pagado la mitad de su fortuna por un único bulbo, no con la idea de revenderlo, sino para conservarlo y despertar admiración.

Uno supondría que debe haber mucha virtud en esta flor para resultar tan valiosa a los ojos de gente tan prudente como los holandeses, pero no tiene el perfume ni la belleza de la rosa (apenas la belleza del guisante de olor) ni siquiera su duración. Es cierto que Cowley la alaba mucho. Dice:

Entonces apareció el tulipán, completamente alegre
pero caprichoso, lleno de orgullo, y lleno de juego;
el mundo no puede mostrar un color que él no albergue
o al que no pueda cambiar con nuevas mezclas;
púrpura y oro están ambos a su cuidado,
le encanta llevar el más rico bordado,
su única sabiduría es gustar a la vista
y sobrepasar a las demás en trajes vistosos.


Esta, aunque no muy poética, es la descripción de un poeta. Beckmann, en su Historia de los inventos, la retrata con más fidelidad y en prosa más agradable que la poesía de Cowley. Dice: «Hay pocas plantas que adquieran, por accidente, debilidad o enfermedad, tantas variedades como el tulipán. Silvestre, en su estado natural, es casi de un color, tiene hojas largas y un tallo extraordinariamente largo. Cuando se le debilita por cultivo resulta más agradable a los ojos del florista. Los pétalos son más pálidos, menores, y de tono más diversificado; y las hojas adquieren un color verde más suave. Y así esta obra maestra del cultivo, cuanto más hermosa se vuelve, más débil, hasta que con la mayor habilidad y los cuidados más atentos apenas se la puede trasplantar, incluso mantener viva».

Muchas personas se unen sin darse cuenta a lo que les da más molestias, como una madre con frecuencia quiere más a su niño enfermizo que a su prole más saludable. Algo así debe ocurrir para explicar los inmerecidos elogios vertidos tan generosamente sobre estos frágiles capullos. En 1634 la moda de poseerlos era tan grande entre los holandeses que se descuidó la industria ordinaria del país, y la población, incluyendo sus capas más bajas, se embarcó en el comercio del tulipán. Conforme aumentaba la manía aumentaban los precios, al punto de que en 1635 se supo de muchas personas que invirtieron una fortuna de cien mil florines en cuarenta raíces. Se hizo necesario venderlas por su peso en perits, una unidad menor de un grano. Un tulipán de la especie Admiral Liefken que pesara 400 perits valía 4.400 florines; un Admiral Van der Eyck de 446 perits, 1.260 florines; un Childer de 106 perits valía 1.615 florines, un Viceroy de 400 perits, 3.000 florines, y el más apreciado, un Semper Augustus de 200 perits se consideraba barato a 5.500 florines. Este último era tan apreciado que incluso un bulbo de pobre calidad podía alcanzar un precio de 2.000 florines. Se cuenta que una vez, a principios de 1636, solo había dos de estas raíces en Holanda, y no de la mejor calidad. Una de ellas era propiedad de un comerciante de Amsterdam y la otra estaba en Harlem. Los especuladores estaban tan ansiosos por tenerlas que una persona ofreció doce acres de terreno edificable por la de Harlem. La de Amsterdam se compró por 4.600 florines, un coche nuevo, dos caballos grises y un juego completo de arneses. Munting, un autor industrioso de la época, que escribió un infolio de mil páginas sobre la tulipomanía (1), ha conservado la siguiente lista de artículos y su valor, entregados a cambio de una sola raíz de la rara especie llamada Viceroy:

dos lasts(2) de trigo: 448 florines
cuatro lasts de cebada: 558 florines
cuatro bueyes gordos: 480 florines
ocho marranos gordos: 240 florines
doce ovejas gordas120: florines
dos hogshead de vino (3): 70 florines
cuatro tuns (4) de cerveza: 32 florines
dos tuns de mantequilla: 192 florines
mil libras de queso: 120 florines
una cama completa: 100 florines
un traje de tela: 80 florines
una taza de plata: 60 florines

En total: 2.500 florines

La gente que había estado fuera de Holanda y regresaba cuando esta locura estaba en su punto álgido, se encontraba a veces con tremendos desconciertos por su ignorancia. Blainville relata un ejemplo divertido en sus Viajes. Un mercader rico, que se enorgullecía no poco de sus raros ejemplares, recibió en una ocasión una carga muy valiosa de mercancía de Oriente. Un marinero le informó de su llegada, presentándose con tal fin en su oficina, entre balas de mercancías de todas clases. El mercader, para recompensarlo por tales noticias, le regaló un hermoso arenque colorado para su desayuno. El marinero tenía, a lo que se ve, gran debilidad por las cebollas, y viendo lo que parecía una sobre el mostrador del generoso mercader y pensando, sin duda, que estaba fuera de lugar entre las sedas y los terciopelos, aprovechó una oportunidad y la deslizó en su bolsillo, como una guarnición para el arenque. Desapareció con su premio y marchó al muelle a almorzar. Apenas volvió la espalda, el comerciante echó en falta su Semper Augustus, que valía tres mil florines, unas doscientas ochenta libras esterlinas. Al momento el establecimiento se convirtió en un tumulto, se lo registró entero en busca de la preciosa raíz, pero no apareció. Se repitió la búsqueda sin éxito. Por fin alguien pensó en el marinero.

El desgraciado comerciante saltó a la calle a su sola mención. Sus empleados lo siguieron alarmados. El marinero ¡alma cándida! no había intentado esconderse: estaba sentado tranquilamente en un rollo de calabrotes, masticando el último trozo de su «cebolla». Poco imaginaba que estaba disfrutando un desayuno cuyo coste podría haber regalado la tripulación completa de un mercante durante un año o, como el acongojado mercader mismo dijo, «podría haber festejado suntuosamente al príncipe de Orange y toda la corte de Stadtholder». Antonio disolvía perlas en vino para brindar a la salud de Cleopatra; sir Richard Whittington fue igual de estúpidamente magnífico en una invitación al rey Enrique V; y sir Thomas Gresham bebió un diamante disuelto en vino a la salud de la reina Isabel, cuando abrió el Royal Exchange; pero el desayuno de este holandés pobre fue tan espléndido como cualquiera de estos. Tenía una ventaja sobre sus predecesores en el derroche: las gemas de estos no mejoraron el sabor ni la virtud de sus vinos, mientras que el tulipán estaba delicioso con el arenque rojo. Para él la peor parte del negocio fue que estuvo seis meses en la cárcel, por la acusación de robo del comerciante.

Se cuenta otra historia de un viajero inglés que es poco menos absurda. Este caballero, botánico aficionado, vio un bulbo de tulipán en el vivero de un holandés rico. Ignorante de su calidad, sacó la navaja y fue cortándolo en capas para experimentar. Cuando lo había reducido así a la mitad de su tamaño, lo cortó en dos partes iguales, mientras hacía observaciones muy inteligentes sobre el singular aspecto del bulbo desconocido. De pronto apareció el propietario, y con los ojos llenos de furia le preguntó si sabía qué estaba haciendo. «Pelar una cebolla muy extraordinaria», contestó el filósofo. «Hundert tausend duyvel!» contestó el holandés, «es un Admiral Van der Eyck». «Gracias —contestó el viajero, sacando su cuaderno para anotarlo,— ¿son comunes en su país estos almirantes?» «¡Por todos los demonios! —dijo el holandés, cogiendo al atónito hombre de ciencia por el cuello,— ven ante el síndico y lo verás». A pesar de sus protestas, se condujo al viajero por las calles, seguido por una multitud. En presencia del magistrado se enteró, para su consternación, de que la raíz con la que había experimentado valía cuatro mil florines y, a pesar de que argumentó y rogó cuanto pudo, se lo encerró en la cárcel hasta que encontró avales para el pago de esa cantidad.

En el año 1636 aumentó tanto la demanda de tulipanes de variedades raras que se estableció un mercado regular para su comercio en la Bolsa de Amsterdam, en Rotterdam, Harlem, Leyden, Alkmar, Hoorn y otras ciudades. Aparecieron por primera vez síntomas de riesgo. Los corredores de bolsa, siempre alerta ante cualquier especulación nueva, comerciaban mucho con tulipanes, empleando todos los medios que tan bien conocían para causar fluctuaciones en los precios. Al principio, como en todas estas arriesgadas manías, la confianza era alta y todo el mundo ganaba. Los mayoristas de tulipanes especulaban con la subida y la bajada de las existencias de tulipanes, y lograban beneficios enormes comprando cuando los precios eran bajos y vendiendo cuando subían. Muchos se enriquecieron de repente. Un cebo dorado colgaba ante la gente, y uno tras otro corrieron al mercado de tulipanes, como moscas al panal. Todos pensaban que la pasión por los tulipanes duraría para siempre y que la riqueza fluiría a Holanda a comprarlos a cualquier precio. Los ricos de Europa se concentrarían en las costas de Zuyder Zee y la pobreza desaparecería del afortunado suelo holandés. Nobles, ciudadanos, granjeros, mecánicos, marinos, sirvientes, doncellas, hasta los deshollinadores y las lavanderas viejas, se dedicaban a los tulipanes. Gente de toda condición convertía sus propiedades en dinero, que invertían en flores. Se ofrecían casas y tierras a precios ruinosos, o se las empleaba para pagar gangas en el mercado de tulipanes. El frenesí se contagió al extranjero, y el dinero empezó a llegar a Holanda de todas partes. Los precios de los artículos de primera necesidad se dispararon, y con ellos los de las casas y tierras, caballos y carruajes y lujos de todas clases, y durante unos meses Holanda parecía la mismísima antesala de Pluto. Las operaciones de comercio llegaron a ser tan complicadas y extendidas que se creyó oportuno levantar un código de leyes para guía de comerciantes. Se designaron notarios y oficinistas en interés de este comercio exclusivamente. En algunos pueblos ignoraban quién era el notario público, habiendo usurpado su lugar el notario de tulipanes. En pueblos menores donde no había compraventa, se elegía la taberna principal como lugar de exhibición, donde los pudientes y los pobres comerciaban en tulipanes y confirmaban sus tratos con banquetes suntuosos. A veces doscientas o trescientas personas compartían tales cenas, y se colocaban sobre la mesa y los muebles auxiliares grandes floreros con tulipanes en todo su esplendor, para alegrar el festín.

Pero por fin los más prudentes empezaron a ver que esta locura no podría durar para siempre. La gente rica ya no compraba las flores para tenerlas en sus jardines, sino para venderlas con el cien por cien de beneficio. Se vio que alguien tenía que perder al final. Al extenderse esta convicción los precios cayeron y nunca volvieron a levantarse. Se destruyó la confianza y el pánico hizo presa en los tratantes. A había convenido comprar seis Semper Augustines de B, a cuatro mil florines cada uno, seis semanas después de la firma del contrato. En el momento previsto, B estaba preparado con sus flores, pero el precio había caído a trescientos o cuatrocientos florines y A se negaba a pagar la diferencia o a aceptar los tulipanes. Cada día se denunciaban impagos en todos los pueblos de Holanda. Quienes hacía poco creían la pobreza desterrada del país, se encontraron de pronto en posesión de unos pocos bulbos que nadie quería comprar, a pesar de que los ofrecían a la cuarta parte del precio que pagaron por ellos. Por todas partes se oían gritos de angustia y todo el mundo culpaba a su vecino. Los pocos que se habían enriquecido ocultaban sus ganancias a sus conciudadanos y las invertían en fondos ingleses o de otros países. Muchos que por una temporada habían salido de los peores rincones de la vida regresaron a ellos de golpe. Comerciantes acaudalados se vieron reducidos casi a la mendicidad y muchos representantes de linajes nobles vieron su casa y su fortuna arruinadas sin posibilidad de recuperación.

Cuando se dispararon las primeras alarmas, los propietarios de tulipanes de varios pueblos se reunieron públicamente para ver qué podían hacer para restaurar el crédito público. Se convino en mandar comisionados de todas partes a Amsterdam a consultar con el gobierno algún remedio. El gobierno en principio rehusó intervenir, pero aconsejó a los propietarios de tulipanes que se pusieran de acuerdo en algún plan. Con este fin se celebraron varios encuentros, pero no aparecieron medidas capaces de dar satisfacción a la gente defraudada, ni de reparar siquiera una parte pequeña del desastre. Las bocas de todo el mundo estaban llenas de reproches y quejas, y todas las reuniones tuvieron un carácter muy tormentoso. Por fin, tras mucho discutir y pelearse, los comisionados reunidos en Amsterdam acuerdan que todos los contratos hechos en la cumbre de la manía, o antes del mes de noviembre de 1636, se declaren nulos e inválidos, y que, en los firmados con posterioridad, los compradores queden liberados de sus compromisos pagando un diez por ciento al vendedor. Tal decisión no dio satisfacción. Quienes tenían tulipanes, por supuesto, no quedaron contentos, y quienes se habían comprometido a comprar se sentían maltratados. Tulipanes que habían costado una vez seis mil florines se conseguían ahora por quinientos, de modo que la cláusula del diez por ciento significaba cien florines más de su valor real. En todos los juzgados del país se intentaron acciones para la ruptura de los contratos, pero los juzgados rehusaron admitir lo que consideraron cuestiones de juego.

Al final se remitió el asunto al Consejo Provincial de La Haya, esperando confiadamente que la sabiduría de tal organismo encontrara alguna medida que restableciera el crédito. Se esperó ansiosamente su decisión, pero esta no se producía. Los miembros continuaban deliberando semana tras semana, y por fin, tras pensárselo tres meses, declararon que no podrían tomar una decisión hasta tener más información. Pero aconsejaban que, mientras tanto, cada vendedor, en presencia de testigos, ofreciera los tulipanes in natura al comprador por la suma convenida previamente. Si este rechazaba comprarlos, podrían ponerse a la venta en subasta pública y el comprador original sería responsable de la diferencia entre el precio que alcanzara y el estipulado en el contrato. Este fue exactamente el plan que recomendaron los diputados, que pronto se vio que no servía. No había tribunal en Holanda que obligara al pago. Se planteó la cuestión en Amsterdam, pero los jueces unánimemente rechazaron interferir, alegando que las deudas de juego no eran deudas legales.

Así quedó el asunto. El gobierno no podía encontrar remedio a la situación. A quienes tuvieron la desgracia de almacenar tulipanes en el momento de la repentina caída se les dejó rumiar su ruina tan filosóficamente como pudieran; a quienes habían logrado ganancias se les dejó que las conservaran; pero el comercio del país sufrió un golpe muy duro, del que tardaría muchos años en recuperarse.

En Inglaterra se imitó, en cierta medida, el ejemplo holandés. En 1636 se vendían públicamente tulipanes en la Bolsa de Londres y los corredores se esforzaron hasta el límite para que llegaran a los precios exagerados que habían alcanzado en Amsterdam. También en París los corredores se esforzaron para crear una manía del tulipán. En ambas ciudades triunfaron solo parcialmente. Pero la fuerza del ejemplo puso muy de moda los tulipanes, que desde entonces se han cotizado más que cualquier otra flor entre alguna gente. Los holandeses son famosos todavía por su aflicción a ellos y continúan pagando mayores precios que nadie. Como los ingleses ricos se jactan de sus caballos de carrera o de sus cuadros antiguos, así los holandeses pudientes se vanaglorian de sus tulipanes.

En la Inglaterra contemporánea, por extraño que parezca, un tulipán produce más dinero que un roble. Si se pudiera encontrar uno rara in terris y negro como el negro cisne de Juvenal, su precio igualaría el de una docena de acres de maíz crecido. En Escocia, hacia el fin del siglo XVII, el precio más alto de los tulipanes era de diez guineas, según un autor del suplemento a la tercera edición de la Enciclopedia Británica. Este valor parece menguar desde entonces hasta 1769, cuando las dos especies más valiosas en Inglaterra eran la Don Quevedo y la Valentinier, la primera de los cuales valía dos guineas el ejemplar y la segunda dos guineas y media. Estos precios parecen haber sido los mínimos. En 1800 un precio corriente era quince guineas por un solo bulbo. En 1835, uno de la especie Miss Fanny Kemble se vendió en subasta pública en Londres por setenta y cinco libras. Aún más notable fue el precio alcanzado por un tulipán propiedad de un jardinero de King’s Road, Chelsea: figuraba en sus catálogos ¡por doscientas guineas!

Así una flor, que es sobrepasada en belleza y perfume por las abundantes rosas del jardín, un ramillete de las cuales puede comprarse por un penique, se valoraba en una cantidad que podría proporcionar comida, vestido y alojamiento a un trabajador activo y a su familia ¡durante seis años! Si se hubieran puesto de moda la pamplina y la hierba cana, los ricos, sin duda, rivalizarían en adornar sus jardines con ellos y en pagar los precios más exagerados por ellos. Al hacerlo serían poco más estúpidos que los admiradores de los tulipanes.

NOTAS
(1) Al parecer, sobre el tulipán; pocas páginas sobre la manía. (N. del t.)
(2) Last: medida de capacidad o peso variable, pero grande; puede valer dos toneladas o casi tres mil litros. (N. del t.)
(3) Hogshead: barrica grande, especialmente las de de 63 a 140 galones, de 238 a 530 litros. (N. del t.)
(4) Tun: otra cuba grande, o una medida de 953 litros. (N. del t.)



Nota de la Redacción: este texto corresponde a uno de los capítulos del libro de Charles MackayDelirios multitudinarios. La manía de los tulipanes y otras famosas burbujas financieras (milrazones, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la Editorial milrazones por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.
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