Quis furor, o cives! 
Lucano 
Se dice que el tulipán toma su nombre de una palabra turca que 
significa turbante. Se lo introdujo en Europa occidental a mediados del s XVI 
Conrad Gesner, que reclama el mérito de haberlo hecho famoso (sin imaginar la 
conmoción que poco después iba a provocar) dice que lo vio por primera vez en 
1559, en un jardín de Augsburg propiedad del instruido Consejero Herwart, un 
hombre muy famoso entonces por su colección de cosas exóticas. A este caballero 
se lo había mandado un amigo de Constantinopla, donde la flor era apreciada 
desde mucho antes. En los siguientes diez u once años, los ricos, especialmente 
de Holanda y Alemania, buscaron tulipanes con avidez. La gente pudiente de 
Amsterdam mandaba por bulbos a Constantinopla directamente, y pagaba precios 
desorbitados por ellos. Los primeros plantados en Inglaterra se trajeron de 
Viena en 1600. La reputación de los tulipanes creció sin descanso hasta 1634, al 
punto de que se consideraba una prueba de mal gusto que un hombre acaudalado no 
tuviera una colección de ellos. Muchos hombres educados, como Pompeius de 
Angelis y el celebrado Lipsius de Leiden, autor del tratado De 
Constantia, eran apasionados de los tulipanes. La moda de su posesión 
traspasó pronto a las clases medias, y mercaderes y tenderos, incluso de 
posibles modestos, empezaron a competir entre sí por la rareza de las flores y 
los precios que pagaban por ellas. Se sabía de un comerciante de Harlem que 
había pagado la mitad de su fortuna por un único bulbo, no con la idea de 
revenderlo, sino para conservarlo y despertar admiración. 
Uno supondría 
que debe haber mucha virtud en esta flor para resultar tan valiosa a los ojos de 
gente tan prudente como los holandeses, pero no tiene el perfume ni la belleza 
de la rosa (apenas la belleza del guisante de olor) ni siquiera su duración. Es 
cierto que Cowley la alaba mucho. Dice: 
Entonces apareció el 
tulipán, completamente alegre 
pero caprichoso, lleno de orgullo, y lleno de 
juego; 
el mundo no puede mostrar un color que él no albergue 
o al que no 
pueda cambiar con nuevas mezclas; 
púrpura y oro están ambos a su cuidado, 
le encanta llevar el más rico bordado, 
su única sabiduría es gustar a la 
vista 
y sobrepasar a las demás en trajes vistosos. 
Esta, aunque 
no muy poética, es la descripción de un poeta. Beckmann, en su Historia de 
los inventos, la retrata con más fidelidad y en prosa más agradable que la 
poesía de Cowley. Dice: «Hay pocas plantas que adquieran, por accidente, 
debilidad o enfermedad, tantas variedades como el tulipán. Silvestre, en su 
estado natural, es casi de un color, tiene hojas largas y un tallo 
extraordinariamente largo. Cuando se le debilita por cultivo resulta más 
agradable a los ojos del florista. Los pétalos son más pálidos, menores, y de 
tono más diversificado; y las hojas adquieren un color verde más suave. Y así 
esta obra maestra del cultivo, cuanto más hermosa se vuelve, más débil, hasta 
que con la mayor habilidad y los cuidados más atentos apenas se la puede 
trasplantar, incluso mantener viva». 
Muchas personas se unen sin darse 
cuenta a lo que les da más molestias, como una madre con frecuencia quiere más a 
su niño enfermizo que a su prole más saludable. Algo así debe ocurrir para 
explicar los inmerecidos elogios vertidos tan generosamente sobre estos frágiles 
capullos. En 1634 la moda de poseerlos era tan grande entre los holandeses que 
se descuidó la industria ordinaria del país, y la población, incluyendo sus 
capas más bajas, se embarcó en el comercio del tulipán. Conforme aumentaba la 
manía aumentaban los precios, al punto de que en 1635 se supo de muchas personas 
que invirtieron una fortuna de cien mil florines en cuarenta raíces. Se hizo 
necesario venderlas por su peso en perits, una unidad menor de un grano. Un 
tulipán de la especie Admiral Liefken que pesara 400 perits valía 4.400 
florines; un Admiral Van der Eyck de 446 perits, 1.260 florines; un 
Childer de 106 perits valía 1.615 florines, un Viceroy de 400 
perits, 3.000 florines, y el más apreciado, un Semper Augustus de 200 
perits se consideraba barato a 5.500 florines. Este último era tan apreciado que 
incluso un bulbo de pobre calidad podía alcanzar un precio de 2.000 florines. Se 
cuenta que una vez, a principios de 1636, solo había dos de estas raíces en 
Holanda, y no de la mejor calidad. Una de ellas era propiedad de un comerciante 
de Amsterdam y la otra estaba en Harlem. Los especuladores estaban tan ansiosos 
por tenerlas que una persona ofreció doce acres de terreno edificable por la de 
Harlem. La de Amsterdam se compró por 4.600 florines, un coche nuevo, dos 
caballos grises y un juego completo de arneses. Munting, un autor industrioso de 
la época, que escribió un infolio de mil páginas sobre la tulipomanía (1), ha 
conservado la siguiente lista de artículos y su valor, entregados a cambio de 
una sola raíz de la rara especie llamada Viceroy: 
dos lasts(2) de 
trigo: 448 florines 
cuatro lasts de cebada: 558 florines 
cuatro bueyes 
gordos: 480 florines 
ocho marranos gordos: 240 florines 
doce ovejas 
gordas120: florines 
dos hogshead de vino (3): 70 florines 
cuatro tuns 
(4) de cerveza: 32 florines 
dos tuns de mantequilla: 192 florines 
mil 
libras de queso: 120 florines 
una cama completa: 100 florines 
un traje 
de tela: 80 florines 
una taza de plata: 60 florines 
En total: 2.500 
florines 
La gente que había estado fuera de Holanda y regresaba cuando 
esta locura estaba en su punto álgido, se encontraba a veces con tremendos 
desconciertos por su ignorancia. Blainville relata un ejemplo divertido en sus 
Viajes. Un mercader rico, que se enorgullecía no poco de sus raros 
ejemplares, recibió en una ocasión una carga muy valiosa de mercancía de 
Oriente. Un marinero le informó de su llegada, presentándose con tal fin en su 
oficina, entre balas de mercancías de todas clases. El mercader, para 
recompensarlo por tales noticias, le regaló un hermoso arenque colorado para su 
desayuno. El marinero tenía, a lo que se ve, gran debilidad por las cebollas, y 
viendo lo que parecía una sobre el mostrador del generoso mercader y pensando, 
sin duda, que estaba fuera de lugar entre las sedas y los terciopelos, aprovechó 
una oportunidad y la deslizó en su bolsillo, como una guarnición para el 
arenque. Desapareció con su premio y marchó al muelle a almorzar. Apenas volvió 
la espalda, el comerciante echó en falta su Semper Augustus, que valía 
tres mil florines, unas doscientas ochenta libras esterlinas. Al momento el 
establecimiento se convirtió en un tumulto, se lo registró entero en busca de la 
preciosa raíz, pero no apareció. Se repitió la búsqueda sin éxito. Por fin 
alguien pensó en el marinero. 
El desgraciado comerciante saltó a la 
calle a su sola mención. Sus empleados lo siguieron alarmados. El marinero ¡alma 
cándida! no había intentado esconderse: estaba sentado tranquilamente en un 
rollo de calabrotes, masticando el último trozo de su «cebolla». Poco imaginaba 
que estaba disfrutando un desayuno cuyo coste podría haber regalado la 
tripulación completa de un mercante durante un año o, como el acongojado 
mercader mismo dijo, «podría haber festejado suntuosamente al príncipe de Orange 
y toda la corte de Stadtholder». Antonio disolvía perlas en vino para brindar a 
la salud de Cleopatra; sir Richard Whittington fue igual de estúpidamente 
magnífico en una invitación al rey Enrique V; y sir Thomas Gresham bebió un 
diamante disuelto en vino a la salud de la reina Isabel, cuando abrió el Royal 
Exchange; pero el desayuno de este holandés pobre fue tan espléndido como 
cualquiera de estos. Tenía una ventaja sobre sus predecesores en el derroche: 
las gemas de estos no mejoraron el sabor ni la virtud de sus vinos, mientras que 
el tulipán estaba delicioso con el arenque rojo. Para él la peor parte del 
negocio fue que estuvo seis meses en la cárcel, por la acusación de robo del 
comerciante. 
Se cuenta otra historia de un viajero inglés que es poco 
menos absurda. Este caballero, botánico aficionado, vio un bulbo de tulipán en 
el vivero de un holandés rico. Ignorante de su calidad, sacó la navaja y fue 
cortándolo en capas para experimentar. Cuando lo había reducido así a la mitad 
de su tamaño, lo cortó en dos partes iguales, mientras hacía observaciones muy 
inteligentes sobre el singular aspecto del bulbo desconocido. De pronto apareció 
el propietario, y con los ojos llenos de furia le preguntó si sabía qué estaba 
haciendo. «Pelar una cebolla muy extraordinaria», contestó el filósofo. «Hundert 
tausend duyvel!» contestó el holandés, «es un Admiral Van der Eyck». 
«Gracias —contestó el viajero, sacando su cuaderno para anotarlo,— ¿son comunes 
en su país estos almirantes?» «¡Por todos los demonios! —dijo el holandés, 
cogiendo al atónito hombre de ciencia por el cuello,— ven ante el síndico y lo 
verás». A pesar de sus protestas, se condujo al viajero por las calles, seguido 
por una multitud. En presencia del magistrado se enteró, para su consternación, 
de que la raíz con la que había experimentado valía cuatro mil florines y, a 
pesar de que argumentó y rogó cuanto pudo, se lo encerró en la cárcel hasta que 
encontró avales para el pago de esa cantidad. 
En el año 1636 aumentó 
tanto la demanda de tulipanes de variedades raras que se estableció un mercado 
regular para su comercio en la Bolsa de Amsterdam, en Rotterdam, Harlem, Leyden, 
Alkmar, Hoorn y otras ciudades. Aparecieron por primera vez síntomas de riesgo. 
Los corredores de bolsa, siempre alerta ante cualquier especulación nueva, 
comerciaban mucho con tulipanes, empleando todos los medios que tan bien 
conocían para causar fluctuaciones en los precios. Al principio, como en todas 
estas arriesgadas manías, la confianza era alta y todo el mundo ganaba. Los 
mayoristas de tulipanes especulaban con la subida y la bajada de las existencias 
de tulipanes, y lograban beneficios enormes comprando cuando los precios eran 
bajos y vendiendo cuando subían. Muchos se enriquecieron de repente. Un cebo 
dorado colgaba ante la gente, y uno tras otro corrieron al mercado de tulipanes, 
como moscas al panal. Todos pensaban que la pasión por los tulipanes duraría 
para siempre y que la riqueza fluiría a Holanda a comprarlos a cualquier precio. 
Los ricos de Europa se concentrarían en las costas de Zuyder Zee y la pobreza 
desaparecería del afortunado suelo holandés. Nobles, ciudadanos, granjeros, 
mecánicos, marinos, sirvientes, doncellas, hasta los deshollinadores y las 
lavanderas viejas, se dedicaban a los tulipanes. Gente de toda condición 
convertía sus propiedades en dinero, que invertían en flores. Se ofrecían casas 
y tierras a precios ruinosos, o se las empleaba para pagar gangas en el mercado 
de tulipanes. El frenesí se contagió al extranjero, y el dinero empezó a llegar 
a Holanda de todas partes. Los precios de los artículos de primera necesidad se 
dispararon, y con ellos los de las casas y tierras, caballos y carruajes y lujos 
de todas clases, y durante unos meses Holanda parecía la mismísima antesala de 
Pluto. Las operaciones de comercio llegaron a ser tan complicadas y extendidas 
que se creyó oportuno levantar un código de leyes para guía de comerciantes. Se 
designaron notarios y oficinistas en interés de este comercio exclusivamente. En 
algunos pueblos ignoraban quién era el notario público, habiendo usurpado su 
lugar el notario de tulipanes. En pueblos menores donde no había compraventa, se 
elegía la taberna principal como lugar de exhibición, donde los pudientes y los 
pobres comerciaban en tulipanes y confirmaban sus tratos con banquetes 
suntuosos. A veces doscientas o trescientas personas compartían tales cenas, y 
se colocaban sobre la mesa y los muebles auxiliares grandes floreros con 
tulipanes en todo su esplendor, para alegrar el festín. 
Pero por fin los 
más prudentes empezaron a ver que esta locura no podría durar para siempre. La 
gente rica ya no compraba las flores para tenerlas en sus jardines, sino para 
venderlas con el cien por cien de beneficio. Se vio que alguien tenía que perder 
al final. Al extenderse esta convicción los precios cayeron y nunca volvieron a 
levantarse. Se destruyó la confianza y el pánico hizo presa en los tratantes. A 
había convenido comprar seis Semper Augustines de B, a cuatro mil florines cada 
uno, seis semanas después de la firma del contrato. En el momento previsto, B 
estaba preparado con sus flores, pero el precio había caído a trescientos o 
cuatrocientos florines y A se negaba a pagar la diferencia o a aceptar los 
tulipanes. Cada día se denunciaban impagos en todos los pueblos de Holanda. 
Quienes hacía poco creían la pobreza desterrada del país, se encontraron de 
pronto en posesión de unos pocos bulbos que nadie quería comprar, a pesar de que 
los ofrecían a la cuarta parte del precio que pagaron por ellos. Por todas 
partes se oían gritos de angustia y todo el mundo culpaba a su vecino. Los pocos 
que se habían enriquecido ocultaban sus ganancias a sus conciudadanos y las 
invertían en fondos ingleses o de otros países. Muchos que por una temporada 
habían salido de los peores rincones de la vida regresaron a ellos de golpe. 
Comerciantes acaudalados se vieron reducidos casi a la mendicidad y muchos 
representantes de linajes nobles vieron su casa y su fortuna arruinadas sin 
posibilidad de recuperación. 
Cuando se dispararon las primeras alarmas, 
los propietarios de tulipanes de varios pueblos se reunieron públicamente para 
ver qué podían hacer para restaurar el crédito público. Se convino en mandar 
comisionados de todas partes a Amsterdam a consultar con el gobierno algún 
remedio. El gobierno en principio rehusó intervenir, pero aconsejó a los 
propietarios de tulipanes que se pusieran de acuerdo en algún plan. Con este fin 
se celebraron varios encuentros, pero no aparecieron medidas capaces de dar 
satisfacción a la gente defraudada, ni de reparar siquiera una parte pequeña del 
desastre. Las bocas de todo el mundo estaban llenas de reproches y quejas, y 
todas las reuniones tuvieron un carácter muy tormentoso. Por fin, tras mucho 
discutir y pelearse, los comisionados reunidos en Amsterdam acuerdan que todos 
los contratos hechos en la cumbre de la manía, o antes del mes de noviembre de 
1636, se declaren nulos e inválidos, y que, en los firmados con posterioridad, 
los compradores queden liberados de sus compromisos pagando un diez por ciento 
al vendedor. Tal decisión no dio satisfacción. Quienes tenían tulipanes, por 
supuesto, no quedaron contentos, y quienes se habían comprometido a comprar se 
sentían maltratados. Tulipanes que habían costado una vez seis mil florines se 
conseguían ahora por quinientos, de modo que la cláusula del diez por ciento 
significaba cien florines más de su valor real. En todos los juzgados del país 
se intentaron acciones para la ruptura de los contratos, pero los juzgados 
rehusaron admitir lo que consideraron cuestiones de juego. 
Al final se 
remitió el asunto al Consejo Provincial de La Haya, esperando confiadamente que 
la sabiduría de tal organismo encontrara alguna medida que restableciera el 
crédito. Se esperó ansiosamente su decisión, pero esta no se producía. Los 
miembros continuaban deliberando semana tras semana, y por fin, tras pensárselo 
tres meses, declararon que no podrían tomar una decisión hasta tener más 
información. Pero aconsejaban que, mientras tanto, cada vendedor, en presencia 
de testigos, ofreciera los tulipanes in natura al comprador por la suma 
convenida previamente. Si este rechazaba comprarlos, podrían ponerse a la venta 
en subasta pública y el comprador original sería responsable de la diferencia 
entre el precio que alcanzara y el estipulado en el contrato. Este fue 
exactamente el plan que recomendaron los diputados, que pronto se vio que no 
servía. No había tribunal en Holanda que obligara al pago. Se planteó la 
cuestión en Amsterdam, pero los jueces unánimemente rechazaron interferir, 
alegando que las deudas de juego no eran deudas legales. 
Así quedó el 
asunto. El gobierno no podía encontrar remedio a la situación. A quienes 
tuvieron la desgracia de almacenar tulipanes en el momento de la repentina caída 
se les dejó rumiar su ruina tan filosóficamente como pudieran; a quienes habían 
logrado ganancias se les dejó que las conservaran; pero el comercio del país 
sufrió un golpe muy duro, del que tardaría muchos años en recuperarse. 
En Inglaterra se imitó, en cierta medida, el ejemplo holandés. En 1636 
se vendían públicamente tulipanes en la Bolsa de Londres y los corredores se 
esforzaron hasta el límite para que llegaran a los precios exagerados que habían 
alcanzado en Amsterdam. También en París los corredores se esforzaron para crear 
una manía del tulipán. En ambas ciudades triunfaron solo parcialmente. Pero la 
fuerza del ejemplo puso muy de moda los tulipanes, que desde entonces se han 
cotizado más que cualquier otra flor entre alguna gente. Los holandeses son 
famosos todavía por su aflicción a ellos y continúan pagando mayores precios que 
nadie. Como los ingleses ricos se jactan de sus caballos de carrera o de sus 
cuadros antiguos, así los holandeses pudientes se vanaglorian de sus tulipanes. 
En la Inglaterra contemporánea, por extraño que parezca, un tulipán 
produce más dinero que un roble. Si se pudiera encontrar uno rara in terris y 
negro como el negro cisne de Juvenal, su precio igualaría el de una docena de 
acres de maíz crecido. En Escocia, hacia el fin del siglo XVII, el precio más 
alto de los tulipanes era de diez guineas, según un autor del suplemento a la 
tercera edición de la Enciclopedia Británica. Este valor parece menguar desde 
entonces hasta 1769, cuando las dos especies más valiosas en Inglaterra eran la 
Don Quevedo y la Valentinier, la primera de los cuales valía dos 
guineas el ejemplar y la segunda dos guineas y media. Estos precios parecen 
haber sido los mínimos. En 1800 un precio corriente era quince guineas por un 
solo bulbo. En 1835, uno de la especie Miss Fanny Kemble se vendió en subasta 
pública en Londres por setenta y cinco libras. Aún más notable fue el precio 
alcanzado por un tulipán propiedad de un jardinero de King’s Road, Chelsea: 
figuraba en sus catálogos ¡por doscientas guineas! 
Así una flor, que es 
sobrepasada en belleza y perfume por las abundantes rosas del jardín, un 
ramillete de las cuales puede comprarse por un penique, se valoraba en una 
cantidad que podría proporcionar comida, vestido y alojamiento a un trabajador 
activo y a su familia ¡durante seis años! Si se hubieran puesto de moda la 
pamplina y la hierba cana, los ricos, sin duda, rivalizarían en adornar sus 
jardines con ellos y en pagar los precios más exagerados por ellos. Al hacerlo 
serían poco más estúpidos que los admiradores de los tulipanes. 
NOTAS 
(1) Al parecer, sobre el tulipán; pocas páginas sobre la manía. 
(N. del t.) 
(2) Last: medida de capacidad o peso variable, pero grande; 
puede valer dos toneladas o casi tres mil litros. (N. del t.) 
(3) Hogshead: 
barrica grande, especialmente las de de 63 a 140 galones, de 238 a 530 litros. 
(N. del t.) 
(4) Tun: otra cuba grande, o una medida de 953 litros. (N. del 
t.)