El detective y Skorzeny
Cuando llegué a Casa Lucio para cenar con Philip Kerr, el escritor escocés
iba ya por la segunda botella de vino (Matarromera) y estaba de lo más
extravertido. Yo tenía muchas ganas de conocer personalmente al creador de ese
magnífico personaje de la novela negra que es el Kommissar Bernie
Gunther, un Philip Marlowe berlinés que trabaja en el enfangado ambiente de la
Alemania de Hitler y se ve forzado a relacionarse con los monstruos del régimen
nazi sin perder su profundo sentido ético de la vida, que ya es hazaña. Kerr, de
52 años, que cenaba con su editora (prudentemente algo a la zaga en las
bebidas), me saludó con efusión y me llenó una copa, y luego otra; y algunas
más. Así que dado que yo no cené, por hacerme el interesante, mi recuerdo del
encuentro es un tanto vago y se me mezcla en la memoria con las investigaciones
de Gunther en los cabarets de Berlín, incluida la escena en la que le cita en
Eldorado el siniestro Rudolf Diels, fundador de la Gestapo, que está
pasando la velada con tres desinhibidas y juguetonas chicas suecas desnudas
(eso, pese a las copas, juraría que en nuestro encuentro, ay, no sucedió). Kerr
lucía tirantes dignos del Kit Kat Club y físicamente tiene algunos puntos de
contacto con su detective, además del sentido del humor, la ironía y, según me
han dicho —¡afortunado mortal!—, el éxito con las mujeres.
Hablamos de
sus novelas de Gunther, cinco, incluyendo la trilogía Berlin Noir, que es
un hito del género policíaco, y me sorprendió no ya el profundo conocimiento que
posee Kerr de la historia y los entresijos del nazismo (comparable al de
Jonathan Littell, pero sin la petulancia del autor de Las benévolas),
sino su absoluto dominio de la topografía y el ambiente de la época. Kerr es un
tipo al que le crees cuando habla de la barra del bar del hotel Adlon, de la
arcada (bautizada muy pertinentemente Paso Trasero) entre la Behrenestrasse y
Unter der Linden en la que se concentraban los chaperos en las postrimerías de
la República de Weimar o del cuarto de baño de Goebbels (foto de Hitler y tinte
de Magda incluidos). Un cuarto de baño, por cierto, en el que Gunther se
introduce subrepticiamente y del que se marcha, como protesta política, sin
tirar de la cadena.
La nueva novela de la serie protagonizada por el
detective, que publicará (como las anteriores) RBA el año que viene, es
sensacional. Se titula A quiet flame y en ella encontramos a Gunther —que
durante la guerra ha sido adscrito a la fuerza a las SS— llegando huido a Buenos
Aires en 1950 en compañía nada menos que de Eichmann (hilarante la escena en que
un descerebrado empleado de aduanas argentino saluda al que fuera personaje
clave en la Solución Final y a la sazón tratandode pasar lógicamente inadvertido
con un estrepitoso «Heil Hitler!»). En su nueva aventura, nuestro detective ha
de resolver un caso de asesinato y secuestro de jovencitas de la colonia germana
que hunde sus raíces en la Alemania de los años treinta y que sugiere que un
psicópata al que Gunther no pudo dar caza entonces, cuando estaba en la Kripo,
se ha trasplantado al Cono Sur mezclado en la parda riada de fugados asesinos de
uniforme. Kerr se ha documentado concienzudamente, en especial con la estupenda
La auténtica Odessa, de Uki Goñi (Paidós), y es una delicia ver aparecer
en escena a Perón y a Evita (Gunther dice que no es su tipo: poco culo). También
salen Mengele y, sobre todo, ¡Otto Skorzeny!
Tengo un interés especial,
y así se lo dije a Kerr entre copa y copa, por el jefe de los comandos de las
SS. No sólo por sus audaces misiones (como el rescate de Mussolini en el Gran
Sasso, el secuestro del hijo de Horthy o el caos que montó en las Ardenas
disfrazando a sus hombres con uniformes del enemigo) y porque practicaba la
esgrima de sable —lucía en la cara las Schmisse, las cicatrices de las
sociedades universitarias vienesas de duelistas—, sino porque mi padre lo
conoció. «¿Tu padre?», dijo Kerr pensando si no habría bebido demasiado.
Reflexioné que podría haber llevado a cenar a papá, que conoció al «hombre más
peligroso de Europa» en Madrid en los años cincuenta (cosas de familia), para
que le contase de primera mano al novelista cómo era Skorzeny y cómo aquel tipo
gigantesco y patibulario, un pedazo de nazi, se remangaba la camisa para enseñar
el grupo sanguíneo tatuado en el brazo, la marca de los SS. Pero el retrato que
hace Kerr en su libro es magnífico: se le aparece Otto a Gunther (¡vaya
encuentro!) al pie de la cama como una corpulenta pesadilla de Fuseli y le
advierte de que no meta la nariz en sus asuntos argentinos. Kerr opina que mucho
de lo que se ha contado de Skorzeny es pura leyenda. No cree que él y Evita
fueran amantes. Discutimos de la relevancia de sus acciones militares y saqué a
colación un libro reciente ¡Rescaten al Duce!, de Greg Annussek
(Starbooks, 2006), que recuerda la ira de los paracaidistas alemanes, esos
grandes profesionales, por el protagonismo a su modo de ver injusto que se
arrogaron Skorzeny y las SS en el rescate de Mussolini.
Por más que me
esfuerzo, no consigo recordar cómo acabamos la noche Kerr, Gunther, Skorzeny y
yo (y la editora y las botellas de Matarromera). Quiero creer que no hicimos
ninguna tontería, pero con esa compañía...
26 de junio de 2008
El hombre que vio llorar a Rommel
Normandía, verano de
1944. Me agaché y entre los altos campos de espigas observé boquiabierto avanzar
a los panzer. Armando cogió un carro Tigre y me lo acercó. Pegué un
respingo. La maqueta del campo de batalla era sensacional: casi cuatro metros
por dos, caseríos, puentes, la vía férrea, la colina 112... tanques Churchill,
Sherman, panzergrenadiers de la 12.ª SS Hitlerjugend emboscados. La que
se iba a liar. Armando, que me había llevado al impresionante garito del club de
wargames Alpha Ares (calle de Min Geribert, en Barcelona, junto a la
plaza de Espanya) con la promesa de que a lo mejor vería a algún jugador
caracterizado de oficial alemán, y Alfonso Cánovas, el legendario miniaturista,
me explicaban los pormenores de la Operación Epson, la partida que preparaban.
Pero yo ya había visto en la maqueta efectivos de la 21.ª Panzer y no podía sino
pensar en la enorme, inmensa casualidad. Porque llevaba días enfrascado de nuevo
en las sensacionales memorias de Von Luck (Panzer Commander, que ahora
publica en castellano Tempus), el oficial que mandaba uno de los regimientos
blindados de esa división y que es uno de los testigos más apasionantes de la II
Guerra Mundial.
El barón Von Luck, con un toque de Jünger, pero sin su
irritante superioridad (no esperen tampoco su prosa), es el hombre que pactó una
pausa para el té con los ingleses de los Royal Dragoons, el 11.º de húsares y el
Long Range Desert Group (LRDG) en las inmensidades de las dunas, el que pilotó
una Cigüeña sobre el oasis de Siwa, el que bailó una vez mientras acompañaba al
piano el mismísimo Rachmáninov y el que un día vio llorar al mariscal Rommel,
que ya es trance.
Hans Ulrich Von Luck und Witten (1911-1997), Von Luck
para los amigos, era miembro de una vieja familia de militares prusianos que
marcaba el paso desde Federico el Grande. Un tipo inteligente, gran profesional
de lo suyo, políglota (hablaba hasta ruso), culto y afable, al menos cuando no
te atacaba con los panzers, Von Luck se apuntó a la caballería, pero le
pasaron enseguida a la Panzerwaffe. Y es que con las tropas mecanizadas era un
as. No es raro porque le había dado clases Rommel. Luchó desde el principio, en
la invasión de Polonia, en la de Francia, en la de Rusia. Dondequiera que había
fregado. En abril de 1942 fue transferido al Afrika Korps y comandó el selecto
tercer batallón de reconocimiento de la 21.ª Panzer Division. En el ataque a las
posiciones de Gazala sufrió una grave herida en un muslo, pero siguió
combatiendo ¡cinco días! a fuerza de inyectarse morfina. Luego le encargaron
proteger el flanco sur del Afrika Korps, pura arena, lo que hizo enfrentándose a
otros duros guerreros como él, los beduinos motorizados del LRDG y los
dragones y húsares mecanizados, con los que hizo el célebre pacto caballeroso de
suspender hostilidades cada día a las 17 horas. Y es que el correoso Von Luck no
era un desollador, sino como su patrón Rommel un partidario del fair play
bélico y la Krieg ohne Hass, la «guerra sin odio» («hacíamos », dice,
«una guerra despiadada pero decente» —curioso matiz—). Tras la contienda trabó
amistad con muchos oficiales aliados a los que había combatido, y con el
historiador de Band of brothers Stephen Ambrose (véase de éste su tan
emocionante El puente Pegasus, Inédita, 2004, en el que sale Von Luck,
que aparece también en Seis ejércitos en Normandía, de Keegan, que edita
ahora mismo Ariel). Además, su novia era de origen judío y a su suegro putativo
lo asesinaron los nazis en el campo de Sachenhausen. Cuando el Afrika Korps se
marchitaba, le enviaron a la desesperada, en traje de faena y aún cubierto de
arena, a ver a Hitler para convencerlo de que se mojara más en el teatro
norteafricano.
Cuando Von Luck se despidió de Rommel en Túnez, al
zorro del desierto (que le hacía confidencias bastante derrotistas) le
saltaron las lágrimas, inesperadas como las de Ahab. Le encontramos luego
librando batallas desesperadas con su Kampfgruppe en Francia, donde un
francotirador le agujereó la gorra (¡la suerte de Luck!). Uno de sus episodios
más aventureros fue cuando obligó a punta de pistola a una batería de antiaéreos
de 88 mm a cañonear tanques para cerrar una brecha en Cagny —«elija: le mato o
gana una medalla», le espetó al reticente oficial de la Luftwaffe a cargo—).
Finalmente, sin dejar de luchar, en 1945 le capturaron los rusos y lo enviaron
al Gulag. Regresó en 1950 y el amargo relato del reencuentro con su novia Dagmar
tras tantos años de sostenerse en el infierno gracias a su recuerdo es
extrañamente conmovedor para salir de la pluma de un soldado tan blindado: «Supe
que todo se había acabado entre nosotros».
Cuenta Von Luck que en 1944,
tras la sangrienta lucha por Kittershoffen, entró en la devastada iglesia, se
sentó al órgano y, excelente intérprete, comenzó a tocar Bach mientras los
habitantes del pueblo se arrodillaban a su alrededor y sus curtidos fusileros
rompían a llorar. Una imagen extraordinaria, la del organista panzer, que
traté de conjurar en la ancha maqueta del club de wargame, entre las
pequeñas ruinas, alaridos minúsculos y ese miedo grande envuelto en acre olor
que impregna, no importa su escala, cualquier campo de batalla.
3 de abril de 2008
Nota de la Redacción: Las crónicas “El detective y Skorzeny “ y “El
hombre que vio llorar a Rommel" corresponden al libro del periodista
Jacinto Antón, Pilotos,
caimanes y otras aventuras extraordinarias (RBA
Libros, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su
gentileza al facilitar la publicación de dichos textos en Ojos de
Papel.