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· Leyendo a Alberti: un poema de Sobre los ángeles (Visitas 1)
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· Félix Ovejero Lucas: “Contra Cromagnon" (Montesinos, 2007) (Visitas 1)
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· Fernando Arrabal, loco del Milenarismo (Visitas 1)
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· Arturo Pérez-Reverte: Un día de cólera (Alfaguara, 2007) (Visitas 1)
· Hacia la gran coalición (Visitas 1)
· Instrucciones para Amanecer (Visitas 1)
· La pureza de intenciones y sus efectos balsámicos (Visitas 2)
· Crítica de la película 4 meses, 3 semanas y 2 días, del director Cristian Mungiu (Visitas 1)
· Lucía Méndez: Duelo de titanes (Espasa, 2008) (Visitas 1)
· Entrevista a Marc Ripol, autor del libro Las rutas del exilio (Alhena Media, 2007) (Visitas 1)
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Christopher Sandford: Bowie. Amando al extraterrestre (T&B Editores, 2008)

Christopher Sandford: Bowie. Amando al extraterrestre (T&B Editores, 2008)

    AUTOR
Christopher Sandford

    BREVE CURRICULUM
Escritor y crítico de música rock desde hace más de veinte años. Colaborador de publicaciones de las dos orillas del Atlántico, es autor de las aclamadas biografías de Eric Clapton, Mick Jagger, Paul McCartney, Roman Polanski, Keith Richards y Bruce Springsteen



David Bowie: The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1972)

David Bowie: The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (1972)

David Bowie en la portada de su álbum Aladdin Sane (1973)

David Bowie en la portada de su álbum Aladdin Sane (1973)

David Bowie:Outside (1995)

David Bowie:Outside (1995)


Tribuna/Tribuna libre
Bowie. Amando al extraterrestre
Por Christopher Sandford, lunes, 2 de febrero de 2009
Desde Ziggy Stardust hasta el hombre del renacimiento de finales de los años noventa, David Bowie sigue siendo uno de los iconos más resonantes del rock. Su obra permanece desafiando, todavía ahora, las convenciones de la música y el arte, y ha influido en la cultura del pop moderno -en el campo de la moda y del estilo tanto como en el de la música-. Después de sobrevivir a una vida de hedonismo toxicómano y sexual a mediados de los años setenta, y a los años de impopularidad crítica que precedieron a la publicación de Outside, Bowie se ha convertido en el epítome del cool maduro. Con contribuciones de parientes, colegas, amantes y de William S. Burroughs -el hombre que fue, según el propio David, «la mayor influencia» de Bowie, y que hasta ahora había permanecido callado-, esta fascinante biografía de Christopher Sanford desciende al subterráneo de los sonidos e imágenes cambiantes para contar una de las historias más apasionantes del rock: la historia de cómo el éxito más fenomenal fue alcanzado en medio del más extraño y desmedido de los excesos.

Verano de 1973

David Bowie había desaparecido. Cuarenta minutos antes de su despedida como Ziggy Stardust, se había perdido entre la multitud de Hammersmith Broadway. Llevaba una camisa de cuadros, unos vaqueros, y con su cara pálida y cerosa parecía uno de esos Bowie Boys adolescentes que posaban esperanzados ante la entrada de artistas. Si alguien hubiera reparado en él, sólo habrían recordado una figura demacrada y huesuda, vestida con ropa vieja y peinada de forma extravagante, que hablaba con una chica de trece años. Nadie reparó en él.

Julie Anne Paull, una fan del East End de Londres, sabía que Bowie empezaba a cansarse de su personalidad Ziggy Stardust y a aburrirse del mundo del rock. Pero aquello no era nada comparado con lo que escuchó en aquel callejón desierto, detrás del Broadway. Bowie se desmoronaba, un estado inducido en parte por su miedo a «volverse loco». Estaba indignado con su representante. Su matrimonio se venía abajo. Habló de sus aventuras homosexuales. Según un miembro de su grupo de entonces:

“Creo que era por la cocaína. La cocaína y sus demonios. Estoy seguro de que había algún poder diabólico en todo aquello. Consumía mucho, por las mañanas se deprimía y por las noches estaba eufórico. Fue entonces cuando estalló la paranoia.”

Cualquiera que fuera la causa, no sería fácil contestar el veredicto de Paull -que Bowie estaba «en el filo de la navaja»-, o que su renuencia a tocar aquella noche había sido, según otra admiradora, «el origen de otra crisis a lo Stephen Fry». Sólo después de una escena lacrimosa y autolacerante aceptó cruzar de nuevo la calle hasta el Odeon, donde un organizador rondaba por las cloacas en compañía del escolta de Bowie, hablando de dónde podía estar éste. La segunda chica recuerda que «David, que parecía tan deprimido, pareció animarse» a la vista de aquéllos. Bowie se dirigió directamente a la parte trasera del teatro, pasó ante un guardia estupefacto, entró en el edificio, subió la escalera de artistas hasta el último piso y salió al balcón que da a la calle. Se quedó mirando a los fans en silencio, durante cinco minutos por lo menos. Un músico que pasó por ahí asegura que tenía lágrimas en los ojos. Cuando Bowie se dio la vuelta para bajar al piso inferior, de golpe se paró en seco, sorprendido por un grito bronco de su manager, «¿Dónde está David?». Según el guitarrista de Bowie, éste contestó exactamente: «Dímelo tú», antes de entregarse a los chillidos fanáticos que salían del camerino.

El espectáculo que vino a continuación fue Bowie en estado puro. En 1973, los medios de producción de la música rock eran más bien horizontales; los juegos de luces parecían sacados de una discoteca de colegio, y el ingeniero de sonido creaba un zumbido verosímilmente desagradable, como de la era Beatles, pero la fascinante mezcla de kabuki y La naranja mecánica que ofreció Bowie aquella noche, cruzada de pegadizos riffs burgueses, fue calificada de «triunfo orgiástico» incluso por el periódico The Times. Cuando a “Watch the Time” siguió “All the Young Dudes”, y luego “Oh! You Pretty Things”, los fans recordaron por qué les había gustado tanto aquella música en primer lugar. Bowie parecía incapaz de componer una canción que no pegara. Y, detalle no menor, su grupo -tres rockeros de bar, de Hull, estrujados en pantalones de grumete y guerreras de manga acampanada- lo acompañaba a la perfección. Mick Ronson era el complemento ideal, sus introducciones a lo Jeff Beck se confundían con los dramáticos golpes de voz de Bowie. El largo solo de “Moonage Daydream”, con sus acordes de quinta, no sonó a alarde, sino a genuino toma y daca. Cuando Bowie volvió del camerino con su mono rojo y verde y sus botas rojas de plataforma, sorprendía comprobar que, en palabras de un colega, «se estaba divirtiendo tanto como Bette Midler». No sabía que, sólo una hora antes, Bowie había estado llorando en el hombro de una adolescente, diciendo que no quería cantar.

Llegó entonces “Space Oddity”, una hábil mezcla de futurismo kitsch y música popular semiacústica. Fue el mejor momento de Bowie, el fundamento de toda su imagen posterior, incluso mientras entraba y salía de Ziggy Stardust. Después de una simplemente melodramática “My Death”, Bowie reapareció vestido con una malla de lana sin hombros, para interpretar “Cracked Actor” y caer al suelo desmayado bajo la guitarra nasalmente eléctrica, cediendo a la misma tentación de efectismo divista que ridiculizaba la canción. El hombre de las paradojas había estado presente desde sus primeros y vacilantes intentos de componer, diez años atrás. Pero la fama había magnificado y consolidado enormemente las peculiaridades de la personalidad de Bowie desde sus primeros tiempos profesionales. Estaba el cantante folk y el Bob Dylan manqué, el enamorado del abrasivamente ruidoso rock de las guitarras. Estaba el bello andrógino, tan «moral como un gato arrabalero bisexual», en palabras de su ex mujer, el hombre que era extrañamente pasivo en la cama. Quería indignar y escandalizar -como cuando se arrodilló ante Ronson, tomó sus muslos entre sus manos y lamió las cuerdas de su guitarra-, pero que en 1995 seguía diciendo que había sido «un chico muy tímido».

Todas estas paradojas estaban presentes en el momento en que Bowie, vestido ahora con un chaleco negro transparente, pantalones de raso negro y un pendiente de diamante del tamaño de una lámpara de techo, atacó una versión de “White Light, White Heat”. En ese momento el grupo abandonó el escenario. Después de pasar un cigarrillo en ronda, a la sombra de la batería, Bowie se volvió a su viejo amigo John Hutchinson, que se había incorporado al grupo en la guitarra de doce cuerdas.

«No empieces el bis todavía», le dijo. «Quiero decir una cosa».

Iluminado por una mancha blanca, Bowie se acercó al micrófono. Con la boca abierta se quedó mirando a la noche lluviosa, a las caras alzadas hacia él, sabiendo, como dijo más tarde, que tenía que establecer contacto «de alma a alma».

«¡Sí!», gritó frente al micrófono.

«Bowie... Bowie», corearon sus fans.

«Todo el mundo», jadeó. «Ésta ha sido... la mejor gira de nuestras vidas... De todos los conciertos de esta gira, éste va a ser el más largo, porque no es sólo el último de la gira... Es él último que vamos a dar».

Y asintió en dirección a Hutchinson, recién despedido en público, ante millares de personas, para que empezara el último número.

Sobre la retirada de Bowie corrieron opiniones y explicaciones diversas. Para algunos fue una estrategia que demostraba una astucia bizantina. Luego se supo que el manager de Bowie tenía sus propios motivos para retirar su producto estrella. Hubo complicadas conversaciones con un sello discográfico y con una editorial. Una agria ruptura de negociaciones preliminares para una gira por estadios de Estados Unidos. Para otros, aquello formó parte de la desintegración general de la personalidad de Bowie. Para Roy Carr, de New Musical Express, Bowie estaba «escurriendo el bulto [...] sacando a pasear su ego [...] Un actor que juega a ser una estrella». Según esta lectura, Bowie se había ido convirtiendo en una caricatura de sí mismo. Los trucos, los golpes escenográficos que le habían ayudado a desmarcarse de un pelotón de cantantes tan talentosos como él mismo, pero mucho menos llamativos, se habían convertido en una maldición. David Bowie el icono había devorado a David Bowie el músico. Ante Julie Anne Paull, que después del concierto se coló con labia entre bastidores, Bowie se quejó de su público -«niños tontos»- y del maltrato que le infligían aquellos que más tarde describió como sus «empleados». Esto exacerbaba y dramatizaba su ya marcada tendencia a ver enemigos por todas partes.

Lo que vino después -furioso, reprimido y psicótico a ratos- demostró en cinco minutos por qué Bowie siempre había puesto tanto cuidado en no perder los estribos: porque le aterraba lo que podía pasar si lo hacía. Cuando Paull salió del camerino, Bowie se derrumbó sobre el tocador y lloró. A continuación sembró el caos. La mesa con la botella de vino y las flores, las paredes, las sillas, la lámpara y las ventanas fueron pateadas y escupidas. En realidad descendió sobre sí mismo, más que sobre seguidores o empleados. Cuando salió del camerino se observó que además de los ojos enrojecidos, tenía arañazos en el cuello y en la cara, y en la mejilla un hematoma del tamaño de una manzana. Esta violencia iluminó la tensión y la volatilidad que marcaban su personalidad, pero esta vez vino seguida de un bandazo que asombró a aquellos que no sabían con cuánta frecuencia se convertía en hielo el fuego de Bowie.

Mientras la prensa musical y la prensa influyente, así como sus propios colegas, empezaban a reflexionar sobre el misterio de la retirada de Bowie, el Café Royal acogió una fiesta de celebración. En algún momento de la noche John Hutchinson se encontró bailando con Nina Van Pallandt. Mientras pasaban ante una mesa de bufé abrumada de lujo, Hutchinson observó que una figura en traje de raso se deslizaba hacia ellos. «David nos miró», cuenta éste, «y dijo: “¿Todo bien?”, y se alejó bailando».
«Con ese gesto supe que todo había terminado».



David Bowie interpreta el tema "Space Oddity" (vídeo colgado en YouTube por drakep)

Invierno de 1995

Veintidós años antes, David Bowie había dicho que no volvería a salir de gira. Punto y final.

Bowie y sus teloneros, Nine Inch Nails, han aceptado la suerte del programa doble. Esta estrategia es acaso más lógica para ellos que para su público: algunos de traje y corbata, otros que siguen la trayectoria de NIN a través de una sucesión de camisetas desgarradas. Los dos campos se mezclan precariamente en el tanque helado del Tacoma Dome. El público de más edad, compuesto de hombres y mujeres de cuarenta y tantos, permanecen sentados, ceñidos, tiritando, sujetando sus gemelos de teatro. A media distancia una multitud baila hasta el aturdimiento, invadiendo el escenario. Cuando se van sus ídolos, varios miles de fans de NIN se dirigen hacia la salida también. Una ovación respetuosa saluda a la figura esbelta y pálida que salta al escenario sin ser anunciada.

A primera vista parece milagrosamente intacto. Bowie ha ido perdiendo peso conforme se acercaba a la cincuentena. Ahora, flaco como un junco, con las mejillas hundidas, la explosión de pelo erizado y la ropa de faena holgada, tiene un aspecto fantasmagórico, desorientado y severo. Lleva un fino crucifijo de plata y una alianza de boda. Las dos uñas centrales de la mano izquierda pintadas de negro. La decoración del escenario es mínima: una sala con el suelo despejado, maniquíes colgando y persianas rotas, iluminada por luces klieg, como la idea de Hollywood de una buhardilla de artista. Hay un letrero iluminado que dice: extraño ruido de mano. Más tarde, en el escenario, Bowie cantará sentado, desmadejado sobre una mesa de cocina, iluminado desde arriba por haces de humo.

El primer número, interpretado a todo trapo, es “Scary Monsters (and Super Creeps)”. La canción, bronca en el mejor sentido, acaba con este críptico anuncio de Bowie:?«No digáis nunca, nunca la verdad», y las palabras temidas: «Ahora una del último álbum». La hora siguiente viene a ser un recital de Outside. Entre el laberinto de guitarras neumáticas, baterías atronadoras y letras sobre un asesinato ritual artístico fin de siècle, canciones pop pugnan por aflorar. Cuando Bowie acomete el “Andy Warhol” de veinticinco años antes, sobre las filas superiores cunde una sensación de alivio, de liberación de la salva furiosa de historias de asesinatos y desmembramientos: esta canción se puede tararear. Bowie canta como avergonzado, en un arisco acento cockney, y recibe la ovación de los fans con un irónico «Bah».

¿Puede ser éste el hombre que una vez cantó enfundado en un vestido? Una de las virtudes de Bowie ha sido la distancia que recorre su música hacia el pasado y hacia el futuro, enlazando folk con grunge, la década de los cincuenta con la de los noventa. Ahora ese vínculo parece haberse quebrado. Aparte de “Warhol”, su repertorio es infaltablemente moderno. Ese sonido despojado, esos cortes desconocidos son recibidos con vagos ceños frucidos. El propio Bowie tiene que consultar en una hoja la letra de una canción. En “The Man Who Sold the World” se rebaja a imitar a sus imitadores, versionando la canción que Nirvana entregó a sus propios fans en Unplugged. Luego viene “Thru’ These Architects Eyes”, otra dosis de melodrama melancólico, que el grupo baña en una atmósfera depresiva que ni la atronadora “Night Flights” es capaz de despejar. Bowie toca para sí mismo, no para los espectadores. La parquedad del aplauso lo envalentona, como suele. Su intransigencia aflora bajo presión. Según empieza una nueva descarga, Bowie, más que ignorar su pasado, parece empeñado en asesinarlo. En el sólido muro del art-noise sobrevive un solo ladrillo de la noche olvidada de Hammersmith: el pianista de Bowie de toda la vida, Mike Garson, con aspecto vagamente desconcertado, su camisa protuberante y su sombrero negro, sonando exactamente igual que en los tiempos de Aladdin Sane.

Las tres canciones que siguen no necesitan presentación. Bowie canta un “Under Pressure” que te agarra por las entrañas, recorriendo el escenario a zancadas, como un animal enjaulado, luego “Jump They Say” y “Look Back in Anger”. La última media hora es una áspera mezcla de clásicos de mitad de carrera. Bowie habrá renegado de los éxitos comerciales de la época Let’s Dance, pero éstas son canciones que comparten las virtudes del álbum: la guitarra gruesa y ondulante, los riffs vertiginosos, el ruido, la energía y los esquinados versos libres, envolviendo coros bailables. En la última canción Bowie se columpia adelante y atrás, una curiosa forma de balancearse sobre la parte anterior de las plantas de los pies. En el último compás lanza los brazos al aire y adopta una pose a lo Ziggy Stardust. Hace una reverencia extravagante. El rock ha producido no pocas ironías, pero ninguna tan curiosa como ésta: un millonario de cuarenta y ocho años, de un barrio residencial de Londres, vestido como un mecánico, suspendido bajo un enorme pergamino verde y amarillo, estruendosamente aplaudido por cantar canciones sobre mutilaciones.

Bowie, vestido como un boxeador, desaparece escaleras abajo, en dirección a su remolque. Un ayudante de proporciones descomunales, cuya chaqueta se abulta significativamente debajo de la axila, le entrega un cigarrillo encendido y un vaso de vino. Según una de las leyendas de Ziggy Stardust, Bowie quería intimidad absoluta cuando descansaba en el backstage, y muchos eran los rumores que corrían en torno a la puerta de su camerino. Algunos vips nerviosos, pálidos como Nosferatus, son empujados a una zona de espera a través de la puerta del complejo. «¿Quién es Kingsley Amis?», pregunta un hombre de aspecto afeminado, mirando un periódico empapado por la lluvia. «Sea quien sea, se ha muerto». Al cabo de veinte minutos de paciencia monumental, observando con aire indiferente cómo se arrancan los carteles de Outside que están clavados en las paredes, los vips son recompensados con un movimiento en la puerta del remolque. Dos ayudantes bajan la escalerilla. Detrás de ellos aparece Bowie. Mirando de cerca se ven, otra vez, los dientes de lobo y la sustancia que compone su ojo izquierdo. Con su espeso rímel y su piel lechosa es idéntico a un animal, esa mascota favorita que su familia no puede ver sin recordar el parecido con un oso panda. Bowie lleva unos vaqueros que flotan en torno a una cintura que no existe y una chaqueta de cuero negro que parece engullirlo. Habla en un tono muy distinto del que utiliza en el escenario.

«Lo siento», dice, tapando una tos con la mano.

«David... Qué bien has estado, de verdad. Ha estado genial».

«Gracias».

«Nos ha encantado».

«Bah».

«Oye, David, en algunas de tus canciones hay un toque literario».

«Sí, claro. Me alegro de que lo hayas notado. Es verdad».

«Como a lo William Burroughs».

«Como ese otro escritor, más bien», dice alguien. «Amis, digo».

Una pausa decididamente incómoda.

«Amis, ¿eh?».

«El de “Lord Jim”».

«Muchas gracias», dice Bowie, «por venir a ver a un musicastro como yo una noche lluviosa de martes. Dios». Baja la voz hasta el susurro. «”Lord Jim”». Como a una señal, los ojos de uno de los encargados, cercados de gafas negras, se giran hacia una hilera de luces que brillan bajo la lluvia. «Si me permitís, creo que hay un coche esperando».

Pronóstico correcto. Con un gesto de la mano, Bowie se deja caer en una limusina con aspecto de barco, que se hace a un mar de polvo y espuma. La placa de la matrícula dice solamente: choice one [elección una].



David Bowie interpreta en vivo "Outside" el 14 de septiembre de 1995 en Hartfford, EEUU (vídeo colgado en YouTube por TeenageWildlife)


Nota de la Redacción: Este texto corresponde al libro de Christopher Sandford, Bowie. Amando al extraterrestre (T&B Editores, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a T&B Editores por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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