David Bowie había desaparecido
. Cuarenta minutos antes de su
despedida como Ziggy Stardust, se había perdido entre la multitud de Hammersmith
Broadway. Llevaba una camisa de cuadros, unos vaqueros, y con su cara pálida y
cerosa parecía uno de esos Bowie Boys adolescentes que posaban esperanzados ante
la entrada de artistas. Si alguien hubiera reparado en él, sólo habrían
recordado una figura demacrada y huesuda, vestida con ropa vieja y peinada de
forma extravagante, que hablaba con una chica de trece años. Nadie reparó en él.
Julie Anne Paull, una fan del East End de Londres, sabía que Bowie
empezaba a cansarse de su personalidad Ziggy Stardust y a aburrirse del mundo
del rock. Pero aquello no era nada comparado con lo que escuchó en aquel
callejón desierto, detrás del Broadway. Bowie se desmoronaba, un estado inducido
en parte por su miedo a «volverse loco». Estaba indignado con su representante.
Su matrimonio se venía abajo. Habló de sus aventuras homosexuales. Según un
miembro de su grupo de entonces:
“Creo que era por la cocaína. La
cocaína y sus demonios. Estoy seguro de que había algún poder diabólico en todo
aquello. Consumía mucho, por las mañanas se deprimía y por las noches estaba
eufórico. Fue entonces cuando estalló la paranoia.”
Cualquiera que fuera
la causa, no sería fácil contestar el veredicto de Paull -que Bowie estaba «en
el filo de la navaja»-, o que su renuencia a tocar aquella noche había sido,
según otra admiradora, «el origen de otra crisis a lo Stephen Fry». Sólo después
de una escena lacrimosa y autolacerante aceptó cruzar de nuevo la calle hasta el
Odeon, donde un organizador rondaba por las cloacas en compañía del escolta de
Bowie, hablando de dónde podía estar éste. La segunda chica recuerda que «David,
que parecía tan deprimido, pareció animarse» a la vista de aquéllos. Bowie se
dirigió directamente a la parte trasera del teatro, pasó ante un guardia
estupefacto, entró en el edificio, subió la escalera de artistas hasta el último
piso y salió al balcón que da a la calle. Se quedó mirando a los fans en
silencio, durante cinco minutos por lo menos. Un músico que pasó por ahí asegura
que tenía lágrimas en los ojos. Cuando Bowie se dio la vuelta para bajar al piso
inferior, de golpe se paró en seco, sorprendido por un grito bronco de su
manager, «¿Dónde está David?». Según el guitarrista de Bowie, éste contestó
exactamente: «Dímelo tú», antes de entregarse a los chillidos fanáticos que
salían del camerino.
El espectáculo que vino a continuación fue Bowie en
estado puro. En 1973, los medios de producción de la música rock eran más bien
horizontales; los juegos de luces parecían sacados de una discoteca de colegio,
y el ingeniero de sonido creaba un zumbido verosímilmente desagradable, como de
la era Beatles, pero la fascinante mezcla de kabuki y
La naranja mecánica
que ofreció Bowie aquella noche, cruzada de pegadizos
riffs burgueses,
fue calificada de «triunfo orgiástico» incluso por el periódico
The
Times. Cuando a “Watch the Time” siguió “All the Young Dudes”, y luego “Oh!
You Pretty Things”, los fans recordaron por qué les había gustado tanto aquella
música en primer lugar. Bowie parecía incapaz de componer una canción que no
pegara. Y, detalle no menor, su grupo -tres rockeros de bar, de Hull, estrujados
en pantalones de grumete y guerreras de manga acampanada- lo acompañaba a la
perfección. Mick Ronson era el complemento ideal, sus introducciones a lo Jeff
Beck se confundían con los dramáticos golpes de voz de Bowie. El largo solo de
“Moonage Daydream”, con sus acordes de quinta, no sonó a alarde, sino a genuino
toma y daca. Cuando Bowie volvió del camerino con su mono rojo y verde y sus
botas rojas de plataforma, sorprendía comprobar que, en palabras de un colega,
«se estaba divirtiendo tanto como Bette Midler». No sabía que, sólo una hora
antes, Bowie había estado llorando en el hombro de una adolescente, diciendo que
no quería cantar.
Llegó entonces “Space Oddity”, una hábil mezcla de
futurismo kitsch y música popular semiacústica. Fue el mejor momento de Bowie,
el fundamento de toda su imagen posterior, incluso mientras entraba y salía de
Ziggy Stardust. Después de una simplemente melodramática “My Death”, Bowie
reapareció vestido con una malla de lana sin hombros, para interpretar “Cracked
Actor” y caer al suelo desmayado bajo la guitarra nasalmente eléctrica, cediendo
a la misma tentación de efectismo divista que ridiculizaba la canción. El hombre
de las paradojas había estado presente desde sus primeros y vacilantes intentos
de componer, diez años atrás. Pero la fama había magnificado y consolidado
enormemente las peculiaridades de la personalidad de Bowie desde sus primeros
tiempos profesionales. Estaba el cantante folk y el Bob Dylan manqué, el
enamorado del abrasivamente ruidoso rock de las guitarras. Estaba el bello
andrógino, tan «moral como un gato arrabalero bisexual», en palabras de su ex
mujer, el hombre que era extrañamente pasivo en la cama. Quería indignar y
escandalizar -como cuando se arrodilló ante Ronson, tomó sus muslos entre sus
manos y lamió las cuerdas de su guitarra-, pero que en 1995 seguía diciendo que
había sido «un chico muy tímido».
Todas estas paradojas estaban
presentes en el momento en que Bowie, vestido ahora con un chaleco negro
transparente, pantalones de raso negro y un pendiente de diamante del tamaño de
una lámpara de techo, atacó una versión de “White Light, White Heat”. En ese
momento el grupo abandonó el escenario. Después de pasar un cigarrillo en ronda,
a la sombra de la batería, Bowie se volvió a su viejo amigo John Hutchinson, que
se había incorporado al grupo en la guitarra de doce cuerdas.
«No
empieces el bis todavía», le dijo. «Quiero decir una cosa».
Iluminado
por una mancha blanca, Bowie se acercó al micrófono. Con la boca abierta se
quedó mirando a la noche lluviosa, a las caras alzadas hacia él, sabiendo, como
dijo más tarde, que tenía que establecer contacto «de alma a alma».
«¡Sí!», gritó frente al micrófono.
«Bowie... Bowie», corearon
sus fans.
«Todo el mundo», jadeó. «Ésta ha sido... la mejor gira de
nuestras vidas... De todos los conciertos de esta gira, éste va a ser el más
largo, porque no es sólo el último de la gira... Es él último que vamos a dar».
Y asintió en dirección a Hutchinson, recién despedido en público, ante
millares de personas, para que empezara el último número.
Sobre la
retirada de Bowie corrieron opiniones y explicaciones diversas. Para algunos fue
una estrategia que demostraba una astucia bizantina. Luego se supo que el
manager de Bowie tenía sus propios motivos para retirar su producto estrella.
Hubo complicadas conversaciones con un sello discográfico y con una editorial.
Una agria ruptura de negociaciones preliminares para una gira por estadios de
Estados Unidos. Para otros, aquello formó parte de la desintegración general de
la personalidad de Bowie. Para Roy Carr, de
New Musical Express, Bowie
estaba «escurriendo el bulto [...] sacando a pasear su ego [...] Un actor que
juega a ser una estrella». Según esta lectura, Bowie se había ido convirtiendo
en una caricatura de sí mismo. Los trucos, los golpes escenográficos que le
habían ayudado a desmarcarse de un pelotón de cantantes tan talentosos como él
mismo, pero mucho menos llamativos, se habían convertido en una maldición. David
Bowie el icono había devorado a David Bowie el músico. Ante Julie Anne Paull,
que después del concierto se coló con labia entre bastidores, Bowie se quejó de
su público -«niños tontos»- y del maltrato que le infligían aquellos que más
tarde describió como sus «empleados». Esto exacerbaba y dramatizaba su ya
marcada tendencia a ver enemigos por todas partes.
Lo que vino después
-furioso, reprimido y psicótico a ratos- demostró en cinco minutos por qué Bowie
siempre había puesto tanto cuidado en no perder los estribos: porque le aterraba
lo que podía pasar si lo hacía. Cuando Paull salió del camerino, Bowie se
derrumbó sobre el tocador y lloró. A continuación sembró el caos. La mesa con la
botella de vino y las flores, las paredes, las sillas, la lámpara y las ventanas
fueron pateadas y escupidas. En realidad descendió sobre sí mismo, más que sobre
seguidores o empleados. Cuando salió del camerino se observó que además de los
ojos enrojecidos, tenía arañazos en el cuello y en la cara, y en la mejilla un
hematoma del tamaño de una manzana. Esta violencia iluminó la tensión y la
volatilidad que marcaban su personalidad, pero esta vez vino seguida de un
bandazo que asombró a aquellos que no sabían con cuánta frecuencia se convertía
en hielo el fuego de Bowie.
Mientras la prensa musical y la prensa
influyente, así como sus propios colegas, empezaban a reflexionar sobre el
misterio de la retirada de Bowie, el Café Royal acogió una fiesta de
celebración. En algún momento de la noche John Hutchinson se encontró bailando
con Nina Van Pallandt. Mientras pasaban ante una mesa de bufé abrumada de lujo,
Hutchinson observó que una figura en traje de raso se deslizaba hacia ellos.
«David nos miró», cuenta éste, «y dijo: “¿Todo bien?”, y se alejó bailando».
«Con ese gesto supe que todo había terminado».
David Bowie interpreta el tema "Space Oddity" (vídeo
colgado en YouTube por drakep)Invierno de
1995
Veintidós años antes, David Bowie había dicho que no
volvería a salir de gira. Punto y final.
Bowie y sus teloneros, Nine
Inch Nails, han aceptado la suerte del programa doble. Esta estrategia es acaso
más lógica para ellos que para su público: algunos de traje y corbata, otros que
siguen la trayectoria de NIN a través de una sucesión de camisetas desgarradas.
Los dos campos se mezclan precariamente en el tanque helado del Tacoma Dome. El
público de más edad, compuesto de hombres y mujeres de cuarenta y tantos,
permanecen sentados, ceñidos, tiritando, sujetando sus gemelos de teatro. A
media distancia una multitud baila hasta el aturdimiento, invadiendo el
escenario. Cuando se van sus ídolos, varios miles de fans de NIN se dirigen
hacia la salida también. Una ovación respetuosa saluda a la figura esbelta y
pálida que salta al escenario sin ser anunciada.
A primera vista parece
milagrosamente intacto. Bowie ha ido perdiendo peso conforme se acercaba a la
cincuentena. Ahora, flaco como un junco, con las mejillas hundidas, la explosión
de pelo erizado y la ropa de faena holgada, tiene un aspecto fantasmagórico,
desorientado y severo. Lleva un fino crucifijo de plata y una alianza de boda.
Las dos uñas centrales de la mano izquierda pintadas de negro. La decoración del
escenario es mínima: una sala con el suelo despejado, maniquíes colgando y
persianas rotas, iluminada por luces
klieg, como la idea de Hollywood de
una buhardilla de artista. Hay un letrero iluminado que dice: extraño ruido de
mano. Más tarde, en el escenario, Bowie cantará sentado, desmadejado sobre una
mesa de cocina, iluminado desde arriba por haces de humo.
El primer
número, interpretado a todo trapo, es “Scary Monsters (and Super Creeps)”. La
canción, bronca en el mejor sentido, acaba con este críptico anuncio de
Bowie:?«No digáis nunca, nunca la verdad», y las palabras temidas: «Ahora una
del último álbum». La hora siguiente viene a ser un recital de
Outside.
Entre el laberinto de guitarras neumáticas, baterías atronadoras y letras sobre
un asesinato ritual artístico
fin de siècle, canciones pop pugnan por
aflorar. Cuando Bowie acomete el “Andy Warhol” de veinticinco años antes, sobre
las filas superiores cunde una sensación de alivio, de liberación de la salva
furiosa de historias de asesinatos y desmembramientos: esta canción se puede
tararear. Bowie canta como avergonzado, en un arisco acento
cockney, y
recibe la ovación de los fans con un irónico «Bah».
¿Puede ser éste el
hombre que una vez cantó enfundado en un vestido? Una de las virtudes de Bowie
ha sido la distancia que recorre su música hacia el pasado y hacia el futuro,
enlazando folk con grunge, la década de los cincuenta con la de los noventa.
Ahora ese vínculo parece haberse quebrado. Aparte de “Warhol”, su repertorio es
infaltablemente moderno. Ese sonido despojado, esos cortes desconocidos son
recibidos con vagos ceños frucidos. El propio Bowie tiene que consultar en una
hoja la letra de una canción. En “The Man Who Sold the World” se rebaja a imitar
a sus imitadores, versionando la canción que Nirvana entregó a sus propios fans
en
Unplugged. Luego viene “Thru’ These Architects Eyes”, otra dosis de
melodrama melancólico, que el grupo baña en una atmósfera depresiva que ni la
atronadora “Night Flights” es capaz de despejar. Bowie toca para sí mismo, no
para los espectadores. La parquedad del aplauso lo envalentona, como suele. Su
intransigencia aflora bajo presión. Según empieza una nueva descarga, Bowie, más
que ignorar su pasado, parece empeñado en asesinarlo. En el sólido muro del
art-noise sobrevive un solo ladrillo de la noche olvidada de Hammersmith:
el pianista de Bowie de toda la vida, Mike Garson, con aspecto vagamente
desconcertado, su camisa protuberante y su sombrero negro, sonando exactamente
igual que en los tiempos de
Aladdin Sane.
Las tres canciones que
siguen no necesitan presentación. Bowie canta un “Under Pressure” que te agarra
por las entrañas, recorriendo el escenario a zancadas, como un animal enjaulado,
luego “Jump They Say” y “Look Back in Anger”. La última media hora es una áspera
mezcla de clásicos de mitad de carrera. Bowie habrá renegado de los éxitos
comerciales de la época
Let’s Dance, pero éstas son canciones que
comparten las virtudes del álbum: la guitarra gruesa y ondulante, los
riffs vertiginosos, el ruido, la energía y los esquinados versos libres,
envolviendo coros bailables. En la última canción Bowie se columpia adelante y
atrás, una curiosa forma de balancearse sobre la parte anterior de las plantas
de los pies. En el último compás lanza los brazos al aire y adopta una pose a lo
Ziggy Stardust. Hace una reverencia extravagante. El rock ha producido no pocas
ironías, pero ninguna tan curiosa como ésta: un millonario de cuarenta y ocho
años, de un barrio residencial de Londres, vestido como un mecánico, suspendido
bajo un enorme pergamino verde y amarillo, estruendosamente aplaudido por cantar
canciones sobre mutilaciones.
Bowie, vestido como un boxeador,
desaparece escaleras abajo, en dirección a su remolque. Un ayudante de
proporciones descomunales, cuya chaqueta se abulta significativamente debajo de
la axila, le entrega un cigarrillo encendido y un vaso de vino. Según una de las
leyendas de Ziggy Stardust, Bowie quería intimidad absoluta cuando descansaba en
el
backstage, y muchos eran los rumores que corrían en torno a la puerta
de su camerino. Algunos
vips nerviosos, pálidos como Nosferatus, son
empujados a una zona de espera a través de la puerta del complejo. «¿Quién es
Kingsley Amis?», pregunta un hombre de aspecto afeminado, mirando un periódico
empapado por la lluvia. «Sea quien sea, se ha muerto». Al cabo de veinte minutos
de paciencia monumental, observando con aire indiferente cómo se arrancan los
carteles de
Outside que están clavados en las paredes, los vips son
recompensados con un movimiento en la puerta del remolque. Dos ayudantes bajan
la escalerilla. Detrás de ellos aparece Bowie. Mirando de cerca se ven, otra
vez, los dientes de lobo y la sustancia que compone su ojo izquierdo. Con su
espeso rímel y su piel lechosa es idéntico a un animal, esa mascota favorita que
su familia no puede ver sin recordar el parecido con un oso panda. Bowie lleva
unos vaqueros que flotan en torno a una cintura que no existe y una chaqueta de
cuero negro que parece engullirlo. Habla en un tono muy distinto del que utiliza
en el escenario.
«Lo siento», dice, tapando una tos con la mano.
«David... Qué bien has estado, de verdad. Ha estado genial».
«Gracias».
«Nos ha encantado».
«Bah».
«Oye,
David, en algunas de tus canciones hay un toque literario».
«Sí, claro.
Me alegro de que lo hayas notado. Es verdad».
«Como a lo William
Burroughs».
«Como ese otro escritor, más bien», dice alguien. «Amis,
digo».
Una pausa decididamente incómoda.
«Amis, ¿eh?».
«El de “Lord Jim”».
«Muchas gracias», dice Bowie, «por venir a
ver a un musicastro como yo una noche lluviosa de martes. Dios». Baja la voz
hasta el susurro. «”Lord Jim”». Como a una señal, los ojos de uno de los
encargados, cercados de gafas negras, se giran hacia una hilera de luces que
brillan bajo la lluvia. «Si me permitís, creo que hay un coche esperando».
Pronóstico correcto. Con un gesto de la mano, Bowie se deja caer en una
limusina con aspecto de barco, que se hace a un mar de polvo y espuma. La placa
de la matrícula dice solamente:
choice one [elección una].
David Bowie interpreta en vivo "Outside" el
14 de septiembre de 1995 en Hartfford, EEUU (vídeo colgado en
YouTube por TeenageWildlife)