EL REPUBLICANISMO ESPAÑOL, UN PROYECTO CENTENARIO
El propósito de este
ensayo podría formularse de manera sucinta. Con El otoño de un ideal el
autor trata de explicar cómo languidece, en el exilio posterior a 1939 y tras la
derrota en una brutal guerra civil, el patrimonio de ideas, valores y
tradiciones organizativas del republicanismo histórico español. Procuraremos, en
otras palabras, acercarnos al modo en el que una cultura y un proyecto como el
republicano, en el cual y durante cerca de una centuria habían depositado sus
expectativas amplios sectores de la sociedad española, dejó de ser, en la
segunda mitad del siglo XX, un referente operativo. Dejó de ser útil, en
Argentina o en México, en Francia o en los Estados Unidos, en el doble terreno
en el que antes lo había sido en España. A saber, facilitando materiales
culturales a los insatisfechos para con el estado de cosas vigente; ideas y
valores que podían usarse para la movilización política en el interior de la
nación. Más allá de los combates cotidianos en los que se encontraban inmersos
los individuos, el republicanismo operó como un horizonte de esperanza, como una
utopía posible para los colectivos humanos que participaban en la creencia en el
progreso y en su corolario final, la felicidad humana. Sectores que, en
cualquier caso, desbordaban los siempre estrechos límites de la militancia en
uno de los muchos partidos o asociaciones que se adjetivaban como republicanas.
También intentaremos reflexionar, desde la perspectiva del historiador y a la
luz del crepúsculo ya anunciado, a propósito de los fenómenos recientes que
están teniendo lugar en nuestro país en el sentido de reivindicar y recuperar
ese legado, el republicano y el de la República.
El árbol de
la libertad en tierra española
Es, la de este libro, una
historia triste. Si logro mi propósito, los lectores de estas páginas se
encontrarán ante el relato de la lenta agonía de una generación de españoles y,
con ellos, frente a la pérdida de una pretensión de ciudadanía. El otoño del
republicanismo es algo muy parecido a la muerte de un ideal cívico, liberal en
sus orígenes y democrático en buena parte de sus expresiones; que no en todas.
De un ideal que, a pesar de las múltiples influencias foráneas que llegó a
absorber a lo largo de su dilatada trayectoria, nunca dejó de ser esencialmente
español (1). Una empresa republicana y patriótica que, en los diversos países de
América y de Europa en los que se ve desterrada tras 1939, se encuentra privado
del líquido elemento y del sustrato geológico que le había dado vida y que le
había permitido sobrevivir a los embates, a menudo penosos, de las coyunturas y
del acontecer político.
El republicanismo español, haciendo uso de una
metáfora botánica de aroma netamente jacobino y revolucionario, sería como un
árbol cuyas simientes habrían sido lanzadas sobre la tierra de España en los
primeros tiempos de la revolución liberal. Esa semilla habría germinado con los
años. Los combates políticos la habían hecho crecer; el brote inicial se
convirtió pronto en un tronco robusto. Las heladas y las sequías, en forma de
represiones, clandestinidades, exilios y condenas a prisión, parecían, en no
pocas ocasiones, marchitarlo. Pero lo cierto es que con la llegada del buen
tiempo, y revelando tener unas sólidas raíces, el árbol rebrotaba e incluso daba
nuevas ramas. Las raíces eran consistentes, arrancaban de cada municipio, de
cada localidad o de cada barrio dotado de un centro, un ateneo o un periódico
democrático; en ocasiones se guarecían en las logias masónicas, en las
sociedades librepensadoras y en las tertulias anticlericales. La arboleda
republicana, en su conjunto, estaba bien adaptada al régimen de lluvias, a la
composición química del suelo, al cierzo y a la tramontana,… El árbol de la
libertad republicana formaba parte del ecosistema político, social y cultural de
este país. Nacía y se nutría de las experiencias vecinales y laborales; de las
prácticas de poder, de sumisión y de revuelta. Era inseparable de las
manifestaciones más variadas de relación social. Ello fue siempre así hasta
1939. El franquismo, en efecto, arrancó de raíz dicho árbol. Lo expulsó, parecía
que para siempre, del solar hispano. Un número significativo de españoles
procuró mantenerlo vivo en otras tierras, aunque fuese en los invernaderos que,
adoptando la apariencia de centros, periódicos, editoriales e instituciones
varias, se crearon en Toulouse o en Buenos Aires, en México o en París, en Nueva
York o en Argel. Lo cierto es que el árbol, el histórico al que me estoy
refiriendo, apenas consiguió sobrevivir y dar nuevos frutos en esas tierras
lejanas.
Dejémonos ya de metáforas arbóreas, y aclaremos de modo
concluyente que el autor de estas líneas entiende que el republicanismo
histórico se extingue en el exilio de 1939, y que la reaparición, en la España
de nuestros días, de banderas y símbolos, palabras y consignas de color
republicano guarda escasos vínculos con lo que fue la trayectoria de los
republicanismos hispánicos anteriores a las largas décadas de la Dictadura
franquista. Es, qué duda cabe, una opinión. La intentaremos argumentar en las
últimas páginas de este volumen. Nuestra propuesta parte de la premisa según la
cual, desde mediados del siglo XIX y hasta los años 1930, la cultura política
republicana fue un instrumento fundamental para la acción colectiva y para la
plasmación de afinidades entre amplios segmentos de los sectores sociales
populares y de las clases medias, profesionales o no, de este país. El mito de
la República, las más de las veces federal y en ocasiones unitaria y
descentralizadora, fue, al mismo tiempo un mecanismo de contestación a lo
existente y un plan, difuso e impreciso en la mayoría de sus expresiones, de
futuro. Como todo mito, el de la República, así como el de la Federal, fueron,
en tanto que proyectos, paraísos perpetuamente aplazados. Es ese aplazamiento,
en ocasiones, motivo de angustia: “Sin ver su ideal realizado, muere el federal
honrado”, aseguraba una aleluya de 1872 (2). Pero también, como todo mito
proyectivo, es un sedante que da pábulo a la esperanza y amortigua los dolores
del tiempo presente. Es, en definitiva, lo que permite al padre ilusionar a la
progenie con un recurrente “Hijo, ¡tú la verás!”. La tierra de promisión, ya que
no al alcance de uno mismo, siempre lo estará al de las futuras
generaciones.
El republicanismo, en tanto que ideal, facilitó un complejo
y variado repertorio de recursos, filosóficos y ornamentales, ideológicos y
rituales, de lecturas del pasado y de horizontes para el porvenir, de metáforas
que sedujeron la imaginación de un gran número de trabajadores y pequeños
empresarios, artesanos y comerciantes, campesinos y obreros, abogados y
periodistas, maestros de escuela y catedráticos de universidad. La gama de
adhesiones, como, alternativamente, la de los recelos que suscitaba el vocablo
República, no pudo ser más variada. Ya desde los años veinte y treinta del siglo
XIX, en los círculos exaltados, comuneros y carbonarios -que así se llamaban las
sociedades secretas y quienes participaban en ellas-, los elementos
profesionales e intelectuales procuraron, según sus censores, estimular y dar
cabida a la participación política de “la clase más infame de la sociedad”. Esas
voces críticas entendían por lo más ruin no otra cosa que “un albañil, un
zapatero, un tripero, un carnicero, un relojero,…” (3). Es decir, gente de
oficio, menestrales y artesanos. Esos habrían sido los asistentes a una reunión
de exaltados en la Zaragoza del abril de 1822. Ese sería, en sus rasgos más
esenciales y de superior duración, un componente importante, central me
atrevería a asegurar, de la sociología del posterior movimiento republicano.
Fue, el republicano, un ideal interclasista, mesocrático y, al mismo tiempo,
sobre todo en sus escasos momentos triunfantes, de nítidos perfiles plebeyos,
que consiguió resistir, mientras operó en España y aunque de forma sincopada, al
desgaste de los años y de los fracasos.
Para completar esta primera y
rápida aproximación, el lector deberá tener presente que el republicanismo nació
y vivió en los límites, o directamente fuera, del sistema político creado con la
revolución liberal. Los republicanos, presentándose a ellos mismo como herederos
consecuentes de los diputados de Cádiz, reclamándose legatarios de los
principios avanzados en la Constitución de 1812, procurando culminar esa tarea
inconclusa de la creación de una Nación de ciudadanos, tendrán, de hecho, una
muy débil o nula participación legal en las estructuras centrales del Estado a
lo largo del tiempo. Otra cosa será en algunos Ayuntamientos o incluso en
ciertas Diputaciones. Se sienten la médula de la política española, pero no lo
son. En absoluto. Pudiera decirse, con un punto de exageración dada su presencia
en los gobiernos locales y provinciales, que vivieron a la intemperie. Por lo
demás, serán distinguidos por parte de los observadores externos, y veces por
sus propios militantes, por su capacidad para jugar, de manera preferente cuando
no exclusiva, en el terreno de los principios abstractos, mediante el retruécano
y la fórmula sentenciosa. Finalmente, y cada vez con mayor intensidad, serán
estigmatizados por su incompetencia, por su querencia por el caos y el desorden,
y por su impotencia para llevar a la práctica sus presupuestos teóricos y sus
visiones del mundo. No deja de resultar sorprendente, releer en un artículo
escrito por Álvaro de Albornoz, un conspicuo representante del radical
socialismo de principios de siglo XX, ministro de la Segunda República y jefe de
su Gobierno en el exilio, una diagnosis crítica en línea con lo que acabamos de
comentar. Allá por el año 1916 y en referencia al republicanismo posterior a la
experiencia de la Primera República, tras algunas consideraciones que dejan
clara la incompetencia de los liderazgos, Albornoz ponía en cuestión algo más.
Decía, desde las páginas de España, “En irreductible oposición con las masas,
[Emilio] Castelar; jefe de una escuela social más bien que político, [Francisco]
Pi [y Margall]; e indeciso y vacilante [Nicolás] Salmerón entre los estímulos de
una conciencia y las solicitudes de la calle, puede decirse que toda la
actuación republicana durante treinta años es progresismo puro. La misma vana y
pomposa declamación, idéntico prurito de los problemas abstractos y de los
principios generales, la misma falta de sentido político, igual incompetencia
técnica, el mismo funesto espíritu de división y discordia. La misma falta de
civilismo, la eterna nostalgia de la conspiración y el pronunciamiento, la misma
sumisión al caudillismo bereber. Como el progresismo tuvo la espada de Espartero
y después la de Prim, el republicanismo progresista lleva cuarenta años
esperando ver surgir la República de la espada triunfador y radiante de un
general de fortuna” (4). La mirada de Albornoz se adscribe al venero
progresista; algo muy parecido podríamos encontrar en los textos de esos otros
republicanos que se reclamaban de filiación federal.
Esta suerte de
balances crueles no obsta para que, incluso entre sus más fieros detractores,
tenga que reconocerse la otra cara del republicanismo español: éste fue, o
procuró ser, una escuela. En el sentido de que fue una cultura y un movimiento
que hizo accesible, a amplios sectores de la sociedad, el aprendizaje de las
reglas y de las condiciones de la política moderna. Que ese proceso de
aprendizaje fuese exitoso, o no, sería más discutible. En buena medida, y por su
carácter de enemigo mortal de la reacción, de la contrarrevolución y del
moderantismo liberal, el republicanismo del ochocientos fue, de manera
inevitable, una cultura de guerra civil. Junto a la dimensión cívica, plasmada
en centros y en periódicos, en tertulias y en bibliotecas; junto a la sintonía
con algunas de las corrientes intelectuales más serias de aquellas épocas -del
krausismo al positivismo-; junto a todo ello, en fin, existió otra dimensión, la
bélica, que tuvo su lugar en las milicias y cuerpos de voluntarios, en las
partidas que salían a la captura del carlista o aseguraban la defensa de la
ciudad asediada, en los motines y en las masas arracimadas en las barricadas, al
fin y al cabo, otra variante de la guerra civil.
NOTAS:
(1) Blas Guerrero, A de: Tradición republicana y nacionalismo español:
1876-1930 (Madrid, Tecnos, 1991).
(2) Termes, J.: Anarquismo y
sindicalismo en España. La Primera Internacional (1864-1881) (Barcelona,
Ariel, 1972).
(3) Zavala, I. M.: Masones, comuneros y carbonarios
(Madrid, Siglo XXI, 1971).
(4) El artículo de Álvaro de Albornoz se recoge
en Suárez Cortina, M. (1998), "El republicanismo español tras la crisis de fin
de siglo (1898-1914)", Cuadernos de Historia Contemporánea 20, pp.
165-189.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al de libro de
Ángel Duarte,
El
otoño de un ideal. El republicanismo histórico español y su declive en el exilio
de 1939 (Alianza Editorial, 2008). Queremos hacer
constar nuestro agradecimiento tanto al autor como a Alianza
Editorial por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de Papel.