Para aquellos que todavía no le conozcan, basta echar una rápida ojeada a
la trayectoria personal y profesional de
Paul Robin Krugman (Long Island,
Nueva York, 1953), para advertir que se trata de una auténtica autoridad mundial
en materia económica. Profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la
Universidad de Princeton, Krugman es un economista formado en el
neokeynesianismo y especialista en comercio internacional, campo en el que ha
publicado manuales y artículos de referencia. Entre otros reconocimientos cuenta
con una medalla John Bates Clark (1991), y un Premio Príncipe de Asturias de
Ciencias Sociales (2004), además del ya citado Nobel de Economía.
No
obstante esta impecable hoja de servicios, y fuera de las paredes de Princeton,
Krugman es internacionalmente conocido y respetado por su labor como analista
político y como autor de libros de divulgación en los que ha hecho gala de una
extraordinaria capacidad para explicar los datos y conceptos de la economía a la
gente de la calle, con un lenguaje conciso y directo que ha llevado a algunos a
hablar incluso de un
Krugman-style,
una forma de comunicar mundialmente imitada. Pero aún por encima de esta labor
como divulgador, el economista ha pasado a ser un autor casi de culto seguido
por multitud de incondicionales desde que en el año 2000 entrara a formar parte
de la plantilla de
The New York Times como columnista en la
Op-Ed Page
(la página opuesta a la del editorial, firmada por colaboradores ilustres
que no comparten normalmente la línea editorial del periódico). Desde esta
privilegiada tribuna y dos veces por semana en los últimos ocho años, ha
ejercido el análisis económico y político de la realidad americana, desplegando
una profunda y sistemática crítica contra el gobierno ultraconservador de su
reconocido enemigo,
George W. Bush. Tal es así que el nombre de Krugman
va inevitablemente ligado al del presidente Bush, como el del columnista
conservador
William Safire va ligado al de
Bill Clinton. Krugman
se ha convertido en Estados Unidos –quizá junto con otro Nobel crítico con Bush
como
Joseph Stiglitz– en una especie de cronista de la decadencia del
imperio Bush, una decadencia seguida día a día a través de sus columnas y de su
famoso blog
The
Conscience of a Liberal, también albergado en
The New York
Times y diariamente actualizado. Toda esta crítica a Bush y todas sus ideas
para cambiar a los Estados Unidos y mejorar su sistema político y económico las
ha resumido en su último libro, editado originalmente con el título
The
Conscience of a Liberal (W. W. Norton, 2007) y publicado este mismo año por
la Editorial Crítica como
Después de Bush. El fin de los neocons y la hora de
los demócratas, título que, si bien es más descriptivo, le quita al volumen
toda la carga de sentido otorgada por el título original.
Ya desde la introducción, el autor
toma partido y deja clara su postura. Para él, la única posibilidad de salvación
para el modelo democrático americano, basado en la igualdad de oportunidades y
la fortaleza de sus clases medias, pasa por una restauración de las políticas
sociales del New Deal. Considera que durante la segunda mitad del siglo
XX y especialmente en los periodos de gobierno del Partido Republicano, se ha
producido un auténtico desmantelamiento de ese Estado del Bienestar a la
americana que fue el New Deal
The Conscience of a
Liberal es una clara declaración de intenciones, una carta de presentación
para una persona que se considera, por encima de cualquier tendencia, un
auténtico liberal, hablando siempre en el sentido americano del término. Y es
que según el profesor de Princeton, el movimiento conservador americano ha
conseguido desacreditar la palabra
liberal, vaciándola de contenido y
provocando un desplazamiento de posturas en el espectro político americano y una
aparente paradoja concretada según el autor, en “
el hecho de que aquellos que
nos denominamos liberales somos, en considerable medida, conservadores, mientras
quienes se califican a sí mismos de tales, resultan ser, mayoritariamente,
profundamente extremistas. Así, los liberales queremos reinstaurar la sociedad
de las clases medias en la que crecí; quienes se llaman a sí mismos
conservadores pretenden retrotraernos a la Edad Dorada, haciendo caso omiso de
un siglo de historia” (p. 295). Krugman no se considera progresista ni
partidario del Partido Demócrata, sino simplemente un liberal que cree en las
“instituciones que limitan la desigualdad y la injusticia”. En este sentido, el
título original del libro es también un guiño a otro título celebérrimo en la
teoría política americana:
The Conscience of a Conservative (1960), un
libro publicado por el ultraconservador
Barry Goldwater, candidato a la
presidencia por el Partido Republicano en 1964. La obra de Goldwater (escrita en
realidad por el periodista
L. Brent Bozell Jr.), criticada como radical y
ultraderechista en su día, ha pasado a ser considerada con el tiempo como la
verdadera fundadora e inspiradora del moderno movimiento conservador americano,
estando en la base, para algunos, de la Revolución Neoconservadora iniciada por
Ronald Reagan en la década de los ochenta.
Como contrapunto al
libro de Goldwater, Krugman también ha querido dejar su sello y su contribución
al liberalismo norteamericano. Lo ha hecho durante estos últimos años desde su
columna en
The New Tork Times y lo ha hecho con este excelente
ensayo-resumen que es
Después de Bush, un libro que sintetiza a la
perfección su visión de la evolución política de los Estados Unidos durante el
siglo XX. Y es que, además de las páginas dedicadas al gobierno de Bush, en el
libro se da un repaso a la historia más reciente del país, en una revisión que
arranca con el periodo que la historiografía llama la Edad Dorada y que dedica
una especial atención al que es para el autor el mejor periodo en la historia de
los Estados Unidos: la etapa del
New Deal y de
Franklin
D.Roosevelt. En este recorrido por la historia política americana, Krugman
nos ofrece una de las mejores explicaciones del triunfo de George W.Bush
en 2000 y de su reelección en 2004 que se han ofrecido últimamente. Para
ello, toma como referencia la evolución del Partido Republicano en los últimos
cincuenta años, realizando una exhaustiva radiografía al movimiento conservador
americano, uno de los indiscutibles protagonistas del libro.
Afirma, además, que a partir de los
atentados del 11 de septiembre de 2001 y el inicio de la Guerra de Irak, el
movimiento conservador ha conseguido identificarse como el líder en la defensa
de la seguridad nacional, apropiándose del sentimiento patriótico americano y
presentando al Partido Republicano como el auténtico protector de los valores
tradicionales americanos
Ya desde la introducción, el autor
toma partido y deja clara su postura. Para él, la única posibilidad de salvación
para el modelo democrático americano, basado en la igualdad de oportunidades y
la fortaleza de sus clases medias, pasa por una restauración de las
políticas sociales del
New Deal. Considera que durante la segunda mitad
del siglo XX y especialmente en los periodos de gobierno del Partido
Republicano, se ha producido un auténtico desmantelamiento de ese Estado del
Bienestar a la americana que fue el
New Deal y de las políticas
reformistas de Roosevelt. La progresiva supresión de impuestos y la creciente
privatización del sistema sanitario han llevado al país a una situación de
polarización social y económica insostenible, materializada en una evidente
pauperización de las clases medias, en favor de una elites económicas
beneficiadas por la política conservadora del capitalismo sin barreras y la
desregulación del mercado, impulsada por un gobierno federal reducido a la
mínima expresión. Frente a esto, Krugman defiende una solución neokeynesiana de
mayor intervención estatal y de control de la economía, centrada sobre todo, en
una mayor inversión pública en política social de cara a la consolidación de una
sólida clase media americana.
Pero para lograr esto, Krugman piensa
imprescindible un cambio de rumbo en el timón del país, una entrada de los
demócratas en el gobierno, que aleje del poder a un movimiento conservador
poderosísimo, una maquinaria de
think tanks y grupos de presión de toda
índole, que han conseguido perpetuarse gracias a sus comunes intereses
económicos: “
el dinero representa el elemento que aglutina el movimiento
conservador, financiado por un puñado de individuos enormemente ricos y un
cierto número de grandes corporaciones, todos los cuales no pueden sino ganar
como resultado de una mayor desigualdad económica, del cese de la fiscalidad
progresiva y del desmantelamiento del Estado del Bienestar, en una palabra, de
una revocación del New Deal” (p. 17). Esta “vasta conspiración derechista”
tiene como finalidad conseguir el control del Partido Republicano. Afirma,
además, que a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y el inicio
de la Guerra de Irak, el movimiento conservador ha conseguido identificarse como
el líder en la defensa de la seguridad nacional, apropiándose del sentimiento
patriótico americano y presentando al Partido Republicano como el auténtico
protector de los valores tradicionales americanos.
Con la guerra como telón de fondo y
elemento de distracción de la atención (Krugman habla de “armas de distracción
masiva”), la Administración Bush se habría dedicado a desplegar todo un programa
político y legislativo destinado a eliminar las barreras fiscales y a reducir el
alcance de unas ya de por sí débiles políticas sociales
Este
y otros factores explican, según el autor, los altos índices de popularidad
alcanzados por George W. Bush tras los atentados de las Torres Gemelas,
atentados que, por su magnitud y posteriores consecuencias, han marcado
indeleblemente el tono de cruzada contra el enemigo nacional que ha
caracterizado a la Administración Bush. Habla Krugman, en alusión a esos
momentos posteriores a los atentados, de un “
ambiente de exaltación
patriótica generalizada, en virtud del cual todo gobierno, al embarcarse en una
contienda, cuenta, inicialmente, con la explosiva adhesión de la opinión
pública, sin perjuicio de lo corrupto o incompetente que sea ese gobierno o de
lo insensata que resulte esa contienda” (p. 227). La reputación de ser más
firmes que los demócratas en materia de seguridad nacional que se reconoce a los
presidentes republicanos desde la época de Reagan o
Bush (
padre) y
los éxitos iniciales en Afganistán, disiparon en pocos meses las sospechas
cernidas sobre un presidente con poca experiencia política y llegado al poder
tras un eterno y polémico recuento electoral en el que Bush se impuso por pocos
votos al demócrata
Al Gore, quien se había impuesto en el voto popular.
A partir de este momento, y con el pretexto de una lucha providencial
contra el terrorismo islámico de
Al Qaeda y contra el régimen dictatorial
de
Saddam Hussein, Bush y su gobierno se embarcaron en sendas guerras en
Irak y Afganistán, con unas
desastrosas
consecuencias ya por todos conocidas. Con la guerra como telón de
fondo y elemento de distracción de la atención (Krugman habla de “armas de
distracción masiva”), la Administración Bush se habría dedicado a desplegar todo
un programa político y legislativo destinado a eliminar las barreras fiscales y
a reducir el alcance de unas ya de por sí débiles políticas sociales.
Consecuencia de todo ello habría sido la consolidación de un modelo económico
que conjuga la autorregulación del mercado a través de esa
mano invisible
descrita por
Adam Smith, con un capitalismo de supervivencia del más
fuerte, versión actualizada y adaptada de la teoría de la
destrucción
creadora hecha célebre por
Joseph Schumpeter. A nivel político, el de
Princeton coincide con la mayoría de analistas americanos de tendencia
izquierdista –tanto progresista como liberal–, en señalar estos ocho años de
gobierno de Bush como una etapa de profunda involución y retroceso en lo que a
libertades individuales se refiere. En este sentido, el
conservadurismo
compasivo de Bush habría rodeado a su gobierno con ese halo de cruzada
religiosa y moral en aras de la conservación de los valores más tradicionales,
lo que en la práctica ha significado la constante injerencia en la política de
las iglesias protestantes del sur, ajenas por completo a esa
teórica
separación vigente en los Estados Unidos entre Iglesia y Estado.
Sin llegar a hablar directamente de
crisis económica (el libro fue publicado en 2007, mucho antes de que nadie
pudiera imaginar la magnitud de la actual crisis financiera), en Después de
Bush sí que se dan una serie de claves que hablan de una gestión económica
desastrosa. Se pone el acento varias veces en el enriquecimiento de las elites y
el empobrecimiento de las clases medias americanas, habla y mucho, de las
hipotecas basura y de los créditos concedidos por los bancos americanos
sin ningún tipo de garantías
En su análisis del éxito
alcanzado por Bush en las dos elecciones en las que se ha impuesto, el libro
también presta especial atención a un fenómeno sorprendente que ha generado
multitud de debates y bibliografía: el cambio de orientación electoral de los
votantes blancos sureños, provocado según Krugman, por un movimiento conservador
que ha sabido monopolizar el Partido Republicano, escorándolo a la derecha y
explotando la cuestión racial hasta el punto de identificarse en el sur del
país, como el partido defensor de la población blanca frente a la negra. En este
sentido, el autor alude varias veces a lo largo de su libro a un conocido ensayo
de
Thomas Frank titulado
What’s the Matter with Kansas? How
Conservatives Won the Heart of America (2004), un estudio de caso en el que
el autor analiza, tomando al Estado de Kansas como ejemplo, cómo este Estado ha
pasado de ser un feudo demócrata, a finales del siglo XIX, a verse caracterizado
en las últimas décadas por un creciente conservadurismo republicano
derechizante. La conclusión es muy similar a la del propio Krugman: es el
movimiento conservador en toda su complejidad de intereses múltiples y no el
Partido Republicano, quien ha ejercido
de facto el gobierno de los
Estados Unidos de América durante los últimos ocho años.
Teniendo en
cuenta todos estos datos, el balance que hace Paul Krugman no es difícil de
adivinar: Estados Unidos necesita alarmantemente un cambio de gobierno que evite
un empeoramiento irremediable y que haga imposible esa vuelta al
New Deal
por él preconizada. Sin llegar a hablar directamente de crisis económica (el
libro fue publicado en 2007, mucho antes de que nadie pudiera imaginar la
magnitud de la actual crisis financiera), en
Después de Bush sí que se
dan una serie de claves que hablan de una gestión económica desastrosa. Se pone
el acento varias veces en el enriquecimiento de las elites y el empobrecimiento
de las clases medias americanas, habla y mucho, de las
hipotecas basura y
de los créditos concedidos por los bancos americanos sin ningún tipo de
garantías. Habla del poder omnímodo de Wall Street y de los millones de
americanos que viven en una total indigencia sanitaria, sin ninguna cobertura
médica y sin poder cobrar prestaciones por desempleo, debido a la precariedad de
unos trabajos que les condenan a la pura supervivencia diaria.
A lo
largo de esta apasionante campaña electoral, Krugman adoptó una primera postura
de imparcialidad y distancia, ligeramente inclinado a favor de la hoy olvidada
Hillary Clinton, con cuyo programa económico simpatizaba más. Hoy la cosa
es diferente y, pese a que mantiene una actitud muy crítica con toda la clase
política americana, sí es cierto y evidente que apoya la elección del demócrata
Barack Obama, hasta el punto de que incluso algunos tímidos rumores han apuntado
al nombre del Nobel de Economía como un candidato al puesto de Secretario del
Tesoro si se impone finalmente el senador afroamericano. En lo que sí insiste el
capítulo final de su libro es en que, si ganan los demócratas –y esto va sobre
todo por Obama, a quien Krugman criticó por su postura ambigua durante las
primarias demócratas y por
su
excesivamente moderado programa económico–, estos deben abandonar
su idealista postura de diálogo y consenso con los republicanos, para adoptar lo
que el autor llama una actitud partidista, la única actitud posible si lo que se
quiere es implantar un programa progresista que restablezca una democracia viva
y competitiva, esto es, lo único que de verdad importa a un liberal con
conciencia de serlo.