Durante las excavaciones también aparecieron la laude y el sarcófago,
con su inscripción íntegra, del famoso obispo Teodomiro de Ira Flavia (847), a
quien la leyenda, hasta ahora llegada a nuestros días, le atribuye entre otros
hechos el descubrimiento de un pequeño pabellón sepulcral en lo que llegaría a
ser la ciudad de Santiago de Compostela; la interpretación de este hallazgo por
inspiración divina como la cripta del apóstol Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo
y hermano de Juan Evangelista, y la puesta en marcha de un premeditado programa
político que culminaría en el año 1095 con el traslado de la sede episcopal de
Iria a la ciudad de Compostela, convirtiendo esta última en la tercera ciudad
santa de la cristiandad, junto con Roma y Jerusalén.
Un breve resumen de
la historia literaria sobre la que se construye la leyenda de Santiago es
fundamental a la hora de empezar este trabajo. La leyenda se remonta al siglo IX
y nos cuenta cómo el obispo Teodomiro, a instancias de un ermitaño llamado
Pelayo, examinó el descubrimiento de un sepulcro que, por varios vestigios que
contenía, reconoció como el del apóstol Santiago el Mayor. La tradición jacobea
de la translatio nos asegura que Santiago vino a predicar el Evangelio a
Hispania durante el siglo I y que después de regresar a Jerusalén fue decapitado
en el año 44 por el nieto de Herodes Agripa, convirtiéndose así en el primer
mártir entre los doce apóstoles de Cristo. (Sobre la fecha de la muerte de
Santiago remito al trabajo de A. López Ferreiro, Historia de la Santa A. M.
Iglesia de Santiago de Compostela (Santiago de Compostela: Seminario
Conciliar Central, 1898), pp. 61-64. La mayoría de los investigadores la sitúan
entre los años 42 y 46 de la era cristiana. La datación del año 44 señalada por
Ferreiro se obtuvo de la correlación entre la narración del Libro de los
hechos de los Apóstoles, capítulo XII, y el libro XIX de las Antigüedades
Judaicas del historiador Josefo.) Después de su muerte, los discípulos del
apóstol pusieron el cuerpo de Santiago en una embarcación en Palestina y ésta
fue guiada con la ayuda de unos ángeles hasta el puerto de Iria Flavia, en la
Galicia romana.
Una vez en la península Ibérica, los discípulos de
Santiago se dirigieron a una poderosa matrona pagana llamada la reina Lupa y le
pidieron permiso para enterrar el cuerpo del apóstol en tierras gallegas. La
reina Lupa les señaló, con la intención de burlarse de ellos, un lugar llamado
monte Ilicino, en donde habitaban toros bravos. La reina Lupa les ordenó que
allí obtuviesen lo necesario para construir el sepulcro del apóstol. Después de
vencer grandes dificultades, los discípulos trasladaron los restos de Santiago
en un carro que fue guiado por dos toros milagrosamente apaciguados por la
presencia del cuerpo del apóstol y sus discípulos. Ante la estupefacción causada
por aquella escena, la reina Lupa se convirtió instantáneamente al cristianismo
mientras los toros, guiados por la intervención divina, condujeron a los
discípulos al límite de la región denominada Amaia, en el monte Liberum Donum,
en donde construyeron el arca sepulcral y edificaron un sencillo altar.
El texto latino del siglo VII Breviarium Apotolorum es el
documento más antiguo que hace referencias explícitas a la evangelización
Santiago el Mayor en tierras peninsulares:
[Jacobo] el hijo
de Zebedeo, el hermano de Juan— que predicó en las Españas y en las regiones
occidentales y que fue asesinado a hierro bajo Herodes y enterrado en Acaya
Marmorica en el octavo día antes del calendario de Augusto [Traducido de B.
de Gaiffier, Breviarium Apostolorum (B. H. L. 652).]
No
obstante, hoy en día existe un consenso académico de que el Breviarium es
un documento apócrifo que se difundió en la península alrededor del siglo VII
posiblemente como una traducción latina de otra crónica anterior conocida como
los Catálogos bizantinos, la cual estaba escrita en griego y basada, a su
vez, en documentos también apócrifos. Es importante señalar que los textos
bizantinos pertenecen a los siglos V y VI y no mencionan la predicación de
Santiago en Hispania, por lo que entre la versión griega y la latina se llevó a
cabo la inserción del relato sobre la predicación de Santiago en Hispania.
Richard Fletcher introdujo el hecho de que el Breviarium ya era conocido
por el arzobispo don Julián de Toledo en el año 686, y nos recuerda que el gran
teólogo toledano lo cita principalmente con la intención de rectificar lo que él
considera como la inverosímil predicación de Santiago en la provincia romana de
Hispania, una idea que empezaba a convertirse en dogma por aquella época.
Una vez consolidada la súbita invasión de la península Ibérica por los
árabes y beréberes en el año 711, Beato de Liébana redactó los Comentarios
del Apocalipsis (776-786) cuya versión definitiva finalizada en el año 786
aseguraba, dentro de un incipiente programa político de recuperación
identitaria, que Santiago había predicado el Evangelio en la península Ibérica
sin lugar a dudas, y para ello el Beato se basaba en las referencias textuales y
pseudo-históricas del Breviarium del siglo VII. Los Comentarios
del Beato se convirtieron rápidamente en el primer documento ampliamente
difundido por el norte de la península que vinculaba directamente, y dentro de
un proyecto político determinado, a Santiago con la (re)conquista cristiana.27
Como consecuencia, y tan solo unos años después, se compuso el himno O Dei
Verbum para la consagración de una iglesia en una zona aislada en el norte
peninsular donde varias décadas después se forjó la leyenda del entierro del
apóstol. El himno presenta el simbolismo filial y apostólico de Santiago en
relación con el mesianismo de Cristo y la evangelización de Juan, refiriéndose a
ambos como,
los dos poderosos hijos del trueno/ impulsados
por ínclita madre/ que alcanzan los más altos puestos/ Juan que se extiende para
regir diestramente Asia/ y su hermano que lo hace por España. /[...]/¡Oh
verdadero y digno Santísimo Apóstol/ cabeza refulgente y áurea de España/
protector y patrono nacional nuestro/ líbranos de la peste, males y llagas/ y se
la salvación que viene del cielo. (Citado y traducido de Jesús Evaristo
Casariego (ed.), Historias asturianas de hace más de mil años: edición
bilingüe de las crónicas ovetenses del siglo IX y de otros
documentos (Oviedo: Imprenta La Cruz, 1983), pp. 235-386.)
El
himno de Beato de Liébana se aleja de una simple representación local del culto
a Santiago y, por primera vez, se liga el liderazgo apostólico de Santiago con
una idea mesiánica, de carácter político, unificadora de Hispania. La incipiente
hierofanía jacobea sirve para ayudar a los cristianos a sobrellevar a la crisis
de relatividad cultural en la que se encuentran después del arrollador avance de
los musulmanes por toda la península en tan solo una década. Bien es sabido que
«la salvación que viene del cielo» no tardaría en asociarse con la
representación castrense de Santiago Matamoros cabalgando por el cosmos hispano
con su espada ennegrecida de sangre infiel y su blasón de capitán
hispano-cristiano liderando la lucha contra el Islam. Patente y comprometido
mesianismo jacobeo que ya queda inscrito en estos versos latinos de Beato de
Liébana. Recordemos que el Diccionario de la Real Academia Española
define el mesianismo como «confianza inmotivada o desmedida en un agente
bienhechor que se espera».
Bien es sabido que el primitivo cántico de
Beato ha ejercido una influencia vital en todos los textos que conforman el
corpus jacobeo. No sólo es éste el primer manuscrito conservado en donde se
consolida, dentro del imaginario colectivo, la predicación de Santiago en
Hispania, sino que al mismo tiempo lo proclama como «protector», «patrón» y
«cabeza refulgente» de una idea (todavía elitista y limitada) de Hispania que
estaba empezando a brotar en el crepúsculo del reducido norte peninsular
cristiano. Una lectura cuidadosa del himno nos transmite la presencia de un
imaginario colectivo en el cual Santiago y Juan eran representados como hijos
del trueno y cuyas áreas designadas para la temprana evangelización cristiana
(recordemos que Juan murió en Asia Menor) abarcaban casi todo el Mediterráneo.
El himno de Beato concluye recapitulando la passio magna y dirigiéndose a
Santiago con palabras que aún se utilizan hoy en día cada vez que se hace volar
el botafumeiro en la catedral compostelana. No nos cabe ninguna duda que este
cántico intentó representar a Santiago como agente histórico (en el sentido
hegeliano) de la conformación de una síntesis política de marcada esencia
mesiánica. Las alabanzas patrióticas del himno ayudaron a configurar la
sacralización de la violencia cristiana en favor de la recuperación territorial
y, con la presencia unificadora del símbolo de Santiago como patrón de los
cristianos, se estableció una nueva forma de identidad colectiva que, en
oposición a la invasión musulmana y dentro de un ambiente apocalíptico sirvió
para establecer una incipiente relación de co-legitimidad entre los monarcas
cristianos y su nuevo patrón.
En el año 997, tras una de las violentas
irrupciones de Almanzor en el noroeste peninsular, quedó destruida la ciudad de
Compostela y el santuario del apóstol, aunque cuentan las tradiciones cristianas
y árabes que la tumba de Santiago nunca fue profanada, si bien se llevaron las
campanas de la catedral compostelana a Córdoba. Unos pocos años después, Durante
el siglo X aparecieron una serie de textos que recopilan el Apocalipsis de san
Juan y los comentarios que sobre éste hizo en su momento Beato de Liébana a
finales del siglo VIII. El más importante para todos los efectos jacobeos es el
que se conserva en le catedral de Gerona y se conoce como Sancti Beati a
Liebana in Apocalypsin, Codex Gerundensis (975).
Una vez presentado
este breve extracto de los albores jacobeos, sutil mezcla de quimeras y
advenimientos históricos sobre los que se proyectan las primeras
representaciones simbólicas de Santiago, conviene señalar que la Concordia de
Antealtares (1077) es el primer texto que narra conjuntamente y con detalles
precisos los orígenes de la iglesia de Compostela, la muerte de Santiago, el
traslado de su cuerpo a la península y su posterior enterramiento en Galicia. El
monasterio de San Payo (llamado Antealtares, por estar justo enfrente de la
catedral compostelana) se fundó en el siglo IX para albergar a unos religiosos
que custodiaban el sepulcro de Santiago Apóstol. En 1075, y para poder ampliar
la iglesia prerrománica, se llegó a un acuerdo de cesión de terrenos con los
monjes y se redacto, para ese efecto, la Concordia de Antealtares en
1077. Hoy en día reside en el antiguo monasterio de Antealtares una comunidad de
monjas benedictinas.
El Cronicón Irense (de finales del siglo XI)
es otro documento de suma importancia en donde tenemos reflejado el ambiente
político y las manipulaciones de carácter hegemónico llevadas a cabo durante
este período histórico. Es importante mencionar que fue en esta época cuando
llegó el primer obispo cluniacense a Compostela, aunque el Cronicón Irense
sitúa erróneamente la fundación de la iglesia de Santiago en los últimos
días de Carlomagno. Fue también en esta época cuando la peregrinación a
Compostela entró en pleno apogeo y el obispo Gelmírez, aspirando a organizar la
ciudad santa a semejanza de Roma, creó la primera armada española con el
pretexto de combatir en el mar a los normandos y árabes. El papa Honorio II
llegó incluso a temer la creación de un posible antipapa en la ya establecida
sede compostelana. Aun así, Gelmírez llegó a lograr el palio arzobispal, aunque
no pudo evitar que, después de su muerte, en la Baja Edad Media empezara a
decaer el culto a Santiago, convirtiéndose Galicia, con el pasar del tiempo, en
campo de batalla entre nobles, prelados y burgueses.
El obispo Diego
Gelmírez, responsable de la redacción de la Historia Compostelana (1110),
es la persona clave en la transformación histórica de la leyenda jacobea.
Gelmírez determinó, con su enérgica religiosidad y sus extraordinarias virtudes
políticas, la reconstrucción de la ciudad compostelana iniciada por don
Cresónimo en el siglo XI. Sin embargo, y a pesar de que su texto fue uno de los
tres documentos fundacionales de la tradición jacobea, la Historia
Compostelana mantiene un silencio absoluto sobre la predicación y presencia
de Santiago en Hispania antes de su muerte. Por motivos que veremos en el
siguiente capítulo, el texto de Gelmírez sacrifica la vieja leyenda evangélica
por otros idearios diferentes.
No de menor importancia fue la decisiva
intervención de la orden de Cluny en la creación del Camino de Santiago y en el
proyecto de europeizar España, asociando la presencia del sepulcro apostólico
con la legendaria figura del emperador Carlomagno. El emperador franco se
representa como protagonista de uno de los libros del Liber Sancti Jacobi
(redactado hacia el año 1150, no muy lejano de los tiempos de Diego
Gelmírez) y del Codex Calixtinus (1160-1180), atribuido al papa Calixto
II. Ambos textos están enfocados a legitimar y proteger las tradiciones
compostelanas iniciadas por Diego Gelmírez a principios del siglo XII.
A
partir de estas fuentes primarias, analizaremos en los siguientes capítulos la
invención y el desarrollo del símbolo sacro de Santiago, así como la fundación
de la iglesia compostelana durante el proceso de sacralización de este
territorio occidental que llevó a la invención programática de un camino de
peregrinación capaz de neutralizar el símbolo apocalíptico de Santiago Matamoros
y convertirlo así en el del Peregrino. También argumentaremos sobre la
estrategia presente en la reorganización de la sede irense y de su posterior
traslado a Compostela, observando que sistemáticamente estas manipulaciones
respondieron más a razones políticas y de reorganización territorial, llevadas a
cabo por Alfonso II y el obispo Teodomiro, que al primer ataque de los
normandos, hecho que, de facto, ocurrió años más tarde durante el reinado de
Ramiro I.
A simple vista, la genealogía del símbolo de Santiago emerge
como una piadosa leyenda en los albores de la civilización moderna, sin mayor
trascendencia actual que las implicaciones turísticas y manifestaciones
culturales asociadas al Camino de Santiago. Sin embargo, en los años cincuenta,
y gracias a los estudios emprendidos por el profesor Américo Castro, se inició
una tradición revisionista de la historiografía hispánica que, si bien sirvió en
su momento para señalar las innegables contingencias entre Santiago y la
(re)conquista peninsular iniciada por los reinos astures en el siglo IX,
simultáneamente oscureció y puso en tela de juicio las prácticas sociales y
manipulaciones de tipo político que tomaron parte en la invención, uso y
resemantización del fenómeno jacobeo a lo largo de más de un milenio. No
obstante, y de acuerdo con Castro, este trabajo parte de la premisa de que
hay que empezar no llamando leyenda a la creencia en
Santiago; el término leyenda es simplemente el epitafio escrito sobre lo que fue
creencia, la cual solo es inteligible mientras está funcionando auténticamente.
La historia de Santiago de Compostela consistirá en revivir lo hecho con la
creencia de hallarse en Galicia el cuerpo del Apóstol. (Américo Castro, La
realidad histórica de España, 2ª ed. (México, D. F.: Editorial Porrúa,
1962), p. 345.)
La presencia del culto jacobeo en la península
Ibérica y la eficacia del Camino de Santiago sirvieron para unir el noroeste
peninsular con el resto de Europa, influyendo de manera directa en casi todas
las expresiones económicas, artísticas y culturales de la Edad Media.
Actualmente, todavía siguen afectándolas, aunque, quizá, las manifestaciones y
expresiones literarias y sociales hayan sido bastante menos estudiadas que las
repercusiones de ámbito económico atribuidas al fenómeno santiaguista. (En 1999
Santiago recibió 11 millones de turistas. La Xunta gastó 29 millones de euros en
organizar el año santo y diversas empresas aportaron otros 15. Se organizaron
1.827 actos y asistieron 3 millones y medio de personas. En 1999 se crearon más
de 30.000 nuevos empleos ocupados en el sector de servicios en Galicia. El
Camino de Santiago es uno de los principales destinos de turismo cultural del
país.)
A lo largo de nuestros argumentos veremos cómo la organización
del Camino de Santiago está íntimamente vinculada a los procesos de
centralización de la Iglesia romana, a los movimientos de reformas monacales, a
la expansión del rito romano y a los avances centralizadores de Carlomagno que
señalaban la división entre el mundo medieval y los gérmenes del Estado moderno.
Concluiremos que la creación de la ruta de Santiago y la invención del culto
jacobeo no responden a motivaciones estrictamente penitenciales ni a elaborados
argumentos religiosos, como hasta ahora se ha propuesto, sino, al contrario: su
peculiaridad en el momento histórico radica en su carácter y propuesta
multitudinaria y en la incipiente vertebración política de un espacio nuevo que
centrifugó en torno al poder centralizador de Roma y a la primera europeización
de la idea de España en la Edad Media.
José Luis Barreiro nos recuerda
que en las cosmogonías sacras todo espacio ordenado tiene un centro de poder
desde el que emana las fuerzas que vertebran un territorio y hacen posible la
existencia del espacio ordenado. (José Luis Barreiro, La función política de
los caminos de peregrinación en la Europa medieval: estudio del Camino de
Santiago (Madrid: Tecnos, 1997), p. 270.) Es en esta relación entre centro y
periferia en donde destaca la función que desarrollan los santos iconos en la
organización del espacio medieval, haciendo coincidir, como puntualmente ha
señalado Barreiro, las razones políticas con las religiosas:
La cosmología cristiana acabó por conformar las bases políticas de
Occidente, el impulso sacralizador concentrado sobre Compostela respondía a
fines políticos; y la acción de los poderes temporales sobre la formación del
patronazgo de Santiago, primero, y del Camino, después, al tiempo que iba
encontrando respuestas al problema generado por la fragmentación del territorio,
del poder y de la cultura del Bajo Imperio, fue creando también las
circunstancias en las que se hizo posible el descubrimiento del sepulcro del
apóstol. (José Luis Barreiro, La función política de los caminos de
peregrinación en la Europa medieval: estudio del Camino de Santiago (Madrid:
Tecnos, 1997), p. 274.)
Estas propuestas de orden político nos
hacen reflexionar sobre la inmediata necesidad en el Medioevo de sacralizar el
extremo occidental del Finisterre. Veamos ahora cómo funciona la lógica
estructural de este planteamiento: para el hombre religioso, como acertadamente
ha señalado Eliade, el espacio no es homogéneo; hay un espacio sagrado,
significativo y explicativo que debe ponerse de manifiesto por medio de la
hierofanía o manifestación de lo sagrado. Ésta causa la ruptura de la
homogeneidad del espacio, lo que permite la construcción del centro como axioma
de orientación futura y arquetipo del espacio que reproduce el cosmos.
El hallazgo del sepulcro de Santiago en Galicia y la rearticulación de
Compostela como un espacio sagrado permitió obtener un punto fijo en el caos de
la homogeneidad alto medieval. La hierofanía, puesta en evidencia a raíz del
descubrimiento del sepulcro de Santiago en el extremo occidental, sirvió para
subrayar la centralización de Roma como poder centrípeto mediante la
sacralización del extremo de Finisterre. El Papado, señala Barreiro, necesitaba
articular la esfera de poder de su círculo ideológico para enfrentarse a la
rivalidad del Imperio Bizantino, el cual seguía siendo el único centro que
conservaba su unidad fuera de la amenaza musulmana.38 Hasta la invención del
símbolo sacro de Santiago en Compostela, la cartografía bizantina se presentaba
claramente definida como centro político y militar de un imperio reconstruido
entre dos lugares sagrados: Jerusalén y Roma. A ellos se une la nueva ciudad
santa de Compostela.
A partir del siglo VIII, el nacimiento de Occidente
como unidad política se pronunció en oposición a Bizancio y obligó a la
imaginación y creación de un espacio occidental definido en función de la
proyección del poder religioso e ideológico del Papado. Mientras que Bizancio
proponía una unidad imperial que coincidiese con su realidad territorial, Roma,
apoyada en el Sacro Imperio Romano-Germánico, articuló un ideario de unidad
asentado en la sacralización del territorio. La presencia de Santiago en
Occidente y san Juan en Oriente legitimaba las coordenadas del abanico
ideológico de Roma, sacralizando con estos símbolos ambos extremos de la
cosmogonía cristiana y, simultáneamente, consagrando, de una vez por todas, la
incipiente hegemonía política que Roma estaba empezando a consolidar como núcleo
de poder durante la Edad Media.
Teniendo en cuenta las tesis de Mircea
Eliade, propuestas en su estudio de la relación entre lo sagrado y lo profano, y
especialmente aquella que señala la hierofanía como muestra de lo sagrado,
nuestro argumento presenta una tesis que considera lo sagrado como una realidad
de un orden totalmente diferente. El descubrimiento del sepulcro de Santiago
equivalió a la creación de una realidad absoluta donde el símbolo de Santiago se
convirtió en portador supremo de significación política y puso punto final a la
relatividad y a la confusión acaecida después del año 711. La transformación
apocalíptica de Santiago Apóstol en Santiago Matamoros estaba anunciada, siendo
sólo cuestión de tiempo.
Eliade argumenta que el hombre penetra en el
conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta como algo totalmente diferente
de lo profano, que no pertenece a este mundo y que se presenta en oposición
absoluta a la «no-realidad de la inmensa extensión circundante». «La
manifestación de lo sagrado», señala Eliade, «fundamenta ontológicamente el
Mundo». (Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, 2ª ed., trad. Luis Gil
de Das Heilige und das Profane (Madrid: Ediciones Guadarrama, 1973), p.
26.) Desde este punto de vista, la manifestación del símbolo jacobeo respondió a
la necesidad popular dentro de un contexto histórico cuando se luchaba
constantemente por la supervivencia cristiana. Eliade nos recuerda que los
símbolos surgen para poner fin a la tensión provocada por la relatividad y a la
ansiedad que alimenta la desorientación; en una palabra: para encontrar un punto
de apoyo absoluto.
En el estudio de esta simbiosis entre centro y
periferia también es necesario considerar el trabajo llevado a cabo por Manuel
García Pelayo, quien ha investigado la función de los símbolos políticos en la
Edad Media y advierte que «durante la Edad Media no hay, estrictamente hablando,
centros políticos, en el sentido de capitales de Estado, pues tal fenómeno
presupone una organización política relativamente centralizada, racionalizada e
impersonal, circunstancias que no se daban en la época». (Manuel García Pelayo,
Mitos y símbolos políticos (Madrid: Taurus, 1964), p. 216.) Sería más
acertado, quizá, indicar que Roma, a diferencia de Bizancio, intentó crear una
unidad que, con la sacralización del espacio de Compostela como extremo
occidental, señalaba las metas del camino en expansión.
Nada tiene de
extraño, pues, que el símbolo de Santiago apareciese en el Nuevo Mundo siete
siglos después, justo cuando de nuevo se están redefiniendo los espacios
políticos, militares e ideológicos, y en un momento de cambio en el que el
centro ya no está en Roma, sino en España como fuente ideológica del nuevo
Imperio Cristiano. Al igual que anteriormente con Roma, se trata de una
construcción inversa del espacio sagrado: Santiago aparece en América, el nuevo
extremo de Occidente, como referencia sacra en la proyección espacial de una
idea política, esto es, una realidad a construir mediante el proceso de
expansión hegemónica que llevaba a cabo España durante el siglo XVII. Es en este
espacio emergente, y alejado del centro sagrado, en donde cobran plena
importancia las acciones y las difusiones de los símbolos proyectados a
favorecer la solidaridad de identidades colectivas y a actuar como nexos entre
los súbditos, situados en la periferia, y el poder centrípeto. De esta forma, el
territorio puede ser apropiado mediante la sacralización y la organización del
espacio sagrado, de acuerdo con los valores presentes en la cosmogonía
cristiana. La aparición de Santiago en América sirvió para expandir la nueva
hegemonía castellana del Imperio Español, en oposición a las ideologías
reformistas emergentes en Europa durante el siglo XVII, que no tardaron en poner
en tela de juicio la simbología jacobea.
La presencia de Santiago en el
Nuevo Mundo fue real para aquellos que participaron en la Conquista, ya que su
visión construyó una concepción de «realidad absoluta» que imitaba el arquetipo
sagrado de la cosmogonía cristiana medieval. Santiago Matamoros se transformó,
inevitablemente, en la figura de Santiago Mataindios, destructor de los indios y
después protector de ellos. La realidad y legitimidad de Santiago Mataindios en
la Conquista remitía a valores absolutos que emanaban de la autoridad simbólica
prestada por el matamoros castellano. Para los conquistadores que veían a
Santiago en el Nuevo Mundo, su misión no era nada más que la repetición de un
suceso fundamental: la conversión del Caos en Cosmos. La aparición de Santiago
consagraba el territorio virgen americano, representaba un nuevo nacimiento. La
realidad de los hechos, señala Eliade, «is acquired solely through repetition or
participation; everything which lacks an exemplary model is meaningless, it
lacks reality». (Mircea Eliade,The Myth of the Eternal Return, trad.
Willard R. Trask de Mythe de l’éternel retour (New York: Pantheon Books,
1954), p. 34.)
Estos estudios de la fenomenología de las religiones
llevados a cabo por Eliade nos permiten profundizar en el análisis de la
relación entre símbolos sagrados e historia, en la manera en que esta relación
puede ayudarnos a entender la función ritualista del peregrinaje a Compostela,
la transformación de la historia de España en mitos y la metamorfosis de los
personajes históricos en arquetipos que simbolizan los valores sagrados del
centro político y religioso desde el que emanan todos los poderes. La historia
de España se construye mediante paréntesis ideológicos y símbolos que funcionan
como agentes históricos de la realidad pasada y de su proyección en el futuro.
Cabe subrayar que durante el estudio del símbolo de Santiago es necesario tener
en cuenta su esencia polisemántica y, al mismo tiempo, proteica, ya que una de
las características principales del símbolo es su polifonía y la multiplicidad
de significados que expresa simultáneamente, o como acertadamente señaló Eliade,
el símbolo «refers to a plurality of contexts and it is valuable on a number of
levels. If we retain only one of its significations [...] we risk not grasping
the true message of the symbol». (Mircea Eliade, Symbolism, the Sacred, and
the Arts, ed. Diana Apostolos Cappadona (New York: Crossroad, 1985), p. 5.)