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Rajiv Chendrasekaran: Vida imperial en la Ciudad Esmeralda (RBA Libros, 2008)

Rajiv Chendrasekaran: Vida imperial en la Ciudad Esmeralda (RBA Libros, 2008)

    TÍTULO
Vida imperial en la Ciudad Esmeralda

    NOMBRE
Rajiv Chandrasekaran

    EDITORIAL
RBA Libros

    GÉNERO
Reportaje

    TRADUCCCION
Josep Sarret Grau

    OTROS DATOS
Barcelona, 2008. 366 páginas. 21 €



Rajiv Chandrasekaran

Rajiv Chandrasekaran


Reseñas de libros/No ficción
Rajiv Chandrasekaran: Vida imperial en la Ciudad Esmeralda (RBA, 2008)
Por Rogelio López Blanco, lunes, 5 de mayo de 2008
Es muy probable que el conflicto de Irak marque con un sello muy particular las primeras décadas del siglo XXI, por la situación geoestratégica del teatro de operaciones, por las fuerzas implicadas (Estados Unidos y países de la Coalición, el islamismo terrorista, la teocracia iraní, el moderno estado iraquí –la verdadera víctima de la crisis con su población a la cabeza—, las etnias y sectas religiosas...), por el juego político internacional, por las implicaciones en materia de abastecimiento energético y por el desgaste que pueda acarrear para las partes implicadas. Es posible que de este episodio histórico no superado pueda salir un mundo muy cambiado, en particular en lo referente al futuro comportamiento de los Estados Unidos como gran potencia. No obstante, sea para bien o para mal, ya no será en funciones de única superpotencia., como vaticinan historiadores de la talla de Niall Ferguson, Felipe Fernández-Armesto, Ian Kershaw y otros que aluden en libros y declaraciones al fin del “siglo americano”.

En cualquier caso, aunque la deriva del cenagal iraquí acabe teniendo un radio de influencia restringido, sí ha determinado el devenir de la política interna y externa de muchos países. El caso de España es muy expresivo con la vuelta a la insignificancia internacional que caracterizó los tiempos del franquismo, lograda a pachas entre el engreimiento político del líder de la derecha en aquel  momento, José María Aznar, convencido de su destino manifiesto, y la demagogia sectaria de José Luis Rodríguez Zapatero, un presidente de Gobierno al que acompleja el escenario internacional y que ha elevado la mojigatería política a razón de Estado.

Pues bien, si alguien está interesado en conocer las bases del pandemónium organizado por los norteamericanos en Iraq de forma clara, amena y en toda su complejidad, debe acudir presuroso a leer este excelente reportaje de investigación de Rajiv Chandrasekaran, un trabajo en la línea de la mejor escuela de periodismo anglosajón, aquella en la que preside el culto a la objetividad y a los datos, junto a la radical oposición a la ausencia de toma de partido, que no a la interpretación de los hechos, sobre todo si estos son ocultados al escrutinio de la opinión.

El autor, actual redactor jefe adjunto de The Washington Post, buen conocedor del Sudeste de Asia y Próximo Oriente, ha servido como corresponsal en Bagdad y El Cairo (Egipto), además de cubrir la guerra de Afganistán. A efectos de lo que importa, el libro es el resultado de más de dos años informando como reportero en Irak, desde noviembre de 2002 hasta poco antes de la invasión ordenada por el presidente George W. Bush, el 20 de marzo de 2003, que tuvo continuidad casi inmediata en una segunda estancia que comienza el 10 de abril (el fin de las hostilidades en su vertiente militar tuvo lugar el 1 de mayo de 2003), justo el día después de que las imágenes de la estatua derribada de Sadam Hussein, frente al Hotel Palestina, recorrieran el mundo. Rajiv Chandrasekaran estuvo en este escenario hasta el 30 de septiembre de 2004, no mucho después de que Paul Bremer, el virrey, la máxima autoridad tras la ocupación, abandonase Bagdad, cediendo la soberanía que él encarnaba en cuanto jefe superior de la Autoridad Provisional de la Coalición (APC), cuya labor, desde mayo de 2003 cubre el espacio temporal del reportaje de Chandrasekaran.

Las autoridades y la burocracia norteamericana, la APC, que se hizo cargo de administrar la ocupación durante cerca de un año, volcando ingentes cantidades de energías y recursos en tan abnegado como muchas veces estéril trabajo, se pasaron el tiempo encerrados en una burbuja aislada de la realidad económica, social y política, es decir, de todo un país que había que gobernar. La causa fue, en parte, por cuestiones de seguridad, pero sobre todo (todavía no habían empezado de forma sistemática y masiva las matanzas contra las fuerzas militares y los civiles que convertirían el país en un infierno), por razones culturales y de costumbres

El concienzudo trabajo del periodista se basa en más de cien entrevistas con personal norteamericano –mucho del cual le pidió que omitiese su nombre para evitar represalias de la administración republicana y sus empresas afines-- y un abundante número de iraquíes de toda clase y condición y, crucial, la visita a lugares para palpar la realidad cotidiana en la que transcurría la vida de la población local, desde barrios a industrias clave, como las de generación eléctrica, campus universitarios, escuelas, mercados, tiendas y pequeños cafés. Ya en Estados Unidos, continuó las indagaciones consultando numerosos documentos y conversando con otros miembros del personal de la APC con los que trabó conocimiento después de abandonar la Zona Verde.

Y aquí, con esa mención topográfica, se define mucho de lo que Chandrasekaran constató en el desarrollo de su labor, que se manifiesta paladinamente tanto en el título del libro, Vida imperial en la Ciudad Esmeralda, como en el subtítulo, Dentro de la Zona Verde de Bagdad. Porque de eso se trató la cosa desde el principio: las autoridades y la burocracia norteamericana, la APC, que se hizo cargo de administrar la ocupación durante cerca de un año, volcando ingentes cantidades de energías y recursos en tan abnegado como muchas veces estéril trabajo, se pasaron el tiempo encerrados en una burbuja aislada de la realidad económica, social y política, es decir, de todo un país que había que gobernar. Las causas fueron múltiples. En parte contribuyó la pésima selección de personal (más atenta a la lealtad política republicana que a su competencia y conocimiento del idioma nativo --los orientalistas del departamento de Estado fueron metódicamente excluidos--), asimismo influyeron cuestiones de seguridad, pero, por encima de todo (todavía no habían empezado de forma sistemática y masiva las matanzas contra las fuerzas militares y los civiles que convertirían el país en un infierno), por razones culturales y de costumbres: comodidad, hábitos e impenetrabilidad sicológica para abrirse a lo que es visto más extraño y ajeno que distinto.

Todo ello conllevó una serie de medidas tan disparatadas como contraproducentes que produjeron el colapso del Estado, no sólo del régimen baasista (que era lo que se pretendía), pues ambos (partido y Estado) estaban estrechamente entrelazados en la práctica, siguiendo la concepción de inspiración totalitaria que nutría la ideología del partido Baas. Todo empezó con la disolución del ejército, la policía y la depuración de los cuadros bajos y medios del partido Baas que servían en la burocracia civil y en las empresas propiedad del Estado (la mayoría de las importantes) en puestos clave, siquiera para un funcionamiento elemental. Esta opción contribuyó en una medida capital al colapso de la administración y el orden público, con el fin comleto de la seguridad, reforzando por añadidura en un grado elevadísimo la competencia y eficacia de los distintos grupos insurgentes, sectarios y organizaciones delictivas con un personal cualificado, desesperado por su situación personal y familiar.

Lo fundamental no reside tanto en las equivocaciones como en las buenas intenciones que las alimentaban, fruto de una visión ideologizada, ajena a toda realidad incómoda, producto de una doctrina, la neoconservadora, tan peligrosa en esos términos idealistas como la progresista (de hecho ideológicamente son primas hermanas): hacer el bien a toda costa y caiga quien caiga. Los neocon pretendían nada menos que crear una democracia liberal y de mercado en pleno Oriente Próximo que constituyera un ejemplo a seguir para todos los países de la zona, algo muy loable en lo que se refiere a juzgar los propósitos, pero letal en su plasmación

Si a este tipo de medidas, que provocaron desabastecimiento energético, ausencia de servicios básicos, como sanidad, educación elemental y superior, saneamiento, mantenimiento de infraestructuras, aprovisionamiento de productos básicos, etcétera, se suma la destrucción de los primeros días con aquella oleada (perfectamente televisada) de pillaje masivo, expolio y destrucción gratuita de bienes públicos de inestimable valor ,y ya de por sí de muy difícil reparación en condiciones óptimas, el panorama creado por la ocupación no puede ser más nefasto. De aquellos polvos procedieron todos los lodos posteriores. Nadie había previsto lo que había que hacer tras derrotar a Sadam y qué consecuencias tendría sus caída, se sustituyó ideología por realidad.

Así pues, lo fundamental, a mi juicio, no reside tanto en las equivocaciones como en las buenas intenciones que las alimentaban, fruto de una visión ideologizada y sectaria, ajena a toda realidad incómoda, producto de una doctrina, la neoconservadora, tan peligrosa en esos términos idealistas como la progresista (por su pretensión de superioridad moral): hacer el bien a toda costa y caiga quien caiga. Los neocon pretendían nada menos que crear una democracia liberal y de mercado en pleno Oriente Próximo que constituyera un ejemplo a seguir para todos los países de la zona, algo muy loable en lo que se refiere a juzgar los propósitos, pero letal en su plasmación porque ni se contó verdaderamente con los iraquíes (salvo algunos exilados de tan dudosa reputación como Chalabi) ni se contempló el problema iraquí en su conjunto (como nación y Estado), sustituyéndolo por la consagración política de sectas y etnias (suní, chií y kurda), ni se tuvo en consideración la influencia de los vecinos sirios y, muy concretamente, iraníes.

Fue durante la etapa de Paul Bremer, avalado ante el presidente Bush por el vicepresidente Richard Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el subsecretario de Defensa Paul Wolfowich, en seria pugna con el departamento de Estado de Colin Powell, cuando se llevó a cabo toda esta operación de ingeniería política, social y económica. Ahí, ya se ha mencionado más arriba, se pusieron las bases del actual desastre y se cometieron los errores fundamentales, incluyendo por lo demás todo lo relacionado con las oscuras contratas y subcontratas de empresas norteamericanas que, a menudo, rapiñaron los presupuestos aprobados por las Cámaras legislativas. Resulta curioso constatar cómo a una campaña militar impecable, con muy pocas bajas para ambos bandos, le sigue un fiasco político de tamaña naturaleza e implicaciones. Todos aquellos lectores que quieran acercarse con cierta hondura a las raíces del problema desatado tras lo ocupación, tienen en el libro de Rajiv Chandrasekaran una oportunidad única y muy accesible de conocerlas de primera mano.


 

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