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Carlos Martínez Gorriarán: Movimientos cívicos. De la calle al Parlamento (Turpial, 2008)

Carlos Martínez Gorriarán: Movimientos cívicos. De la calle al Parlamento (Turpial, 2008)

    NOMBRE
Carlos Martínez Gorriarán

    CURRICULUM
Profesor titular de Estética y Teoría de las Artes de la Universidad del País Vasco. Miembro del comité de redacción de la revista Bitarte y columnista de El Correo y ABC. Autor de los libros Casa, provincia, rey (1993), Estética de la diferencia. El arte vasco y el problema de la identidad (junto a Imanol Agirre, 1995) y Oteiza, un pensamiento sin domesticar (Baroja, D.L.). Miembro fundador de BASTA YA, de la que surgió el partido Unión Progreso y Democracia



Carlos Martínez Gorriarán

Carlos Martínez Gorriarán


Tribuna/Tribuna libre
Movimientos cívicos. De la calle al Parlamento
Por Carlos Martínez Gorriarán, domingo, 2 de marzo de 2008
En estas páginas se analizan los movimientos sociales más destacados surgidos en España durante los últimos treinta años, sus victorias y derrotas, sus grandezas e insuficiencias. En contraste con el creciente descrédito de la política al uso, los movimientos cívicos son juzgados altruistas, consagrados a defender el interés general y a menudo admirables; de ahí el atractivo de tan prestigiosa etiqueta. En España los movimientos cívicos más dignos de atención han perseguido por lo general objetivos como la lucha contra el terrorismo y la solidaridad con sus víctimas, la oposición al nacionalismo obligatorio y la defensa de libertades públicas amenazadas. Tal es la idea principal que defiende este libro, así como también que el desarrollo de la democracia española no podrá hacerse sobre otra base que no sea la promoción de la ciudadanía ―es decir, de los derechos y obligaciones de los ciudadanos, personas iguales y libres que viven en un Estado de derecho compartido― frente a las amenazas procedentes del nacionalismo, el comunitarismo y las diversas variedades de fundamentalismo y fanatismo colectivo, sean de raíz religiosa, cultural o ideológica.

Este libro trata sobre algunos movimientos sociales desarrollados en España durante los últimos treinta años, de sus victorias y derrotas, sus grandezas e insuficiencias. No es un estudio exhaustivo de los muchos centenares de iniciativas sociales de todo tipo acreditables como movimiento cívico. Tampoco de las no menos numerosas que han pretendido hacerse pasar por tales. En contraste con el desprestigio de la política usual, los movimientos cívicos son juzgados altruistas, consagrados a defender el interés general y a menudo admirables; eso explica el atractivo que dispensa tan prestigiosa etiqueta. Naturalmente, que un colectivo merezca el apelativo de cívico no implica que todos debamos compartir todos sus principios, objetivos y modos de actuar.

Una manera popular de sentar la diferencia entre movimientos cívicos y partidos políticos es afirmar que los primeros son apolíticos. Es un elogio tan bienintencionado como erróneo, porque los movimientos cívicos son lo más político que hay entre nosotros: personas reunidas para ejercer como ciudadanos en algún asunto concreto, es decir, para actuar como sujetos políticos que persiguen determinados fines a los que atribuyen interés público, y esto sin pretender un interés privado especial. Por tanto, democracia en estado puro, germinal. Los fines pueden ser de lo más variado, de la defensa de la naturaleza a la solidaridad con grupos o personas tratados injustamente, o la promoción de una determinada legislación inexistente hasta la fecha, se trate de legalizar el aborto o de reprimir el maltrato conyugal. Ahora bien, en España los movimientos cívicos más dignos de atención han perseguido por lo general objetivos más básicos, como la lucha contra el terrorismo y la solidaridad con sus víctimas, la oposición al nacionalismo obligatorio y la defensa de libertades públicas amenazadas. Ésta es la idea principal que busca probar este libro.

Naturalmente, en España ha habido y hay movimientos cívicos genuinos con otros objetivos —ecológicos, sociales o pacifistas— y habrá ocasión de citar algunos, pero creo que nuestra experiencia en este campo, y muy especialmente la vasca y catalana, las más notables, ha surgido más de la lucha contra los crímenes de ETA, y contra los abusos del nacionalismo y sus atentados contra la libertad, que de las muy respetables cuestiones medioambientales, pacifistas o sociales que han articulado los movimientos cívicos de otros países. En Alemania se movilizaron centenares de miles de personas contra la proliferación nuclear y la carrera de armamentos durante la guerra fría, en Estados Unidos por la igualdad civil en los estados con discriminación racial o contra la guerra de Vietnam, en Francia contra Le Pen y en defensa de la igualdad republicana, y en muchos otros países por parecidas metas y reivindicaciones, pero en nuestro caso las calles se han llenado para protestar contra ETA o los atentados islamistas. No se puede ignorar, naturalmente, el gran apoyo que han merecido las protestas contra la guerra de Irak, por el desastre del Prestige en la costa gallega o contra la negociación del Gobierno de Zapatero con los terroristas nacionalistas vascos, pero en estos tres casos la movilización aparecía muy teñida de movilización partidista, mientras que las acciones del movimiento cívico son, creo, unitarias, plurales y lideradas por personas o grupos al margen —al menos mientras puedan— de la disciplina de partido.

En resumidas cuentas, y como no podía ser de otra manera, los movimientos cívicos producidos en España están determinados por las peculiaridades de la democracia española. La Constitución de 1978 y las instituciones resultantes han sido capaces de solucionar razonablemente gran número de funestas herencias del franquismo pero, en cambio, no han sabido erradicar el terrorismo nacionalista mediante políticas exclusivamente legales. Al contrario, han tolerado e incluso estimulado la floración de la plaga del nacionalismo obligatorio, que allí donde triunfa —el ejemplo más acabado es el catalán— instaura en poco tiempo un régimen asfixiante que margina a los disidentes y silencia la existencia misma de desavenencias en una sociedad rebajada a la categoría tribal de «pueblo», liquidando la práctica de la ciudadanía. Por eso mismo se debe reconocer que los principales movimientos cívicos españoles han sido movimientos en defensa activa y pública de una ciudadanía amenazada. Es lo que espero mostrar en las páginas que siguen, como también que el desarrollo de la democracia española no podrá hacerse sobre otra base que no sea la promoción de la ciudadanía, es decir, de los derechos y obligaciones de las personas ciudadanas iguales y libres de un Estado de derecho compartido, contra las amenazas procedentes del nacionalismo, el comunitarismo y las diversas variedades de fundamentalismo y fanatismo colectivo, sean de raíz religiosa, cultural o ideológica.

***


Para alumbrar un movimiento cívico hacen falta una situación y una pregunta; una injusticia que se debe cambiar y una pregunta al respecto: y yo, ¿qué puedo hacer para cambiarla? Todo comienza entonces: no en la interrogación sobre qué harán los demás, o lo que esperamos que ocurra de modo fatalista o indiferente, sino con la pregunta comprometida por la obligación y las posibilidades de la acción personal, el qué hacer. Pues la movilización cívica nace de muchas decisiones individuales de intervenir e implicarse, de hacerse cargo de las cosas optando por un papel activo —por modesto que sea— frente a la pasividad del espectador, del indiferente o del arrastrado por la corriente general de conformismo. Un movimiento cívico surge cuando las personas concernidas se deciden a ser autores de su propio e incierto destino… en vez de personajes que representan un papel escrito y dictado por otros.

Esto tiene su importancia. Se tiende a contemplar los movimientos cívicos como si fueran icebergs sociales, manifestaciones vistosas e impresionantes de una gran masa humana sumergida. Lo cierto es que el supuesto iceberg está compuesto de personas con una historia personal, con voluntades y compromisos individuales. No surgen de movimientos históricos espontáneos, ni de una voluntad colectiva manifestada mediante acciones masivas y arrolladoras. La verdad es que no encuentro nada más ajeno y alejado de los movimientos cívicos auténticos que esa peroración gregaria sobre «las masas» o «el pueblo en marcha».

Los movimientos cívicos en los que el autor ha tomado parte comenzaron exactamente así: de gente que se preguntó qué podía hacer contra la violencia terrorista, y por tanto contra la indiferencia, el miedo y la negativa a comprometerse, es decir, contra las formas pasivas de complicidad con el mal. Era y es algo peligroso, como prueban los asesinatos de tantos que sí tomaron partido contra esa dictadura del terror, el conformismo y la brutalidad. Porque otro rasgo básico de la movilización cívica es… que es partidista. Tomar partido por algo y actuar en consecuencia: ésta es la cuestión.

Pocas cosas parecen tan obvias como los «movimientos sociales », y sin embargo resultan más difíciles de cerrar con una definición. Los ejemplos no son demasiado clarificadores. Si decimos que el Ku Klux Klan es un movimiento social, además de ofender a casi todo el arco del pensamiento liberal y progresista —existe el prejuicio de que todo movimiento social sea progresista por naturaleza —, parecerá que enfocamos el asunto de un modo lamentable. Sin embargo, ese movimiento racista es un movimiento social, como lo son también el movimiento por los derechos de los animales o contra la globalización. Lo común entre cosas tan diversas es que aparecen para presionar a favor de determinadas políticas sociales sin ser partidos políticos, ni tampoco sindicatos o lobbies (aunque a menudo tengan algunos rasgos semejantes); no se presentan a las elecciones ni actúan en defensa de sus afiliados o socios, sino que lanzan campañas a favor de sus objetivos y piden a sus simpatizantes que participen en actos públicos que influyan sobre las instituciones de modo favorable a sus peticiones. Es decir, lo suyo es actuar para promover cambios o para impedirlos. Dejemos, de momento, si esos cambios o parones son progresistas, reaccionarios, utópicos o sensatos, porque hay casos y ejemplos para todos los gustos.

Como sus objetivos son públicos, los movimientos sociales intervienen directamente en la política, incluso cuando se proclaman apolíticos. Hay muchos vasos comunicantes que fertilizan movimientos sociales, partidos e instituciones de todo tipo. Los partidos políticos, en concreto, pueden promover movimientos sociales o tratar de paralizarlos, y a menudo lo consiguen. Es más, cierto tipo de partido político, el de masas, necesita el complemento de «movimientos sociales» que amplíen su presencia pública y sirvan de base de reclutamiento. Antiguamente era una estrategia típica de los partidos de izquierda, emulada con gran éxito por los diversos fascismos y autoritarismos, y en la actualidad, en España, sigue siendo propia de los partidos nacionalistas.

Por tanto, es una pérdida de tiempo definir a los movimientos sociales como algo distinto, incluso opuesto, a los partidos políticos, sindicatos e instituciones semejantes. Al contrario, muchos movimientos sociales han actuado, como solía decirse, a modo de «correa de transmisión» de un partido o grupo de presión. Incluso si no es exactamente así, a los partidos les gusta sugerir que funcionan de esta manera. En contraste, cierta tradición política, tanto populista como ácrata, considera esos movimientos como expresiones puras y desinteresadas de la esquiva (y peligrosa) voluntad general, en contraste con las burocracias y martingalas típicas de los partidos, volcados a defender intereses particulares y negociar arreglos motejados de inmorales, aunque sean éticamente constructivos. Todo pureza popular. Por eso las dictaduras y corrientes totalitarias del siglo XX, tanto de izquierda como derechistas, explotaron a fondo esa imagen para enmascarar su propia realidad oligopólica. Numerosos partidos autoritarios prefirieron autodenominarse movimiento, por ejemplo el Movimiento Nacional que Franco impuso para anular en una totalidad bajo su control a los diversos partidos reaccionarios que le auparon al poder apoyando el golpe de estado de 1936 y la guerra civil posterior (falangistas, carlistas, cedistas y monárquicos). Izquierda y derecha fundamentalistas comparten cierta apologética de los «movimientos sociales » impregnada de odio a la política real, por lo que ésta tiene de inevitable —y fecunda— transacción formal y acuerdo entre rivales. Contra ese «mercadeo» condenable se alza la pureza de los movimientos sociales, ajenos a todo individualismo e identificados con la totalidad de un interés general que excluye la divergencia. Pues bien, serán movimientos sociales pero no son movimientos cívicos; éstos corren a cargo, necesariamente, de ciudadanos distintos e individuales asociados para algún fin limitado. Se trate de oponerse a las armas nucleares o de luchar contra el terrorismo.

La imagen ideal de un movimiento social totalitario es la del «pueblo en marcha». Presupone que todo el pueblo tiene —debe tener— los mismos intereses y objetivos unánimes, de los que le separan los intereses mezquinos de los individualistas y «enemigos del pueblo», con sus pérfidas maniobras de división del interés general. Mussolini organizó su golpe de estado fascista como una marcha del pueblo italiano contra la democracia —la Marcha sobre Roma—, y la propaganda apologética del maoísmo, tan exitosa en Occidente, convirtió la desastrosa retirada del ejército de Mao hacia bases seguras en el norte del país, junto a la frontera soviética, en la heroica y sublime Larga Marcha del pueblo chino dirigido por el Partido. No es casualidad que el heredero legal del fascismo en la Italia de la posguerra lleve el nombre de Movimiento Social Italiano. Los ejemplos de este tipo abundan mucho. Por esta razón, porque pretenden encabezar la marcha unida del pueblo, son los partidos autoritarios, y más los abiertamente totalitarios, quienes más se han esmerado en impulsar movimientos sociales acordes con sus intereses de dominación.


Nota de la Redacción: Este texto forma parte del libro de Carlos Martínez Gorriarán, Movimientos cívicos. De la calle al Parlamento (Turpial, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al autor y a Ediciones Turpial por su gentileza al facilitar su publicación en Ojos de Papel.


 

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