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Opinión/Editorial
¿De la tregua permanente a la tregua intermitente?
Por ojosdepapel, jueves, 11 de enero de 2007
Veinticuatro horas después de la comparecencia pública de un José Luis Rodríguez Zapatero autocomplaciente y jactancioso, es decir, el 30 de diciembre, ETA asoló el aparcamiento de la Terminal 4 del aeropuerto de Madrid con la mayor explosión de la historia de la banda terrorista. El balance es el de dos inmigrantes ecuatorianos asesinados, Carlos Alonso Palate y Diego Armando Estacio, y enormes daños materiales. En el plano del debate público, la política zapaterista respecto el mal llamado “proceso de paz”, se ha desplomado. Ya no se puede argüir lo que se consideraba la mayor baza: que lo estaba haciendo bien porque lo fundamental es que no había muertos, cuando ese argumento era sumamente endeble. Reputados analistas, como Florencio Domínguez, ya habían advertido hasta la saciedad de que esa circunstancia era más bien casual, que en otros atentados en los últimos tres años se habían producido heridos y que sólo la suerte había evitado lo peor.
Por otra parte, se evidencian los pésimos cálculos del Gobierno al permitir el rebrote del terrorismo callejero, la vuelta de las intimidaciones, el asalto a las sedes de los partidos y la continuación de la extorsión a los empresarios. Tampoco dice nada bueno del Gobierno y de su responsable máximo, quien presumía de tener bajo control los hilos del “proceso” al poseer la mejor y más fiable información sobre el mismo, razón por la que pedía que la sociedad confiara ciegamente en él, que se toleraran, interpretándolo como cuestiones de “consumo interno”, las crecientes amenazas etarras y, sobre todo, la reorganización y rearme de la banda terrorista, denunciado por Francia en más de una ocasión. Nada bueno, por su parte, puede sugerir el trato judicial y fiscal benigno que, a instancias del Gobierno, han venido recibiendo muchos de los miembros del complejo etarra en los últimos tiempos. También ha quedado al desnudo la artimaña con la que se pretendía culpar al PP en caso de que todo se fuera al garete, ETA no ha dejado lugar a dudas de quién lleva la iniciativa.

El Gobierno, con su presidente al frente, tenía la obligación de sondear las posibilidades que se abrían para llegar a una normalización democrática en el País Vasco a partir del presupuesto de que la banda se sentía derrotada y de que había que articular una serie de fórmulas para que el desmantelamiento del grupo terrorista llegara a buen puerto. Hasta ahí todas las fuerzas políticas estaban de acuerdo, incluyendo al PP. Los problemas surgieron muy pronto y con toda nitidez cuando se advirtió que ETA exigía un precio político por la paz (derecho de autodeterminación, anexión de Navarra y liberación de todos los etarras asesinos encarcelados) y el Gobierno obviaba esta cuestión fundándose únicamente en el hecho de que mientras se negociase no habría muertos, sin reparar debidamente en que proporcionaba un tiempo valioso, una suerte de balón de oxígeno, para que el grupo terrorista, asfixiado por los continuos golpes de las fuerzas de seguridad y los aparatos judiciales españoles y franceses en los último años, recuperara fuerzas y volviera a disponer de nuevos comandos y suministros. La que era en principio una postura razonable por parte de Zapatero, se transformó así en una apuesta muy arriesgada, casi suicida, porque no tenía más que la garantía de un grupo terrorista que ya había roto dos treguas, de que no volvería a matar, promesa incumplida tras la ruptura de 1999.

Pese a todo ello, en su comparecencia tras el bárbaro acto de ETA en la T-4, y ante las peticiones reiteradas de los periodistas de que aclarase su posición, Zapatero se agarró como un clavo ardiendo ese día 31 al término “suspender” para referirse a la interrupción del diálogo con ETA-Batasuna, entendiéndose por ello meridianamente la idea de diferir por un tiempo los contactos hasta que la tensión del ambiente amaine y permita su reanudación. Esta actitud obcecada, de corte curiosamente similar a la protagonizada por Aznar durante las jornadas de marzo de 2004, levantó tal polvareda en contra de la posición gubernamental que el periódico oficialista, cualificados miembros del Gobierno y del partido socialista han intentado matizar las palabras del presidente indicando que pretendían significar que, con ese salvaje atentado, era ETA la que había cortado, no el gabinete, como si fuera necesaria alguna explicación de quién había colocado la furgoneta repleta de explosivo o quién era el verdadero culpable de las muertes y los estragos. Sólo la mala conciencia por las campañas de culpabilización del PP por la catástrofe del Prestige y de la masacre del 11-M pueden justificar una reacción expuesta en tales términos.

Por la entidad del atentado y la falta de advertencia de la vuelta a la actividad criminal terrorista, se puede conjeturar sobre, al menos, dos tipos de objetivos que persigue la banda terrorista. Uno evidentemente hace referencia a la iconografía terrorífica del 11-M, un atentado sobre una instalación de transporte en un día de máxima afluencia, una terminal emblemática de la capital del Estado y unos destrozos materiales espectaculares: los terroristas parecen querer decir que son capaces de hacer algo similar o más dañino que en el 11-M. Esto carecería de valor si el atentado islamista no hubiese tenido, como tuvo, efectos políticos fulminantes, tanto en las elecciones posteriores, el 14 de marzo, a los que ayudó la inepcia del gobierno popular en la gestión de la crisis, como en la actitud del nuevo gobierno socialista en relación con la inauditamente rápida retirada de Iraq, no por el mero hecho mismo de sacar las tropas, que era una iniciativa anticipada en el programa electoral, sino por la forma precipitada en que se llevó a cabo. Este objetivo atañe al comportamiento de la sociedad española, a si el miedo puede o no tomar cuerpo en amplios sectores de ella, similar a lo ocurrido en aquella ocasión, o sabrá resistir, como ha venido sucediendo, frente al desafío planteado por ETA a la democracia española, pese al continuo reguero de sufrimiento y destrozo de vidas y propiedades.

El otro gran objetivo afecta centralmente al Gobierno y, particularmente, a su cabeza pensante o visible, José Luis Rodríguez Zapatero. El mal denominado “proceso de paz”, junto a la reforma estatutaria, en particular la catalana, eran los puntales de los nuevo rectores del socialismo para sostener el armazón político del que se pretendía excluir al Partido Popular, una forma de ahormar deslealmente al sistema democrático vigente para hacer imposible la alternancia, rompiendo de esta forma el consenso que dio lugar a la Transición democrática y a la Constitución vigente. La manipulación del pasado, con la revitalización de la incongruente “memoria histórica” sería la cobertura ideológica que explicaría y justificaría la marginación de los populares al presentarlos como cabeza visible de la “derecha extrema”, heredera directa del franquismo. Por lo tanto, políticamente responsable de la Guerra Civil, del levantamiento del 36, de los asesinatos durante y después de la conflagración y de la represión durante el franquismo.

El plan era bueno sobre el papel sólo para sus urdidores, pero sumamente endeble en el fondo, tanto que a nadie se le había ocurrido acometerlo hasta el momento pues suponía ponerse el revólver etarra en la sien, confiando en que, como ha señalado un analista muy avezado, cabalgar un tigre salvaje era algo plausible. Los pactos sólo se pueden establecer con gente civilizada, es decir, no predispuesta a echar mano a la pistola en cuanto se denieguen sus exigencias. Normalmente si unos pactos convencionales quiebran, sólo se obtienen disgustos políticos si acaban fallando por arrogancia irresponsable o simpleza (el caso de la excursión de Carod a Perpignan, por ejemplo). Cuando de terroristas se trata, la cosa cambia porque es el Estado de Derecho, no el personaje político o el partido de turno, el que sufre erosión y se tambalea al perder los fundamentos para los que fue creado. El atentado viene a decirle a ZP que con ellos, con los terroristas, no se juega como con Carod, que ellos tienen un instrumento poderoso, la violencia, que puede llegar a acabar hasta con el horizonte político de un partido. Que ellos pueden hacer añicos los planes para los próximos años no sólo de ZP sino también del PSOE como fuerza hegemónica en el nuevo sistema rupturista. Si no hay concesiones políticas, aunque sea encubiertas con la filigrana legal necesaria, para la anexión de Navarra por la Gran Euskalerría y el derecho a la autodeterminación, entiéndase, independencia, el euskonazismo extinguirá de un manotazo cualquier posibilidad de poner en pie ese tinglado desleal e irresponsable que apuesta frívolamente por la creación una alternativa política de izquierda al actual sistema constitucional.

Quizá todo esto explique por qué Zapatero ha sido tan reticente en sus declaraciones iniciales a romper el “proceso”, por qué no ha convocado el Pacto Antiterrorista, por qué han salido en tropel sus turiferarios a tapar brechas y echar balones fuera aparentando una firmeza que no concuerda con las reservas mentales del presidente, pero que se ha de exhibir para el inicial control de daños ante una sociedad española conmocionada y, en buena parte, sordamente indignada con la absoluta falta de transparencia, con los juegos de palabras, las manipulaciones y la exigencias de ciega confianza caudillista que chocan crudamente con la dura realidad de los muertos y el destrozo material. Pero todo es susceptible de empeorar. Al tiempo.
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