Juan Antonio González Fuentes
Fue una mañana extraordinariamente lluviosa la que se vivió en Santander el sábado 2 de marzo del año 2002. El día había amanecido encapotado de nubes sucias, tristes y pesadas, y lo cierto es que muy pocas cosas invitaban a salir de casa. Sin embargo yo disponía de una poderosa y feliz razón para lanzarme a la calle sin necesidad de pensarlo dos veces: iba a visitar en su domicilio santanderino, junto al recién reconstruido hotel Bahía, al poeta
José Hierro.
La tarde anterior se habían presentado al público, en la sede de la
Fundación Marcelino Botín de la santanderina calle Pedrueca, los dos volúmenes que conforman
Espacio Hierro. Medio siglo de creación poética de José Hierro, trabajo en el que el poeta
Lorenzo Oliván y yo mismo nos habíamos embarcado como editores literarios casi dos años antes, teniendo la enorme fortuna de contar con un amplio y heterogéneo grupo de colaboradores, entre los que figuraban sobre todo poetas y profesores universitarios especialistas en la obra de Hierro. Sobre el contenido general de la obra, pero esencialmente sobre su relación personal con la persona y la poesía de José Hierro, trataron los folios que aquella tarde nos leyó el gran poeta
Antonio Colinas sin precipitación alguna, con hondura y seriedad, en una mesa que, presidida por el premio Cervantes, contaba también con el rector de la Universidad de Cantabria, el director de la Fundación Botín, y Lorenzo Oliván y yo como responsables de la citada edición. Fue durante el transcurso de la cena a la que nos invitaron los responsables de la Fundación Marcelino Botín en un salón del santanderino Club Marítimo, cuando el poeta nos sugirió que le fuésemos a visitar al día siguiente para charlar un rato largo.
Acudimos a la cita Antonio Colinas, Oliván y yo. Al llegar al piso del poeta nos abrió la puerta una de sus hijas, y nos hizo pasar a un pequeño e insulso “cuarto de estar” del que nada de su decoración llamaba la atención. Mientras recorríamos el pasillo la voz de Lines, la mujer del autor de
Cuaderno de Nueva York, nos recordaba desde alguna de las habitaciones de la casa que no debíamos hacerle hablar en exceso, pues se encontraba bastante fatigado por los acontecimientos de la noche anterior. En el cuarto de estar, sentado en un sillón y bastante molesto con la incomodidad que le causaba todo el escandaloso aparataje que le ayudaba a respirar, nos recibió el poeta a quien acompañaba con su presencia ausente el pintor
Julio de Pablo.
Una vez sentados alrededor de Hierro, se inició una de las típicas conversaciones que él planteaba a sus contertulios no íntimos. Chascarrillos, menudencias, bromas incluso infantiles…, trufaban una charla de la que uno siempre esperaba mucho más, o al menos otra cosa. José Hierro parecía mostrarse reacio a cualquier atisbo de seriedad o trascendencia en sus conversaciones, como si necesitara pasar el trance del contacto hablado con personas no pertenecientes a su círculo más cercano bajo el disfraz de un ser tosco y superficial. Cuando se lo he comentado a personas que estuvieron cercanas a él de verdad, todas me han dicho más o menos lo mismo: era una actitud que nacía de la gran timidez del poeta y de la natural repulsión que sentía a ponerse “estupendo” y a impartir lecciones sobre nada.
Lo cierto es que las cuatro o cinco veces que coincidimos en tertulia siempre se comportó de la misma manera, esquivando con notable eficacia las tontas esperanzas de los demás por asistir a algo “sublime”. Sin embargo, en al menos dos de esos encuentros, se produjeron momentos en los que Hierro nos dejó atisbar en sus palabras y en sus gestos la existencia de un maestro literario excepcional, de un ser envuelto en una sensibilidad escalofriante. La primera vez ocurrió a finales del verano de 1999 en la espléndida terraza del domicilio santanderino del escritor, editor y galerista
Manuel Arce. La segunda, aquella mañana lluviosa de marzo en su propia casa, custodiada de algún modo por las piedras de la vieja catedral de Santander.
Recuerdo que ese día, casi sin venir a cuento, y tal vez empujado por algún comentario lanzado por Antonio Colinas, José Hierro comenzó a hablarnos de poesía española. Durante poco más de quince minutos que jamás podré olvidar, nos ofreció un asombroso recorrido por nuestra tradición poética lleno de erudición y comentarios luminosos; toda una lección de amena y vital sabiduría, fruto indudable de copiosas lecturas y de una inteligencia poética sobrecogedora, impensable en un principio en ese hombre hosco, físicamente arruinado. El poeta Colinas apenas podía creerlo: ¡Hemos sido testigos de un prodigio, podéis creerme!, dijo con un brillo especial en la mirada.
También me viene a la memoria el instante en el que le dije que estaba trabajando en la poesía de
Carlos Salomón. Me echó un vistazo cargado de sorpresa, y dirigiéndose sencillamente a nadie, con la mirada puesta de repente en el techo blanco de la habitación, murmuró como para sí: “ya era hora, ya era hora…”. Luego, paseando la vista por el rostro de todos los presentes dijo: “Salomón era un magnífico poeta. Entonces, sin duda, el mejor de todos nosotros”.
Aquel encuentro con el poeta no dio mucho más de sí. Y ciertamente en aquellos momentos no se me pasó por la cabeza que nunca más volvería a ver su rostro, aunque éste, como toda la figura del escritor, se encontraba ya muy desdibujado por la enfermedad y los muchos medicamentos. Ninguno de los presentes, salvo tal vez el propio poeta, podía intuir los pocos meses de vida que le quedaban resistiendo el claro envite de la muerte.