Juan Antonio González Fuentes
Yvan Goll era el pseudónimo utilizado por el escritor judío alemán
Isaac Lang, quien nació en Saint-Dié-des-Vosges, en 1891, y murió en la localidad francesa de Neully en el año 1950. Yvan Goll abandonó definitivamente Alemania tras el ascenso al poder de los nazis de
Adolf Hitler, instalándose en París y escribiendo a partir de entonces preferentemente en el idioma de su país de adopción. Goll escribió novelas (
El eurococo –1927–,
Lucifer envejece –1934–), obras de teatro (
Matusalén o el eterno burgués –1922–) y poesía. Como cultivador de este último género es por lo que Goll ha pasado a la historia de la literatura del siglo XX. A él debemos algunos títulos destacados (
El nuevo Orfeo –1918–,
La torre Eiffel –1924–,
Canciones malayas –1936–, o el póstumo
Hierba de sueño –1951–), aunque la que es considerada su obra maestra es
Juan sin Tierra (1936-1944), ciclo de baladas en el que cuenta su experiencia de expatriado con la forma de una mitología narrativa caracterizada por dos rasgos predominantes: los propios de la escritura popular y los de la expresionista.
Pero si ahora traigo al señor Goll hasta este espacio que Trasdós me brinda, no es por su más o menos reconocida importancia literaria, sino por haber sido el marido de la un tanto oscura escritora
Claire Goll (1890-1977), autora entre otras obras de un divertido y estupendo libro de memorias,
A la caza del viento, en el que él desempeña un destacado papel protagonista.
Y si comento aquí estas memorias es porque en ellas la señora Goll repasa con clara intención crítica y desacralizadora sus muchos años vividos en París en contacto directo y permanente con los grandes artistas y escritores de la época. Dicha intención queda perfectamente expresada en la cita proveniente del Eclesiastés que abre el volumen: “Vanidad de vanidades... Todo es vanidad y caza de viento”. Sí, para Claire Goll todo aquel mundo artístico parisino estaba dominado por la vanidad de sus protagonistas, fueran estos grandes o pequeños. “He conocido a grandes hombres –escribe Claire Goll–, genios incluso:
Joyce, Malraux, Saint-John Perse, Henry Miller, Picasso, Chagall, Maiakovski, Rainer Maria Rilke, Montherlant, Cocteau, Dalí, Jung, Antonin Artaud, Lehmbruck, Brancusi... El rasgo dominante, en la mayoría de ellos, era el fanatismo helado y la cerrazón”. Fanatismo y cerrazón, añado yo, sustentados sobre una vanidad desmesurada: esa es la tesis que al respecto defiende la escritora en
A la caza del viento.
Claire Goll
Escribir un libro de más de 300 páginas para llegar a esta simple conclusión, parece en principio además de una tontería, una perfecta pérdida de tiempo. Pero es que la clave del interés del libro no es la conclusión a la que finalmente en él se llega, sino el camino, la forma por la que se llega. Claire Goll plasma sus recuerdos desde su directa relación personal e intransferible con los hechos y las personas que los protagonizan, dejando a un lado, en la medida que eso es posible, la ingente y en ocasiones mítica carga de datos y valoraciones ajenas que pesan sobre los mismos, y que el tiempo se encarga de acumular en densas capas unas sobre otras. Ella misma lo aclara con suma precisión: “El tiempo vivido no se corresponde con la perspectiva del recuerdo, ni con la cámara oscura de la Historia”.
Por ejemplo, Claire Goll señala que en 1917, en Suiza, no existía
Dadá, e inmediatamente se preocupa en decirnos que los profesores del arte y la cultura, para rebatir tan tonta afirmación desmentida hasta por el más incompleto de los libros de historia, nos pondrán delante los nombres de
Tristan Tzara o de
Arp, y es que, aclara inmediatamente Goll, la verdad de los profesores se apoya en el capítulo cerrado de la historia, en la obra concluida, y ella lo hace sólo en su experiencia personal.
Cuando ella vivía en Zúrich, subraya, no había nada más que dadaístas en ciernes, jóvenes que deseaban “ardientemente ser poetas, pintores, escritores, pero no estábamos seguros de haber dado con el medio de traducir nuestras emociones. Los cuadros, libros, manifiestos eran tentativas, apuestas. Todos queríamos romper los grilletes de la estética, sacudirnos el peso de la tradición, luchar contra la mentira de los libros superfluos, pero jamás se nos habría pasado por la cabeza considerar nuestras obras como realizaciones definitivas dignas del museo o de la biblioteca del futuro”.
De ese modo el
Picasso del que habla Goll no tiene mucho que ver con el que aparece en la monumental obra de
Richardson;
Paul Celan no es más que quien intentó violarla en la época de la enfermedad de su marido;
Chagall aparece revelado como un compañero perfecto de viaje, divertido y gran conversador;
Kokoschka es un personaje terrorífico, una fiera lanzada sobre la tela contra la que libera toda su energía... Y así desfilan por las páginas de esta hermosa edición de la editorial valenciana Pre-Textos decenas de célebres artistas y literatos, caricaturizados sin piedad por esta increible mujer que a pesar de su vitriólica mirada, paradójicamente, jamás renunció a vivir en el mundo en el que sus vanidosos amigos reinaban, y eso que Claire Goll tuvo el suficiente tiempo, fuerza y curiosidad como para cambiar de vida, idénticas condiciones de salud y disponibilidad vital que según ella le llevaron a disfrutar de su primer orgasmo cumplidos los setenta y seis años. Me alegro por ella, aunque nunca fui muy receptivo a los milagros.
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NOTA: En el blog titulado
El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .