El poder pasó de los generales que
hicieron la revolución, a los abogados preparados en la UNAM y de éstos, a los
economistas que se formaron en universidades estadunidenses; Luis Echeverría fue
el primer presidente que no había luchado en la revolución o participado en una
elección. Más allá de la voluntad del presidente –que tenía un peso determinante
en lo inmediato– el acceso a cargos por elección popular o designación se fue
restringiendo en esa misma época: pese al populismo echeverrista, que pretendía
compensar las heridas de 1968, se inició el proceso de exclusión económica, social, cultural
y política, que se haría más franca y dura en el final del siglo y estos años
del XXI.
Hubo políticos que vieron que esas
inercias alejaban al poder político de la población y acabarían por romper la
magia del sistema. Uno de ellos fue Luis Donaldo Colosio, el asesinado candidato
del PRI, que parece haberse propuesto devolver al sistema su capacidad de
inclusión, lo que entrañaba afectar fuertes intereses. Una frase suya (“provengo
de la cultura del esfuerzo”) pudo haber sido tomada muy en serio por quienes
tuvieron, y tienen, capacidad para asesinar a un casi seguro presidente, en el
más completo anonimato.
La crisis financiera de diciembre de
1994 fue consecuencia de la violencia política que lesionó al país en ese
infausto año: el estallido de la rebelión indígena en Chiapas, los asesinatos de
Colosio y José Francisco Ruiz Massieu, la voracidad de los “duros” de la
oposición que provocó la renuncia fugaz del secretario de Gobernación, Jorge
Carpizo, acontecimientos que provocaron estampidas recurrentes de capitales y
forzaron al gobierno a pedir créditos externos de muy corto plazo, disfrazados
de deuda interna y al final del año estalló la crisis.
Miles de patrimonios se esfumaron de
la noche a la mañana; el empleo formal cayó drásticamente y proliferaron el
comercio ambulante y la delincuencia común; la desigualdad se exacerbó hasta
que, en nuestros días, la mitad de la
población es pobre, millones de familias padecen hambre y
unas cuantas docenas de familias concentran fortunas suficientes para formar
parte de la lista que anualmente publica la revista
Forbes.
La pobreza y el hambre no vienen
solas; son el punto de encuentro de un proceso más amplio de degradación humana,
que supone adicciones al alcohol y las drogas, violencia intrafamiliar, desgaste
de los valores morales y sociales, depresión emocional generalizada que, en los
jóvenes, se convierte en desesperanza y fuga hacia una fantasía en la que sobran
el dinero, el sexo y el reconocimiento de la comunidad inmediata a cambio de la
vida: “prefiero vivir dos años rico que sesenta pobre, como mi padre”,
parecieran
pensar los jóvenes.
Estos son los mexicanos excluidos del
país formal en el que todavía
vivimos las clases medias; son los jóvenes que no pueden compartir los valores,
costumbres y leyes de la “gente decente” porque viven en una realidad
inenarrable. El que así sea es una vergüenza y un riesgo para todos, pues si los
jóvenes no tienen más esperanza que la desesperanza, ya pueden armar guerras y
más guerras contra el crimen organizado, que no lograrán restaurar un mínimo de
seguridad social.
Estos debieran ser los problemas a
resolver por los gobiernos y parlamentos y las grandes incógnitas a responder
por los partidos políticos. Por ello fue tan bien recibido un hecho que no se
daba desde 1996: que los líderes de los tres grandes partidos políticos
coincidieran con el gobierno en definir una hoja de ruta, una lista de acciones
conocida como Pacto por
México, que es discutible y debe discutirse, pero no para
destruirla, sino para mejorarla y matizarla, como de hecho ocurrió con el
reciente acuerdo para evitar que los programas sociales se usen con fines
electorales.
Hay opositores al PRI y al gobierno
que tienen críticas de fondo al pacto, algunas de ellas atendibles, como la que
señala que la reforma
educativa no debería limitarse a cambiar la relación de los
maestros con la escuela, los alumnos y el gobierno-empleador, sino transformar
los planes y programas de estudios. Objeciones como ésta deben ser tomadas en
cuenta por los responsables del pacto y el gobierno, aunque no estén respaldadas
en amenaza alguna, como sí lo estuvo la inclusión –políticamente necesaria, pero
inútil– de que nadie abuse de los programas sociales.
Estar
de acuerdo en resolver los problemas fundamentales de la economía, la
distribución del ingreso y el bienestar en el país, no supone que los dirigentes
de los partidos de oposición hayan renunciado a su papel contestatario ni que
dentro de los partidos, incluyendo al PRI, deba ser condenable la disidencia y
la lucha interna. Supone que, en lo fundamental, todos sumemos esfuerzos, y que
la lucha política no ponga en riesgo las que parecen soluciones
impostergables.