Pacto por México

Pacto por México

    AUTOR
Renward García Medrano

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
México, 1940

    INICIO CURRICULUM
Ha sido profesor universitario de Economía, funcionario público federal, jefe de una misión internacional, asesor de un Presidente de la República de México y de varios secretarios de Estado. Tiene tres libros publicados. Ha sido director de varios diarios y revistas y conductor de programas de radio y televisión. Actualmente presta asesoría a entidades públicas y privadas para la redacción de documentos de especial importancia, e imparte cursos de redacción a distancia




Análisis/Política y sociedad latinoamericana
Lo fundamental: el Pacto por México en su contexto histórico
Por Renward García Medrano, lunes, 3 de junio de 2013
Con el decenio de los años 1970, termina la expansión casi ininterrumpida de la economía nacional con un tipo de cambio peso-dólar estable y tasas de inflación muy bajas. Al mismo tiempo empieza a estrecharse la movilidad social, que convirtió en clases medias a millones de hijos de familias pobres a través de la dupla educación-empleo.

El poder pasó de los generales que hicieron la revolución, a los abogados preparados en la UNAM y de éstos, a los economistas que se formaron en universidades estadunidenses; Luis Echeverría fue el primer presidente que no había luchado en la revolución o participado en una elección. Más allá de la voluntad del presidente –que tenía un peso determinante en lo inmediato– el acceso a cargos por elección popular o designación se fue restringiendo en esa misma época: pese al populismo echeverrista, que pretendía compensar las heridas de 1968, se inició el proceso de exclusión económica, social, cultural y política, que se haría más franca y dura en el final del siglo y estos años del XXI.

Hubo políticos que vieron que esas inercias alejaban al poder político de la población y acabarían por romper la magia del sistema. Uno de ellos fue Luis Donaldo Colosio, el asesinado candidato del PRI, que parece haberse propuesto devolver al sistema su capacidad de inclusión, lo que entrañaba afectar fuertes intereses. Una frase suya (“provengo de la cultura del esfuerzo”) pudo haber sido tomada muy en serio por quienes tuvieron, y tienen, capacidad para asesinar a un casi seguro presidente, en el más completo anonimato. 

La crisis financiera de diciembre de 1994 fue consecuencia de la violencia política que lesionó al país en ese infausto año: el estallido de la rebelión indígena en Chiapas, los asesinatos de Colosio y José Francisco Ruiz Massieu, la voracidad de los “duros” de la oposición que provocó la renuncia fugaz del secretario de Gobernación, Jorge Carpizo, acontecimientos que provocaron estampidas recurrentes de capitales y forzaron al gobierno a pedir créditos externos de muy corto plazo, disfrazados de deuda interna y al final del año estalló la crisis.

Miles de patrimonios se esfumaron de la noche a la mañana; el empleo formal cayó drásticamente y proliferaron el comercio ambulante y la delincuencia común; la desigualdad se exacerbó hasta que, en nuestros días, la mitad de la población es pobre, millones de familias padecen hambre y unas cuantas docenas de familias concentran fortunas suficientes para formar parte de la lista que anualmente publica la revista Forbes.

La pobreza y el hambre no vienen solas; son el punto de encuentro de un proceso más amplio de degradación humana, que supone adicciones al alcohol y las drogas, violencia intrafamiliar, desgaste de los valores morales y sociales, depresión emocional generalizada que, en los jóvenes, se convierte en desesperanza y fuga hacia una fantasía en la que sobran el dinero, el sexo y el reconocimiento de la comunidad inmediata a cambio de la vida: “prefiero vivir dos años rico que sesenta pobre, como mi padre”, parecieran pensar los jóvenes.

Estos son los mexicanos excluidos del país formal en el que todavía vivimos las clases medias; son los jóvenes que no pueden compartir los valores, costumbres y leyes de la “gente decente” porque viven en una realidad inenarrable. El que así sea es una vergüenza y un riesgo para todos, pues si los jóvenes no tienen más esperanza que la desesperanza, ya pueden armar guerras y más guerras contra el crimen organizado, que no lograrán restaurar un mínimo de seguridad social.  

Estos debieran ser los problemas a resolver por los gobiernos y parlamentos y las grandes incógnitas a responder por los partidos políticos. Por ello fue tan bien recibido un hecho que no se daba desde 1996: que los líderes de los tres grandes partidos políticos coincidieran con el gobierno en definir una hoja de ruta, una lista de acciones conocida como Pacto por México, que es discutible y debe discutirse, pero no para destruirla, sino para mejorarla y matizarla, como de hecho ocurrió con el reciente acuerdo para evitar que los programas sociales se usen con fines electorales.

Hay opositores al PRI y al gobierno que tienen críticas de fondo al pacto, algunas de ellas atendibles, como la que señala que la reforma educativa no debería limitarse a cambiar la relación de los maestros con la escuela, los alumnos y el gobierno-empleador, sino transformar los planes y programas de estudios. Objeciones como ésta deben ser tomadas en cuenta por los responsables del pacto y el gobierno, aunque no estén respaldadas en amenaza alguna, como sí lo estuvo la inclusión –políticamente necesaria, pero inútil– de que nadie abuse de los programas sociales.

Estar de acuerdo en resolver los problemas fundamentales de la economía, la distribución del ingreso y el bienestar en el país, no supone que los dirigentes de los partidos de oposición hayan renunciado a su papel contestatario ni que dentro de los partidos, incluyendo al PRI, deba ser condenable la disidencia y la lucha interna. Supone que, en lo fundamental, todos sumemos esfuerzos, y que la lucha política no ponga en riesgo las que parecen soluciones impostergables.