Para que su
historia resultara tan creíble como cualquier otra inventada —o sea, real— al
imaginar personajes españoles y extranjeros, ambientes y contextos que en mezcla
con las gredas dejadas por las aguas de las distintas culturas que se mezclaron en nuestro Siglo de
Oro, se dotó el autor D-H. Pageaux de un heterónimo con parte del nombre de uno
de los grandes viajeros judíos que atravesaron los caminos de la época: aquel
León Hebreo autor de los Diálogos de
amor. Será pues esencial elemento de intercambio el diálogo—monólogo a
menudo , fiel a su pícaro original— en
la historia urdida por su sucesor en el tiempo, o sea el autor de “Fiel amante”,
León, apellidado Moreno por esta vez. Mas nuestro buen narrador contemporáneo,
Homo Viator al igual que Ahasverus, asume
que además de los sabrosos diálogos correspondientes a toda novela
moderna, debe usar otros géneros, como será el más antiguo de la historia de la
literatura llamado “epistolografía”, nacida directamente en las tablillas
cocidas al fuego de Uruk— y cuyo
más ilustre precedente literario español pudo ser “Proceso de cartas de amores” (1553) de Juan
de Segura, aunque Diego de San Pedro ya intentara el procedimiento en sus
“novelas sentimentales”, que por cierto habrían de obtener posteriormente en la
Inglaterra del XVIII su más elevado rango con la célebre “Pamela” de Samuel
Richardson.
A tales técnicas, unirá en la mezcla y mortero de su trama la no
menos tradicional basada en los relatos que ideaban los viajeros para amenizar
sus travesías largas, polvorientas y tediosas, prolongándose en las pícaras
reuniones posteriores por las posadas y mesones del camino, escenario de todas
las pillerías posibles. Ya tenemos pues reunidas diversas “literaturas” entre
misteriosas misivas, maliciosas conspiraciones, cuentecillos encabalgados al
modo oriental a más de placenteros o fatigosos viajes siempre en la línea
teórica del “alter ego” de León Moreno —es decir Daniel- Henri Pageaux—,
expresada meridianamente en una frase de los párrafos finales de su colección de
ensayos titulada La Corne d’Amaltée
(5): “La búsqueda de las fuentes de antaño o de cualquier lectura
intertexual de hoy en día, muestra a las claras que el comparatista apuesta
sobre un dato que no duda en calificar de poético: un texto puede esconder otro,
puede asimismo revelar otro”.
Mas vayamos
al grano de una vez. Con todos estos mimbres en sus frágiles manos de humilde
catedrático de Instituto en París —en la ficción—, animado espiritualmente por
un epígrafe del Marqués de Santillana y enamorado de una mujer que a su vez ama
a otro pero que le etiqueta y mantiene como su “Fiel Amante”, León Moreno da
inicio a la tarea de reconstruir el camino documental en que habrá de hallar los
hechos y los datos donde un texto oculte y al tiempo revele otro, para que a su
vez ayude a tejer por entero el
cesto de su búsqueda: Nada menos que la autoría durante tantos siglos
controvertida de la paternidad literaria de Lázaro de Tormes, príncipe de todos
los pícaros que asolaron y asuelan todavía esa gastada y sucia piel de toro —por más que a diario se
sacuda con más y más sacrificios—, llamada España, reconcomida eterna y
precisamente de “lazería”, miseria o desgracia. La intriga o torcido de mimbres
se inicia con otro tema clásico de la literatura universal —tanto como para que
Cervantes lo tomara por origen de la historia de su ingenioso hidalgo, en las
cartas de Cide Hamete Benengeli— y que consiste en el hallazgo, fortuito o no,
de unos papeles que narran una historia que a su vez remite a otra y ésta a otra
más, con la que el autor deberá recomponer “su propio mundo”.
Amor, ese
fiel y omnipresente lazarillo, hará en esta ocasión que el flechado León revise
para ponerlos en orden, por mandato de la amada como vimos, los legajos
heredados por su rival en amores de un antepasado francés del s. XIX, que a su
vez los recibiera de otro su tatarabuelo, viajero desde la Gascuña natal en las
postrimerías del “mundo” del
Emperador Carlos. Será pues ese don Gabriel que visita España mediado el XVI,
enamorado siervo de doña Beatriz, condenada —como quiere la tradición literaria
más profunda en su género—, a casarse “con otro” y después morir, quien
protagonice la danza y la trama de manos del improvisado detective León Moreno,
frustrado amante a su vez de la bella, culta e inteligente doña Elisa. Llegamos
de este modo a la figura más importante de nuestro libro, que se encarnará —como
no podía ser de distinto modo en la época— en el fraile Jerónimo que a ambos ha
de acompañar como chaperón, un devoto erasmista y albañil experto de los
hallazgos narrativos que la relación epistolar producirá. Precisamente coincide
éste en su identidad ficticia, y no por casualidad, con el nombre real de fray
Juan de Ortega (6), a quien el gran hispanista Marcel Bataillon defendió
apasionadamente como verdadero autor del anónimo La vida de Lazarillo de Tormes y de sus
fortunas y adversidades.
Entre tales
hitos transcurre por tanto nuestra historia, real como la vida misma pues en
ella todo resulta grato en un ambiguo se
non è vero è ben trovato, que contiene las muy vívidas pláticas y escenas
palpitantes de la vida cotidiana en varias ciudades de una España donde entonces
importaban Salamanca, Toledo o Sigüenza… y donde se asentaba la esencia del
carácter que alimentó a “sus” autores. Un grito callejero, como el de un ciego
llamando a su criadito, un encuentro fortuito con un hidalgo arruinado pero
altivo, el paso de un riachuelo que viene crecido, una reunión de frailes y
estudiantes salmantinos en torno a jarras de buen vino o compartiendo unas uvas,
los trucos de un astuto “bulero” operando en la crédula estupidez de las
conciencias atemorizadas por la Santa Inquisición —la cual por cierto prohibió
la obra largo tiempo, contribuyendo a su éxito bajo capa— son fuentes tan
cabales de literatura como los relatos de los marineros que regresaban con las
manos vacías de pesca a las costas en que moraba un ciego ambulante llamado
Homero.
Mas vayamos
de una vez a lo mollar como dijimos, declarando de entrada que no desvelaremos
los hechos harto conocidos de aquel gran libro que aplicó su caleidoscopio a la
sociedad española del XVI; tampoco los actuales sucesos narrados en la
conspiración ideada por Moreno, para dirigirnos a lo que de verdad puede
importarnos: Que esta “nonada” que comentamos, como la ha calificado su autor, se lee
como una deliciosa intriga que contiene como final feliz el propósito de contar
al curioso lector el modo en que la literatura se transmite hasta quedar impresa
—por ejemplo— en una edición Príncipe de las cuatro clasificadas hasta hoy (7):
la publicada en Amberes por Martín Nucio, basada supuestamente en el original
que habría llegado a sus manos desde las del infeliz protagonista de nuestra
historia: tras regresar don Gabriel en su día a la Francia de origen con la
faldriquera llena de papeles y el corazón de amor desguarnecido, sus “papeles”
se habrían deslizado hasta la imprenta neerlandesa.
Todo puede
ser verdadero cuando las fuentes no decantan aguas claras, y a menudo quizás sea
mejor que permanezcan en el misterio del aliento que las produjo —como en toda
auténtica intriga construida por una vida plenamente disfrutada. Como bien dijo
D.-H. Pageaux en el epígrafe de este artículo, Por experiencia poética entiendo el
encuentro, fortuito o no, con una obra, literaria o no, que se muestra enseguida
necesaria. Y ante tal eventualidad, ¿qué podrá importar —salvo a los
historiadores de la cultura siempre en liza con los nombres y las fechas—, que
el autor de esas breves y estupendas páginas sean obra de Iñigo Hurtado de
Mendoza, Juan de Valdés o de su hermano Alfonso, Juan de Arce o Juan de
Maldonado, el mismísimo Lope de Rueda o el ínclito fray Juan de Ortega? Al
seguir las vueltas y revueltas de esta deliciosa trama que comienza en mal de
amores, acaba en las desgracias del burlado cornudo don Gabriel de Bianos, con
el mismo adorno en la testuz que aceptará su propia criatura Lázaro de Tormes al
final de sus días ya serenados de hambres y dolorosos lances compartiendo con un
clérigo su mujer, terminaremos convencidos de la autoría del jocundo y astuto
fray Juan creado por León Moreno.
Termino ya
diciendo que lo mejor que me habría podido suceder tras la lectura de este
libro, esta “nonada”, me sucedió con harto agrado, ya que me vi obligado a
sumergirme en las amarillas y mil veces subrayadas páginas de mi vieja edición
escolar de “Clásicos Ebro” en las que bebí con ansiedad y provecho para
disfrutar, cuando niño, de aquel estilo sencillo y vivo que tuvo la virtud de
preñar con el género “picaresco” a la Europa de su tiempo influyendo en siglos y
autores posteriores. ¿Cómo no citar aquí al Guzmán de
Alfarache (1599) de Mateo Alemán y la Vida del Buscón llamado
Pablos (1626) de Francisco de Quevedo? Sin obviar una larga lista de títulos y personajes interesantes como
pueden ser los del escudero Marcos de Obregón, Estebanillo González, la pícara
Justina, las “arpías” de Madrid, la “garduña” de Sevilla, el
bachiller Trapaza o el sagaz diablo cojuelo de Vélez de Guevara, quien levantara
los tejados de las casas para espiar lo que hacían los madrileños en la
intimidad. Añadiríamos por último el esperpento de aquél español fijodalguesco y
ensoberbecido que el inmortal Boccaccio llamara “Diego Rata”, como que en siglos
posteriores y en el ámbito
europeo la fortuna de la novela picaresca producirá obras por contagio
como el Gil Blas de Santillana del francés Lesage,
Fortunas y adversidades de la famosa Moll Flanders del inglés Daniel
Defoe o Las
aventuras de Simplicissimus del alemán Grimmelshausen.
Como
también se aprovecharon no sólo los autores de las imitaciones posteriores o
relatos ya citados, sino los textos precedentes al Lazarillo escritos desde el
modelo inicial, el “Liber antecessor” que fuera el Asno de Oro del genial romano Lucio
Apuleyo. Todas ellas, en castellano, francés, italiano o alemán, proceden del
modo más primitivo de narrar en forma de carta de petición, o descargo,
declaración judicial, de patrimonio
o fe de vida o relato ante el juez o la “autoridad” política y civil para
su halago: La vida misma en definitiva, de la cual “cuando calla o falla la
Historia, sale la ficción a revelar su propia verdad, ofreciendo al que leyere,
historias de amor y de aventuras”. De la lectura “del Lazarillo” siempre se
pesca algún buen pez o bota vieja, si no fuera neumático raído procedente de los
detritus de nuestra historia política económica y religiosa, siempre responsable
junto al absolutismo, de las costumbres sociales que tanto influyeron y aún
persisten en el carácter y costumbres, sean malas o buenas, del español del
siglo XXI.
Sobre todo
cuando un maestro de la Historiografía literaria, heterónimo del grande y
humilde a un tiempo León Moreno, es quien se empeña en darnos la lección —no
excátedra sino a pie de calle— de cómo entre personas, cosas, hechos, ideas,
comportamientos y emociones surgen extrañas conexiones mentales que se repetirán
a lo largo de las edades del hombre, usando para ello de enredos semejantes como
los que inventaron juntos la bella y desgraciada doña Elisa, el frustrado pero
fiel amante don Gabriel más el jocundo y sabio jerónimo llamado fray Juan. Ambos a tres creen a pies
juntillas que el amor lo mueve todo sobre la faz de esta triste tierra: Esta
novela viene a darles razón. La tuvieron siempre, pues será en esta nueva “Invención del
Lazarillo” donde se encuentre encapsulada la “Invención de la literatura
escrita”. Porque sus personajes no dejan de ser también los sucesores de
aquellos enamorados Gilgamesch y Enkkidu, quienes alentaron sus propias
aventuras junto a un primitivo miembro del mester de clerecía babilonio, acaso
un mítico émulo de Utnapisdim, que la redactaría y grabaría en tablillas de
barro algunos milenios antes de Cristo, para memoria de los hombres que no
quieren morir: Del mismo modo que nació ese Lázaro, “contemporáneo” nuestro,
ejemplo de quienes solamente pretenden sobrevivir deshaciéndose de la lepra del
hambre.
No quisiera
sin embargo cerrar estas líneas que dedico como homenaje al maestro D.-H.
Pageaux —al modo como lo han hecho sus discípulos de toda una vida recogiendo
cientos de ensayos consagrados a su magisterio en los dos tomos titulados Plus
Oultre (I y II) que ha publicado la editorial
L’Harmattan de Paris—, sin una última cita en la que creo responder
adecuadamente al contenido del epígrafe que desde su pluma abre mi reseña. Creo ya a mis
años en muy pocas cosas, pero creo firmemente, junto con el gran Novalis en sus
Himnos a la noche, que todo “es” más real, cuanto más poético (8). Y en
efecto, esperamos que el alba deba siempre regresar, aunque nos parezca que aún
es de noche.
NOTAS
(1) Daniel-Henri
PAGEAUX, “La lyre d’Amphion”, (“De Thèbes à la
Havane Pour une poétique sans frontières”. Par expérience poétique, j’entends la
rencontre, fortuite ou non, avec une
oeuvre, littéraire ou non, qui s’avère aussitôt
nécessaire.
(2) Quizás a John Donne se deba la
primera conceptualización de la “intertextualidad” que constituye hoy en día una
de las bases de los estudios literarios. Sería en el movimiento de Interanimation,
expresado por el gran clérigo poeta en su poema “The Extasie”, donde el alma
mejor dispuesta para ello (abler soul) se interiorizase en la obra para
expresarse después con una fuerza propia que tomó prestada de las demás. El compost de “alientos con más empeño”
(Donne) que en la memoria han formado los estratos significantes desde las
diversas lenguas empleadas por el hombre —empeñado en apropiarse, tras
delimitarlos, de nuevos espacios de
realidad—, se alimenta siempre el ánima de cada poeta que nace. Es lo que hemos
dado en llamar “Literatura”.
(3)
Daniel-Henri Pageaux es profesor de Literatura general y comparada en la
Sorbonne Nouvelle desde 1975. Hispanista de formación, dirige la colección
“Classiques pour Demain” en Editions l’Harmattan, es miembro correspondiente de
la “Academia de Ciencias y Letras de Lisboa”, dirige numerosas publicaciones
sobre ciencia comparatista y es autor asimismo de cientos de Ensayos, Estudios,
Manuales, Ediciones diversas, Conversaciones, e incluso de más novelas como las
tituladas Le Sablier Retourné o Le Système décima” con el pseudónimo de
Michel Hendrel.
(4) Turpin
Editores, 2012 (turpin@graficasalmeida.com)
(5) L’Harmattan,
Paris, 2003.
(6) Fray
Juan de Ortega era en aquél tiempo superior general de los Jerónimos, lo que
explicaría el anonimato de la obra a él atribuida con enorme verosimilitud por
el hispanista francés.
(7) “Juan
de Junta”, en Burgos; “Hermanos del Canto” en Medina, siendo las dos de 1554 así
como la mencionada en Amberes e impresa por “Nucio” de la que existen 7
ejemplares, más la de “Salcedo” en Alcalá con un solo ejemplar al igual que las
de Burgos y del Canto. De la edición de Medina apareció en 1992 otro ejemplar
muy bien conservado y emparedado en una casa del pueblo extremeño de
Barcarrota.
(8) Die Poesie ist das echt
absolut reelle. Dies ist dar kern meiner Philosophie. Je Poetischer, Je Wahrer. “Hymnen an die
Nacht”.