CAPÍTULO I
Veintidós años esperando esto. Cuando uno espera
algo durante tanto tiempo y por fin llega, se da cuenta de que nunca es como
imaginaba. Claro, en ese tiempo ha podido representarlo mentalmente de
diferentes maneras, pero lo cierto es que cuando sucede nunca es igual.
Estoy sentado en la fila 17, junto a la ventanilla. Veo un ala del
avión. Las azafatas están explicando cómo utilizar las mascarillas de oxígeno y
el chaleco salvavidas. No sé si alguien pensará que eso puede servir de mucho en
caso de estrellarnos. Esa sí que sería una buena, tantos años esperando para
volver a Madrid y voy a subirme en un avión que termina en el fondo del océano o
explotando en pleno vuelo. En fin, supongo que todo esto tiene que ver con la
psicosis posterior al 11–S, desde entonces el mundo entero parece haber
cambiado, aunque el mío lo hizo mucho antes, veintidós años antes. En este
tiempo no había vuelto a tomar un avión, pero es que mi vida ha estado detenida,
congelada, y la verdad es que aquella última vez recuerdo que tenía casi tanto
miedo como ahora, aunque por razones diferentes.
Vuelvo a mirar por
la ventanilla, nos dirigimos ya a la pista de despegue, los motores empiezan a
hacer un ruido que aunque no quieras te pone en alerta, el aparato acelera y de
pronto eleva su parte delantera, todos pegamos la espalda y la nuca al asiento.
Una vez leí en algún sitio que el despegue es el momento más peligroso de un
vuelo, cuando suceden la mayor parte de los accidentes, como un castigo de lo
dioses ante el desafío insensato de los hombres. Claro que yo nunca he creído en
los dioses y hace ya tiempo que dejé de creer en los hombres, incluso en mí
mismo.
Echo un vistazo a mi alrededor, junto a mí, un tipo gordo,
sudoroso, con bigote y el pelo grasiento peinado hacia atrás, se afloja la
corbata, cierra un momento los ojos y murmura cosas para sí. En la otra fila un
tío dormita, supongo que se habrá tomado algo, desde luego envidio esa capacidad
para dormir en cualquier parte que tienen algunos, a mí siempre me cuesta
conciliar el sueño, al menos así ha sido en general durante todo este tiempo, el
cómo era antes no lo recuerdo bien. Una mujer a su lado ojea una revista con
aparente despreocupación. Apoyo otra vez la cabeza en la tela blanca colocada en
lo alto del asiento, yo también cierro los ojos.
Durante estos años
he revivido en mi memoria una y mil veces aquella noche de noviembre en que mi
vida cambió para siempre. Aquella estúpida noche cuando mate a un hombre a
puñaladas, el momento justo en que salí corriendo mientras él se desangraba
tirado en la calle, los días que siguieron cuando puse un océano y veintidós
años de por medio para evitar ir a la cárcel.
Fue la noche en que perdí
a la mujer que amaba, a mi madre y a mi mejor amigo, y cuando, en definitiva, me
convertí en otra persona, al menos esto es lo que me gusta creer, que uno puede
cambiar, que entonces fui otro diferente como también ahora soy alguien distinto
a aquel que cometió ese asesinato, aunque ya no estoy seguro. Porque después de
todo ¿qué ha cambiado?, sí, ya no tengo dieciocho años, bueno ahora que lo
pienso ya no tengo nada de lo que tenía entonces, ni familia, ni amigos, ni
puede que la misma cara, solo recuerdos gastados y un enorme paréntesis vacío en
medio de mi vida. ¿Pero puedo creer de verdad que soy otra persona? ¿Alguien
distinto al que hizo todo aquello?
El avión se ha estabilizado en el
aire, se apagan los pilotitos indicando que puedes quitarte el cinturón de
seguridad, aunque yo sigo con él puesto pese a que sé, obviamente, que en caso
de caernos al océano no serviría de nada, pero tampoco me importaría mucho, ¿o
sí? Sí, seguramente eso es lo que nos hace huir y cambiar de vida incluso a
costa de perderlo todo, el viejo instinto de supervivencia, algo tan primario
como ese lado salvaje y animal que todos ocultamos y que puede llevarnos, en un
momento dado, a matar a alguien a cuchilladas una noche de noviembre.
Es mediodía, cuando lleguemos a Madrid con la diferencia horaria,
tendré el organismo lo suficientemente desordenado como para que no importe si a
estas horas me tomo un güisqui, nunca bebo por la mañana, pero tampoco he estado
nunca en una situación como la de hoy. Vuelvo a casa podríamos decir, aunque en
Madrid ya no tengo casa, pero en la ciudad en la que he vivido todo este tiempo
tampoco hay nada ya que pueda retenerme y lo cierto es que, no sé bien por qué,
pero siento que ha llegado el momento y debo regresar al lugar al que
pertenezco, o al que una vez pertenecí.
Pulso el timbre de la azafata y
espero. Un rato después, una chica que camina y sonríe sintiéndose una diosa
inalcanzable para la mayoría de los que la rodean, se acerca y exhibiendo su
profesional sonrisa me pregunta:
–¿En qué puedo ayudarle, señor?
Yo, que nunca he sabido sonreír por cortesía, me mantengo serio aunque
procuro ser educado y le digo:
–Sí, por favor, ¿podría traerme un Jack
Daniel’s con hielo?
–No tenemos Jack Daniel’s, señor.
–Entonces
Jim Beam –respondo.
–Lo siento pero tampoco. Hay JB y creo que Johnnie
Walker.
El gordo de al lado nos mira a uno y otro como en un partido de
tenis.
–Bueno, cualquiera de los dos. –le digo encogiéndome de hombros.
Pero la chica continúa sonriendo sin moverse y mirándome como si yo no hubiera
dicho nada. Está claro que no tiene intención de decidir por mí.
–Está
bien, Johnnie Walker entonces. En vaso ancho, por favor –añado.
–Muy
bien –responde y desaparece por el pasillo. El gordo sudoroso se gira para
echarle un vistazo al culo, luego señala con la cabeza y mirándome comenta:
–¡Joder!... –pero yo decido mirar otra vez por la ventanilla, haciéndole
el mismo caso que la azafata a mí ante la disyuntiva de decidir la marca de
güisqui. No deseo entablar conversación con este tipo y tener que aguantarle un
montón de horas de vuelo.
En unos minutos la chica me trae la bebida,
servida ya (con lo que pienso que nos podíamos haber ahorrado el tema de las
marcas porque seguramente no distinguiría ninguna), en una diminuta bandeja como
de juguete y con una servilletita a juego. Abro la ridícula mesita del respaldo
de delante y pienso:
“¿Por qué cojones en los aviones lo hacen todo tan
pequeño, empezando por el espacio entre los asientos?”
Cojo el vaso (el
güisqui también es corto, quizá esta gente se preocupa por la salud de sus
pasajeros y no quieren que abusen del alcohol) le doy las gracias, se marcha sin
mirarme y bebo un trago. El gordo, mientras tanto, le echa otra ojeada al culo
de la azafata y dice con marcado acento argentino:
–¡Joder vaya mina,
¿viste?!
Yo le hago el mismo caso que antes y vuelvo a mi ventanilla.
El comandante, a través de la megafonía, comenta algo sobre la altitud,
velocidad, temperatura exterior y tiempo aproximado de vuelo. Al rato, el tipo
de mi lado empieza a roncar con la boca abierta, y yo reprimo el deseo de
meterle la servilleta como si fuera una papelera a ver si así se calla.
Las azafatas reparten prensa argentina, me gustaría leer algún periódico
español. Una vez tuve que cambiar de vida, dejar atrás lo que me había
acompañado hasta entonces y, tanto fue así, que desconecté por completo de todo
lo relativo a mi ciudad y al país del que procedía. Intenté olvidarme
absolutamente de todo y aunque eso no es posible, aprendí a compartimentar
vivencias, sentimientos, recuerdos, heridas. Era como si en mi mente hubiera una
habitación independiente para cada cosa y en alguna de ellas, incluso, olvidé a
propósito donde había dejado la llave. Ahora estoy dispuesto a hacer lo mismo
pero a la inversa, un viaje de vuelta en todos los sentidos, me olvidaré de lo
que me ha acompañado estos últimos años y empezaré de nuevo, si es que eso es
factible. Le pregunto a la chica que me ha servido la bebida si tienen prensa
española, me dice que no y, aunque lo hace sonriendo, me parece detectar en su
voz cierto tono de fastidio y se me ocurre que me gustaría soltarle:
“Joder, no hay Jack Daniel’s, ni Jim Beam, ni prensa española, ni hueco
para meter las piernas ¡¿qué clase de vuelo es este?!” Pero lo único que hago es
coger el Clarín y ensayar una sonrisa cortés que no acaba de salirme del todo.
Termino la bebida antes que el periódico y me gustaría tomarme otro
güisqui, “¿por qué no?” –me digo–, pero decido que no tengo ganas de ver otra
vez a la chica de la sonrisa congelada y que me suelte que esta vez no hay
güisqui, ni hielos, ni vasos o que simplemente deje de dar el coñazo y me duerma
como el tipo de al lado. Miro la programación de la televisión y caigo en la
cuenta de que da igual lo que pongan esta noche porque estaré a miles de
kilómetros de distancia, en cualquier caso, nunca veo mucho la tele. Cierro el
periódico y lo coloco junto a las revistas de venta a bordo. Una azafata
diferente pasa y me recoge la bandeja con el vaso y la servilleta que no se ha
tragado el gordo. Pliego la mesita, echo hacia atrás un poco el respaldo y trato
de olvidarme de los ronquidos de mi compañero e intento dormir un poco.
Es inútil. Paso un rato en una especie de duermevela, pero mi mente me
lleva una y otra vez a aquella noche de noviembre que tantas veces he rememorado
a lo largo de este tiempo. Y vuelvo a recordar como empezó todo.
CAPÍTULO II
Julio y yo éramos amigos desde pequeños,
vivíamos en el mismo barrio e íbamos al mismo colegio, de hecho, estuvimos
juntos hasta secundaria pero él repitió un par de veces, sin embargo mantuvimos
la amistad. Yo fui, con el paso del tiempo, cambiando de amigos, a los del
barrio les sucedieron los del instituto y a éstos los de la universidad, y él
siempre me acompañó. Compartimos desde críos los juegos en la calle (si,
entonces los niños jugábamos en la calle al fútbol, al rescate, a churro, la
olla, las chapas y mil cosas más). También el descubrimiento de bandas de rock
que escuchábamos sin parar: Beatles, Stones, Credence, Led Zeppelín, Kiss, luego
el punk y la New Wave. Los libros menos, porque a mi me encantaba la lectura
pero al él no tanto, solo leía comics y a mi no me interesaban demasiado.
Después, las aventuras importantes: empezamos a salir con chicas, ir a
conciertos y frecuentar bares y discotecas.
Julio no
completó el bachiller y se puso a trabajar en la gestoría de un tío suyo. Él,
como yo, era hijo único y también compartíamos el que nuestras madres eran
viudas. Yo terminé C.O.U, aprobé “selectividad” y empecé periodismo, no sé bien
por qué. Había diferentes posibilidades y ninguna me llenaba del todo, pero
tenía claro que quería ir a la universidad, supongo que era algo que había
idealizado, me llamaban la atención las viejas historias de revueltas
estudiantiles (en mi cabeza se mezclaban el mayo del 68 con Woodstock, Wight,
Berkley, los hippies), el ambiente liberal y las chicas, claro. Además, para mi
madre que trabajaba de ordenanza en el Ministerio de Industria, era su gran
ilusión, que su único hijo tuviera una carrera universitaria. En mi familia
nadie lo había logrado. De modo que me matriculé en la Complutense y ahí
descubrí todo un mundo muy distinto a lo que había conocido hasta entonces. Hice
nuevos amigos, aprendí a jugar al mus y me pasé buena parte del primer curso en
la cafetería que en aquella época era, con toda probabilidad, uno de los lugares
más animados de Madrid. Cuando llegaron los exámenes tuve que ponerme las pilas
y darme la gran panzada a estudiar, conseguí aprobar todo, menos tres
asignaturas que dejé para septiembre, luego dos de ellas también las aprobé, sin
duda un triunfo. Mi madre estaba orgullosa y, a decir verdad, yo también. El
verano lo pasé como siempre, en Madrid, sé que ahora resulta raro pero mi madre
y yo jamás salimos de vacaciones, en mi barrio los chicos que salían era porque
su familia tenía casa en algún pueblo, no era nuestro caso. De todas formas no
me importó. Trabajé de socorrista en una piscina y estaba deseando volver a
clase (algo que hasta entonces nunca me había pasado) para encontrarme con mis
nuevos amigos y con Lucía, sobre todo con ella.
Ese curso, en el bar de la facultad, había conocido
a Roberto que era un año mayor que yo. Su padre era un importante abogado que
empezaba a frecuentar círculos políticos. Él, empezó a estudiar en ICADE pero
suspendió prácticamente todo y su viejo, como escarmiento, le obligó a
matricularse un año en la Complutense. Menuda idea. Creo que pasó más tiempo en
nuestra cafetería, que era también el lugar de encuentro de otros muchos
estudiantes del campus, que en las aulas, de hecho no creo que apareciese mucho
por la facultad de Derecho. Lo cierto es que a Roberto le encantó el ambiente,
tanto que siguió sin estudiar y decidió que permanecería allí todo el tiempo que
le fuera posible. Aunque era evidente que veníamos de planetas distintos,
enseguida congeniamos y nos hicimos inseparables. Era un gran tipo, alto, fuerte
y guapo, el típico chaval de buena familia, de aspecto sano, como de deportista
americano me parecía entonces, con buenos modales y simpático con todo el mundo.
Un líder natural. Le gustaba presumir de nuestra amistad (lo que a mí, en el
fondo, me llenaba de orgullo) y era muy generoso con el dinero de su padre.
Pronto empezamos a salir con otros compañeros, se formó un numeroso grupo a
nuestro alrededor, yo a veces traía a Julio que también hizo buenas migas con
Rober. Bebíamos, fumábamos porros de vez en cuando, salíamos con tías sin
ninguna gana de comprometernos y nos reíamos, nos reíamos mucho, nos reíamos
prácticamente de todo. Supongo que éramos los príncipes de la ciudad. Al menos
nos sentíamos así.
A finales de marzo, como
cada año, organizaron en la universidad la fiesta de la primavera y allí
conocimos a Lucía. Ahora que lo pienso, aunque ella no tuviera ninguna culpa, su
aparición fue probablemente lo que cambió todo, me refiero a ese pequeño y
mágico mundo de infancia prolongada, amistad, despreocupación y diversión que
nos habíamos construido. Y también a lo que vino después.
Aquella tarde yo estaba bastante borracho, Rober, como
siempre, hizo de relaciones públicas con su encantadora sonrisa (mejor incluso
que la sonrisa profesional de la azafata que no sabe de bourbon y güisqui, todo
hay que decirlo). Al anochecer, el grupo de ella y el nuestro terminaron juntos,
tirados en el césped, charlando y riendo como si nos conociéramos desde siempre.
Lucía también había bebido bastante, nos enrollamos y bueno, fue como era
entonces: abrazos, besos, toqueteos y poco más. Aún así en mi memoria lo guardo
como una tarde de las más especiales que recuerdo.
Al día
siguiente quedamos los dos en el bar de la facultad y, supongo, que ambos
quisimos restar importancia al asunto, estábamos de fiesta, habíamos bebido y
ninguno deseábamos comprometernos en serio. O eso pensábamos. Así que
continuamos viéndonos dentro del nuevo grupo que se había formado entre las dos
pandillas. Aquellos días pasábamos mucho tiempo en el campus, tomando litronas,
jugando a las cartas, discutiendo para arreglar el mundo. A veces echábamos
partidos de fútbol “chicos contra chicas” (eran muy divertidos aunque ellas nos
molían a patadas) o competiciones de pulsos, al fin y al cabo no éramos más que
chavales, eso sí, algo gallitos, tratando de impresionar a las chicas. Roberto
como era zurdo siempre ganaba con la izquierda, y a veces, también con la
derecha, le encantaban los retos, competir y, sobre todo, le encantaba
ganar.
Puede que aquellos fuesen los mejores meses de mi
vida. Pasaba el tiempo y yo sentía que Lucía cada vez me gustaba más, notaba que
necesitaba verla cada día (casi a todas horas) y empecé a pensar que me gustaría
que saliéramos los dos solos, sin el resto del grupo. Pero también notaba que no
era del agrado de Rober, primero empezó a dejar caer algunos comentarios y luego
pasó directamente a hablarme mal de ella, decía que había oído por ahí que era
una “calientapollas” y que tuviera cuidado, también me dijo que le jodía porque
veía que nos estábamos distanciando. No me importó.
Lo
cierto es que ella y yo cada vez pasábamos más tiempo juntos, lo hacíamos de
espaldas al grupo, con cualquier excusa. Lo compartíamos todo, de manera que lo
que a uno le gustaba inmediatamente pasaba a ser también de interés para el
otro. Supongo que estábamos descubriendo el mundo, y lo hacíamos en común. Yo le
hablaba de Patricia Highsmith, de Salinger, ella a mí de T.S Eliot y de Hesse.
Me recomendaba apasionadamente “Tal como éramos”, “Encadenados”, y yo hacía lo
propio con “El Cazador” y “Taxi Driver”. Me pasaba sus cintas de Dylan, Marvin
Gaye, Jackson Browne y yo le insistía para que escuchara mis discos de Bowie,
Springsteen y los Clash.
Mis amigos habían sido lo más
importante hasta entonces, pero ya no. Algo dentro de mí había cambiado.
En junio, Lucía, supongo que se armó de valor (viendo que yo
no me decidía), y me propuso irnos una semana los dos solos, al terminar los
exámenes, al apartamento que sus tíos tenían en Alicante. Parecía una idea
genial. Sin embargo, al final decidí no ir porque Rober me invitó a que le
acompañase dos o tres semanas a Londres, le había sacado pasta a su padre para
que le pagase una habitación doble en un buen hotel con la excusa de
perfeccionar el inglés, y como recompensa por haber aprobado cuatro asignaturas,
lo que dada su trayectoria era un éxito considerable. Yo entonces no había
salido de España (poco podía imaginar que la siguiente vez que lo hiciera no
sería para dos semanas, sino para veintidós años), y el Londres de mediados de
los ochenta me parecía el paraíso, el sitio de moda donde había la mejor música
y uno podía ver en concierto a las mejores bandas, ponerse hasta arriba de
pintas de cerveza en los pubs, comprarse montones de discos, camisetas rockeras,
unos buenos boogies y una chupa de cuero. Sí, ya sé que visto ahora parece una
tontería (como tantas otras cosas que creíamos imprescindibles y el tiempo
terminaría por devaluar), pero entonces no lo era en absoluto. Además, bueno,
suponía vivir dos largas semanas en plena libertad, sin padres, sin horarios ni
obligaciones, solos mi amigo Roberto y yo.
Por otro lado,
pensé, era más fácil que para lo de la playa se presentase una nueva ocasión que
para esto, pese a que Lucía me dijo que no tenía demasiado trato con sus tíos y
que era la primera vez que le ofrecían el apartamento. La idea era llevarse a su
abuela, pero la vieja no estaba por la labor, decía que no le apetecía viajar y
que prefería quedarse en su casa de El Escorial donde se estaba “más
fresquito”.
Al final, lo de Londres estuvo
bien, pero no fue para tanto, más o menos como en Madrid. Esto entonces aún no
lo sabía, pero uno siempre carga con la misma maleta vaya donde vaya, por eso yo
en todo este tiempo no he podido escapar de lo que soy, quizá sea también por
eso por lo que regreso ahora.
Lucía no se lo tomo bien,
claro, y cuando volví la cosa se había enfriado. La llamé un par de veces y me
dio largas, yo era joven y estúpidamente orgulloso, de modo que dejamos de
vernos. Había empezado a tomar todas las decisiones equivocadas.
Durante el verano tampoco vi mucho a Rober, ya que me puse a
trabajar en la piscina y él lo pasó, casi por completo, en el chalet que tenían
sus padres en Navacerrada.
Esas vacaciones me encontré
bastante solo, para mí fue un cambio radical, el grupo se había separado y
Julito estaba todo el día currando por lo que nos veíamos muy poco.
Era como si todo lo anterior hubiese sido un hermoso sueño que había
llegado a su fin. Me encontraba otra vez de vuelta a lo mismo: el hastío, la
soledad, la tristeza.
En ese tiempo no dejaba de pensar en
Lucía, no podía quitármela de la cabeza, era una mezcla de necesidad física y
dolor interior, algo que no me había pasado hasta entonces con ninguna chica, y
lo cierto es que no se me daban nada mal, al contrario, pero cada vez lo tenía
mas claro: lo único que deseaba era estar con ella, solos los dos, todo nuestro
tiempo. Quizá me estaba obsesionando, pero me parecía que todo lo demás carecía
de importancia.
Por fin me decidí y la llamé,
insistí varias veces pero en su casa no había nadie, vivía en un piso compartido
con otras dos estudiantes y, lógicamente, en vacaciones regresaban todas con sus
familias. Lucía solo tenía una hermana que trabajaba en Barcelona (sus padres
fallecieron en accidente de coche cuando aún eran unas niñas) y a su abuela (que
las había criado), con la que sabía que pasaría estos meses en El Escorial. Y
hasta pensé en ir a buscarla allí, pero no tenía su dirección y decidí que era
una niñería, que quedaba ya poco, de manera que aguantaría y cuando regresara le
contaría mis sentimientos con respecto a ella. Sí, sería una novedad expresar
por vez primera lo que de verdad sentía.
En
septiembre, antes de empezar las clases, dejé el trabajo y Rober volvió a
Madrid, me llamó y nos fuimos solos a cenar a una pizzería cerca de Bilbao. Era
como si no nos hubiéramos separado, yo me sentía por primera vez alegre desde lo
del viaje a Londres. Aquel había sido un verano anodino, claro que ya no habría
más veranos felices como lo habían sido, en cierto modo, los de mi niñez (aunque
entonces no supe apreciarlo), eso se había terminado, pero tampoco lo sabía
entonces.
Después de cenar estuvimos en Malasaña, de
copas, haciendo la ronda por los garitos habituales, y al segundo o tercer
cubata cuando (como siempre) ya nos habíamos reído de todo, mi amigo se puso muy
serio y me dijo:
–Samuel, tengo que decirte algo.
Enseguida supuse que ese “algo” no era nada bueno, pero desde
luego, no imaginaba que me iba a doler tanto. Yo también dejé de sonreír y él
continuó:
–Verás, en agosto fui con unos colegas de
Navacerrada a las fiestas de El Escorial y, bueno, coincidí con Lucía, me dijo
que ya no os veíais y en fin, estuvimos charlando y creo que me equivoqué con
ella.
Yo seguía temiendo lo que suponía me iba a decir.
Algo empezaba a revolverse en mi estómago. Me puse a beber sin dejar de mirarle
a los ojos y añadió:
–Bueno, el caso es que nos hemos
visto varias veces en la sierra y nada, pues.., que estamos saliendo. Espero que
no te moleste porque ya sé que entre tú y ella ya no hay nada.
En ese instante algo se rompió en mi interior.
–¡Eres un hijo de la gran puta! –le solté mientras poniendo mi
mano en su cara le empujaba hacia atrás. En un segundo sentí que una oleada de
cólera me invadía, le tiré el cubata encima y estuve a punto de estamparle el
vaso en la cara. Él no supo reaccionar, creo que me miraba entre sorprendido y
asustado. En ese momento llegó el de seguridad, me sujetó por detrás y me sacó a
empujones a la calle. Mientras, Roberto gritaba:
–¡Estás
loco, tío, estás loco!. ¡¿Quién coño te crees que eres?, muerto de hambre!
Me largué de allí. Aquella fue la primera de una larga serie de
escapadas.
Durante los días siguientes él me
llamó varias veces a casa pero me negué a ponerme al teléfono. Sin embargo mi
rabia empezó a disminuir poco a poco. Al fin y al cabo yo no le había dicho lo
que de verdad sentía por Lucía (ni siquiera a ella se lo había dicho), además,
era verdad que no estábamos juntos, no es que hubiéramos cortado, pero nuestra
relación parecía haberse desvanecido. Por tanto ¿qué derecho tenía yo en ese
sentido? Yo había disfrutado de mi oportunidad y la había desaprovechado. ¿Qué
esperaba, entonces? Es cierto que me parecía que había algo turbio en su manera
de actuar, pero también podía ser que solo fueran imaginaciones mías y que todo
hubiera sucedido de forma natural. De hecho, hasta ese momento, Roberto había
sido el mejor amigo que yo había conocido nunca, si, Julio siempre estaba
conmigo pero era otro rollo, con Rober sentía que por primera vez tenía un amigo
de verdad y ¡qué coño!, lo quería.
Así pues, aunque nunca
se me dio bien eso de perdonar y pedir disculpas, lo hice. Le llamé una tarde,
quedamos, charlamos, bebimos, nos abrazamos y juramos que nuestra amistad
estaría siempre por encima de todo, convenimos que ninguna tía podía
interponerse, él incluso me dijo que si Lucía era un impedimento cortaría
inmediatamente con ella, que lo suyo no era nada serio, y yo (aunque lo hubiera
deseado con toda mi alma) le dije que no era necesario.
Nota de la Redacción: los dos capítulo publicados
corresponden a la novela de Miguel
Rubio, Todos los años
perdidos (Ediciones Carena, 2010). Queremos
hacer constar nuestro agradecimiento al director de Ediciones
Carena, José
Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en
Ojos de
Papel.