1
Amor es cuanto aquí se trata
BOSCÁN
Basta
con descorrer un poco la penumbra
que, intrusa, desespera este final del
día,
para verte llegar igual que entonces
a la placita de Cisneros,
impasible en su luz, ensimismada,
como esculpida en un retablo de oro.
La tarde –fuego ya respirado por la sombra–,
solía demorarse en las
campanas
remolona y astuta, y tú decías
desde el fondo indefenso de mis
ojos:
–No te
vayas, amor, aún es temprano–.
En los muros llagados de la iglesia,
ocupando un retazo
de cal amarillenta,
quedaron nuestros nombres
como pájaros
de pronto sorprendidos
por su propio fulgor y en él cegados
Entonces eran frecuentes estos actos
–quizá lo son aún, no sé…–,
a los que reconforta
volver alguna vez llevando entre las manos
los
restos del naufragio,
cuando apenas nos llega la noticia
de que seguimos
vivos.
2 Desde un distante
lugar de la
memoria –emergiendo
de una terrible fuente silenciosa–, me
regresas y rasgas esos tules
que velan mis desiertos
donde tu nombre
tintinea como una
campanilla de plata
agitada por alguien desde un
sueño.
Veo también tus manos, tan hermosas,
aquella claridad que
desprendían
cuando a las mías acercaban
las fragancias del sur, la
piedad del espliego,
la intensidad severa del olivo.
Y, surtiendo de
ti, como impulsado
por el designio de estrellar la noche,
algo que nunca
he conseguido
disociar de tus labios.
Hablo de Federico.
De la
mano de luz que te llevaba
por los lentos caminos de la Alhambra,
a su
raíz, a su dolor exacto,
entre los versos que, sin siquiera intuirlo,
guardaste para mí
mucho antes de que el tiempo decidiera
edificar
sus puentes y surgiéramos
los dos de lo ignorado.
Aún oigo su
palabra –de Federico hablo–,
subiendo gradual desde tu aliento
hasta
quedar flotando en el espacio
y allí, burbuja de oro efímera y hermosa,
estallar de repente entre las púas
implacables del viento, anonadando
mi corazón que apenas conocía
–en la asfixia de sus dieciséis años–,
más melodía que el rumor del sueño.
3
Qué inaudita tu voz, qué misteriosa
la reverberación de sus metales,
el rastro que dejaba en la arboleda
apócrifa del aire.
Era como
un suavísimo adorno
de la tarde inclinada sobre el río,
cayendo nota
a nota en el acero
intranquilo del agua.
Y yo como naciendo en una
dimensión ignorada de mí misma,
todo lo más augurio, nebulosa,
girando en el espacio, extraviada
en el dulce dominio del asombro,
respirando palabras como flores
confusamente abiertas
y en los
parterres de la
tarde.
(Amor,
no entiendo lo que dices.
Sólo sé que me duele…)
4 A nuestro
alrededor, distorsionadas luces,
desdibujados límites de la ciudad caída
igual que una azucena sobre el barro;
su tiempo resignado y tanta sangre
brotando con violencia y estruendo
del desamparo de las tapias;
y la
muerte ocultada en los barrancos;
en los vagidos del arroz naciente;
los
gritos silenciosos
detrás de cada puerta…
Todo lo ya sufrido y lo
que aún quedaba
por sufrir en el mapa del futuro
trazado en la tristeza
azul de las pizarras,
sin otra claridad que los reflejos
asustados del
agua, malhiriendo
aquella juventud, el mínimo baluarte
donde tú y yo nos
encontramos una tarde.
5 Atravesados por el
miedo,
indefensos, perdidos
en la ciudad que se llamó posguerra,
recorrimos sus calles
–tierra quemada, convicción del odio–,
con
aquel pobre amor –
ay, fuente silenciosa–,
anegando el cristal
inmaduro de mis años,
sin más misericordia
que la fragancia del azahar,
su blanca
respiración enmarañando el vuelo
tranquilo de los pájaros…
Largos, silenciosos paseos donde,
en un momento dado afluía mi
nombre,
–golondrina acentuando
la soledad del aire–.
Sólo entonces
tenía la certeza de estar viva,
emanada de ti, de tu costado
adánico
y oscuro,
y me sentía
latido entre tus dedos
junto a restos de
llanto y nicotina
Nota de la Redacción: agradecemos a
Bartleby Editores en
la persona de su director,
Pepo Paz,
la gentileza por permitir la publicación del extracto del libro de
Angelina Gatell,
Cenizas
en los labios (Bartleby, 2011), en
Ojos de
Papel.