SU EGO Y ÉL ES alto y fuerte. Y se lo cree. Se
mira al espejo diez veces al día y se dice —y me dice—: «Qué bueno estoy». Se
levanta la camiseta, gustándose, y suelta que sus abdominales son igualitos a
los de Cristiano Ronaldo. «Sí, sí, igualitos», le digo yo, pensando que si al
menos se depilase la mata de pelo negro que los cubre quizá hubiera una
esquinita por donde coger el símil.
Lo suyo no es un ejemplo de
autoestima. Es egolatría en grado superlativo. No se quiere, se adora. Y
cualquiera le dice que sí, que medirá metro noventa y tendrá musculitos pelín
torneados, pero que belleza, así como la entiende el común de los mortales,
gasta más bien poca.
A veces me pregunto para qué quiere que le quiera,
si él ya se quiere solo —en todos los aspectos. Es brillante en la práctica del
onanismo, según me cuenta, porque siempre me negué a comprobarlo, no fuera a
equivocarse en la dirección de los meneos y terminase por regarme toda entera.
En
Algo pasa con Mary quedaba muy gracioso, pero a mí me provoca
arcadas—. Se sobra (y mucho) para decirse lo bueno que está, lo bien que
conduce, lo guapo que sale en las fotos (hasta en esos autorretratos hechos con
el móvil en los que irremediablemente tu cara adquiere dimensiones
estratosféricas y se parece a un pan de pueblo, vasta y basta, redonda e
inmensa; en su caso un ruedo de vanidad salpicado de puntos negros, reales y
figurados), lo magnífica que hace su madre la tortilla de patatas (a la de la
mía no hay quien le gane, chaval) y, por supuesto, la incomparable brillantez de
su trabajo.
Sí, claro. Es que si de curro hablamos, tampoco hay nadie
como él. A veces me dan ganas de recordarle que le enchufaron, pero me contengo,
no vaya a ser que despierte la bestia parda que lleva dentro y le dé por
arrancar de las paredes todos mis pendientitos, meticulosamente ordenados por
colores, colgados en sus chinchetas transparentes, como un curioso mosaico de
bolas y abalorios. Tiene experiencia: ya lo hizo una noche en la que perdió
nervios y cordura a un tiempo al enterarse de mi gran pecado: haber salido con
otros antes de que entrase él. Ave María Purísima. Claro, ¿cómo un hombre tan
perfecto puede llevar colgada del brazo una novia pecadora con pasado
sentimental? ¿O simplemente con pasado? Y no es que la prenda sea del Opus Dei.
Es del Opus Suus, una secta unipersonal que ríete tú de... Bueno, mejor no te
rías, porque gracia tiene poca.
Así que de enchufes ni hablamos. En
cualquier caso, a él eso se le ha olvidado. Aunque escriba con faltas de
ortografía, está convencido de que la perfección lleva su nombre. Total, qué más
da una hache de más o una uve de menos si al leer todas las bes son pardas.
Aún recuerdo el día que me enseñó sus relatos. Él le daba a la tecla y
yo al boli rojo. Qué pareja tan compenetrada. «¿Faltas yo? —decía, sacando pecho
y ego—. Es que escribo así, según me viene, y no me gusta corregir. Le quitaría
naturalidad. De ahí el valor de mi escritura.» Sí, pensé, lo mismito que los
tótems de la tecla, que corrigen, reescriben, vuelven a corregir, escriben de
nuevo, corrigen y corrigen hasta que la editorial les pone el calendario ante
las narices y les obliga a entregar. Será que él está más en la línea de André
Breton (suponiendo que sepa quién es sin necesidad de tirarse en plancha a la
Wikipedia).
Yo, abnegada novia, que como mandan los cánones de la
autoestima inexistente ve antes el rumor de brillos en la letra ajena que una
posibilidad de luz en la página propia, le regalé un libro de Pàmies —a quien
todo aspirante a escritor de relatos, o a escritor a secas, debería leer. Una
recomendación impagable de mi amigo Germán San Nicasio, otro escritor de tecla
en vena, y si no al tiempo—. Y él, sin despeinarse (se acababa de cortar el pelo
y no le llegaba la cosa para pasarse el cepillo), me soltó tras leerlo: «Me ha
encantado. Escribe como yo.»
No words. Hay que asumirlo: él
siempre lo hará todo mejor que tú. Y mejor que el resto. Y mejor que él, si se
descuida. Es una pena que el resto de la humanidad no se haya dado cuenta,
porque, si así fuera, quizá yo lograse —¡al fin!— ser una mantenida, dejar de
trabajar doce horas diarias y dedicarme a ir de compras y a pergeñar esos
relatitos insulsos que tanto me divierten pero que he dejado de escribir porque
a él no le hace ninguna gracia que alguien pueda pensar que es verdad eso que
cuento de que me he acostado con no sé cuántos. Y que de alguno hasta me he
enamorado.
Pero no. De momento el resto de la humanidad ni siquiera sabe
que existe, así que ahí estoy yo, manteniendo mi casa y manteniéndole a él, que
desde que entró por la puerta no ha puesto un solo euro pero vive como un
marqués.
No es que él no tenga casa. Tiene dos: la de sus padres y la
suya. Una
okupada y la otra vacía en exceso, pero con restos de su ex. El
día que me la enseñó, antes de que me metiera en la bañera para ducharme con
agua fría —con eso de no gastar, el mínimo de luz no le llegaba ni para llenar
el calentador y darse un remojón decente—, me trajo a la habitación, sonrisa en
ristre, un par de zapatillas. De ella.
—¿Te gustan?
—No.
—¿No?
—No, no mucho.
—Son de tu número.
Las
miré, cogiéndolas con cuidado entre el pulgar y el índice. A ver, no es que
pensase que la chiquilla me fuera a pegar algo, es que simplemente él no me
había hablado demasiado bien de ella —de hecho, la llamaba «esta», así, sin
nombre ni nada— y yo le tenía cierta animadversión inducida.
—Son el
treinta y ocho.
—Pues eso, ¡tu número!
—Yo uso el treinta y
seis.
—Bueno, mujer, dos números arriba, dos números abajo... ¡¡Es por
no tirarlas!!
Intenté convencerle con buenas palabras y mejor gesto de
que en esto de los pies no es cuestión de ahorrar, que luego vienen las
lesiones, y que, además, tampoco es de muy buen gusto regalarle a tu novia unas
deportivas usadas que han sido de tu ex.
—¿Usadas? ¡Si se las ha puesto
cinco veces!
—Hombre, pues cinco veces son más que cero, ¿no?
—¡Cinco veces es lo mismo que estar nuevas!
Vale. Vale. Me rindo
a la evidencia. Cuando alguien te dice que cinco es igual a cero dan igual los
sobresalientes que hayas sacado en Matemáticas. Cinco es igual a cero. O a menos
cinco, si quiere. Que reinventen el teorema de Pitágoras y la regla de tres. Lo
que sea con tal de no oírle.
Porque oírle tiene su guasa. Y sobre todo
lleva su tiempo. Es largo, muy largo. Empieza y no para. Puede estar dos horas
(de reloj, no exagero: las he cronometrado más de una vez) dándole vueltas al
mismo tema y, cuando por fin parece que habéis llegado a un acuerdo, te vas al
baño y, a la vuelta, vuelve a empezar.
—Pero entonces, ¿por qué te
molesta que te pregunte lo que has hecho en el viaje con Lorena?
—A ver,
por vigésima vez: no me molesta que me preguntes lo que he hecho en el viaje con
Lorena. Me molesta que te lo tenga que contar por orden cronológico. Y además,
¡ya te lo he contado!
—Sí, pero no entiendo por qué te molesta que te
pregunte.
—Da igual, de verdad.
—¡No, no da igual! ¡Es que no lo
entiendo!
—¡¡Que da igual, que ya te lo he contado!!
Silencio.
Te mira con cara de póquer. Tú crees que ya ha acabado. Y... oh, no, vuelve a
abrir la boca. ¿Será para pedirte perdón por tanta insistencia?
—Pero
entonces, ¿los pasteles de Belén os los tomasteis el lunes por la tarde o el
miércoles por la mañana? Es que no me ha quedado claro.
Desde aquella
vez, siempre viajo con una Moleskine a cuestas, para anotar cada detalle. Hasta
los baños que visito, de los que incluso, en ocasiones, hago fotos después de
tirar de la cadena —hay una aplicación de Moleskine para iPhone que permite
adjuntar imágenes a las cosillas que anotas. Fantástica.
P.D. A él lo
dejé hace tiempo, pero su ego me persiguió durante un rato más. El rato que
termina cuando pongo este punto final.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Editorial
Eutelequia en la persona de su
directora,
Clea
Moreno Szypowska, la gentileza por permitir la publicación
del extracto del libro de
Noelia
Jiménez,
Los hombres de mi
almohada (Eutelequia, 2011), en
Ojos de
Papel.