LOS REYES DE ZOOKALA
Akuta era el rey de un
gran pueblo llamado Zookala, situado en algún lugar del centro de África.
El rey tenía dos hijas, Ekola e Issoka, fruto de su matrimonio con
su esposa, Meleka. Akuta quería tener un hijo varón que pudiera heredar su
trono, pero Meleka no pudo dárselo nunca. Esta imposibilidad de su mujer obligó
al rey a tomar en matrimonio a otras esposas. El resultado fue el mismo. Las
sucesivas mujeres con quienes se casó no sólo no le dieron ningún hijo varón,
sino que tampoco le dieron otras hijas.
Cuando Ekola e Issoka llegaron a
la edad de casarse, una noche el rey Akuta tuvo un sueño. En este sueño se le
apareció el espíritu de su difunto padre, quien le dijo: “Akuta, hijo mío,
no te atormentes más. Nunca tendrás el hijo varón que añoras. Lo que tienes que
hacer es dividir tu reino en dos, y que gobiernen cada parte los hombres que se
casen con tus hijas”.
A la mañana siguiente, Akuta reunió al consejo de
ancianos sabios y les reveló el mensaje que había recibido en el sueño.
-Protesté mucho -siguió explicando el rey-, pero mi padre me hizo saber
que la decisión la había tomado el consejo de espíritus.
La solución no
gustó a los ancianos, pero no podían contrariar la decisión de los
espíritus. Sabían que el sueño era el único medio con el que se comunicaban los
espíritus con el rey. Y era solamente al rey al que los espíritus se dirigían la
mayoría de las veces. El rey era también el único capacitado para comunicarse
con los muertos.
-Estamos de acuerdo, rey Akuta -terminó aceptando el
portavoz del consejo-. Pero nos gustaría que Zookala continuase siendo un
solo pueblo, aunque lo gobiernen dos reyes.
-¡Que así sea! -sentenció
Akuta.
La noticia se anunció en todo el reino. Poco después el
tamtan la propagó por los demás reinos y poblados de África. Las dos
princesas, Ekola e Issoka, se pusieron muy contentas tras saber que no se
separarían después de casarse. Pero también les alegró el hecho de que
fueran ellas mismas las que eligieran a sus futuros maridos. Su padre no les
puso ninguna condición al respecto.
A los pocos días empezaron a llegar
al pueblo jóvenes pretendientes provenientes de todas partes. Pero ninguno
era del agrado de la princesa Ekola, que era la que tenía que elegir novio en
primer lugar, por ser la mayor. A todos les encontraba algún que otro
defecto.
Pasó una luna, luego otra y, al cumplirse la tercera, apareció
por fin el hombre que gustó a Ekola. El chico era fuerte y de estatura media. Se
cubría con tres pieles de leones a los que él mismo había dado muerte. Los rabos
que adornaban su lanza así lo indicaban.
El desconocido entró en el
pueblo con paso firme. Pero tan pronto como llegó, ocurrió algo curioso. De
pronto apareció una espesa nube negra en el cielo, y el sol se apresuró a
ocultarse inmediatamente debajo de ella.
El joven, ajeno a esta
circunstancia, caminaba muy seguro de sí, mirando al frente, sin desviar la
mirada de su ruta en ningún momento. Los vecinos tampoco se percataron de ese
extraño fenómeno. Iban saliendo de sus casas para admirar al joven extranjero y
su firme andar. Algunas chicas atrevidas suspiraban con frases como: “¡Qué guapo
es!”. El extranjero no se daba por aludido.
El joven aspirante se fue
directamente a la casa del rey. La casa del rey no tenía pérdida. Era la más
grande y se veía desde la entrada, porque se encontraba al otro extremo y
dominaba tanto la entrada como la salida principal del pueblo. El
extranjero entró. El monarca estaba sentado en el salón de su gran casa de
bambú, cuya puerta principal daba a un ancho patio, que se podía considerar como
la avenida principal del pueblo.
-Rey Akuta, mi nombre es Nsula. He
venido a pedirte la mano de tu hija mayor, Ekola. Seré un buen esposo para ella,
y un gran rey para este pueblo -dijo el recién llegado en son de saludo y
presentación. Habló con mucha firmeza.
El rey Akuta se tomó algún tiempo
antes de contestar.
-Me halagan tus palabras, joven Nsula -dijo por
fin-, pero no puedo darte ninguna respuesta hoy. Vuelve mañana cuando el
sol se encuentre en el mismo sitio en el cielo.
Nsula no dijo nada.
Salió de la casa del rey, y también del pueblo, siempre bajo la atenta mirada de
los vecinos. Akuta se quedó mirando fijamente la puerta por donde había salido
el extranjero. Al rato entró Ekola.
-Padre, ¿por qué has rechazado a ese
pretendiente sin consultarme antes, como siempre lo has hecho? -preguntó a
su padre.
-No lo he rechazado, le he dicho que vuelva mañana
-explicó Akuta-. Necesitaba meditar y hablar contigo.
-Padre, no
hay nada de qué hablar, ni meditar -dijo Ekola-. Ese hombre es con quien
quiero casarme, le quiero y le acepto como esposo. No hay otro como él, es
fuerte, alto, guapo... -suspiró.
-Para ser rey y esposo, se necesitan
más cualidades que ésas -le corrigió su padre-. No quiero que te cases con ese
muchacho, no es buena persona.
-¿Cómo puedes decir eso, padre?
¡Apenas le conoces!
Meleka, la primera mujer de Akuta y madre de Ekola,
entró en ese momento. Ella también había venido a enterarse de por qué habían
despedido al joven pretendiente.
-He dicho a ese joven que vuelva mañana
-explicó a su mujer-, y le estaba diciendo a nuestra hija que ese muchacho
no es buena persona.
-No le conoces para juzgarle, padre... -volvió a
protestar la muchacha.
-Es verdad, no le conoces... Yo opino que será un
buen esposo para nuestra hija -dijo la madre.
-Tenéis razón cuando decís
que no conozco a ese muchacho -les explicó Akuta con voz calmada-, pero el
mensaje que acaban de transmitirme los espíritus es muy clarificador. Cuando
entró en el pueblo, el sol se retiró, y el día se oscureció. Y cuando ha
salido, como podéis ver ahora, el sol ha vuelto, y el día ha recobrado su
alegría.
-Eso no significa nada, padre -exclamó Ekola-. Fue,
seguramente, una nube pasajera que tapó el sol.
-Eso significa
mucho, hija mía -reconoció el rey-. Fue una señal de alerta. Los antepasados nos
han dejado un dicho que aconseja que hay que cerrar la puerta de tu casa al
extranjero que hace llorar al día cuando entra a tu pueblo.
-Esas cosas
son muy antiguas, padre. Son historias del pasado que no se pueden creer en
nuestro tiempo -replicó Ekola.
-Estoy de acuerdo con nuestra hija -se
solidarizó la madre-, no debemos seguir haciendo caso de esas cosas.
El
rey no perdió la calma. Volvió a explicarles tranquilamente:
-No
existe ningún pasado que esté lo suficientemente lejos de nosotros. Todos los
hombres somos un trozo del pasado, un trozo del presente y un trozo del futuro.
Ese chico llenó el día de dolor cuando entró en nuestro pueblo. No puedo
consentir que se case contigo y que sea rey de una parte de Zookala.
-Lo
siento, padre, pero no puedo obedecerte -dijo Ekola, decidida-. Me casaré con
Nsula, es el hombre que quiero y que he elegido. No nos pusiste ninguna
condición sobre los hombres que tenían que casarse con nosotras. Si no me
permites casarme con el hombre del que me he enamorado, todo el reino sabrá que
has faltado a tu palabra.
-Así es -corroboró Meleka-, si no das tu
consentimiento, nadie volverá a creer en tu palabra.
Akuta se sintió
acorralado. Miró incrédulo a su esposa y a su hija.
-Haré lo que queráis
-dijo abatido-. Ahora iros, dejadme solo.
Madre e hija salieron de la
estancia. Akuta se quedó triste, con la sensación de haber caído en una trampa.
Se levantó del banco en el que estaba sentado y empezó a pasear por la sala.
Estaba seguro de que no se equivocaba respecto a Nsula.